Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero

Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero


Скачать книгу
estaba aquí. Era una carpa de adivinación –comenta Inés.

      –No se ha incorporado ninguna carpa de adivinación al mercado.

      –Pero hemos estado aquí hace solo una hora –insisto.

      –No lo tomen a mal señoras, pero vienen de la posada, ¿cierto?

      –¿Qué insinúa? –pregunta Carmela aumentando el tono de voz ante nuestra cara atónita.

      –Tal vez bebieron de más.

      –¡Menuda falta de respeto! –grita mi cuñada.

      –Mis disculpas, señoras. Pero en serio, pregunten a quien quieran. Ese Oráculo que ustedes dicen, jamás ha estado aquí.

      – 9 –

      Qué bien me siento en este lugar. Estoy sentada en la pequeña ladera de un río. Tengo los pies descalzos, sumergidos en el agua, y me siento muy relajada.

      Comienzo a balancearlos, adelante y atrás, adelante y atrás. Me fijo en mis uñas. ¿Están pintadas de rosa? No recuerdo desde cuándo no me pinto las uñas de los pies y menos de ese color. Me fijo mejor en ellos. Son bonitos y muy pequeños. ¿Me han encogido los pies? ¿Y las piernas? Ello me da risa y esta sale de mi garganta produciéndome cosquillas y sorprendiéndome. Suena rara. Muy rara. Me pongo de pie y me miro el cuerpo. ¡Soy una niña! Visto un mono vaquero. Me asomo con cuidado al río y miro mi reflejo en el agua. ¡Sí, soy una niña! Llevo unas coletas y unos lazos rojos.

      En el reflejo otra persona se une a mí. Es un anciano. Me mira y me sonríe con una ternura increíble.

      Entonces empieza a hablarme y no entiendo lo que me dice. Debe ser bonito, porque su rostro es muy amable, pero no puedo entenderlo y me desespero un poco. Entonces resbalo con una de las piedras y a pesar de que el anciano intenta cogerme, termino cayendo al agua. Una especie de murmullo suave roza con suavidad mi oído. Lo último que puedo ver antes de que todo se vuelva oscuro es un extraño cartel de madera con unos símbolos muy raros grabados en él. Una mano fuerte me agarra y tira de mí, mientras yo pataleo. De pronto siento mucho miedo.

      Y entonces vuelve la luz al despertarme. Otra vez ese sueño. No es la primera vez que me ocurre, pero sí es cierto que ya hacía tiempo que no lo tenía. Supongo que la anciana me dejó ayer algo preocupada. Cada vez que estoy muy nerviosa, o preocupada, el sueño se repite.

      Me siento en la cama y veo que Fernando aún duerme. Miro el despertador de la mesita. Son las ocho. ¡Y hoy es sábado! ¡Las niñas no están! Una idea empieza a germinar en mi mente. Creo que voy a despertar a mi marido y preguntarle qué planes tiene para la próxima hora. ¡Qué puñetas! ¡No le preguntaré nada! ¡Me lo voy a comer para desayunar!

      Despacio empiezo a tocarle el hombro. Como no se mueve, empiezo a pasar mi mano por su espalda y sigo descendiendo hasta rozar el borde de sus calzoncillos. Este no se escapa. Anoche, cuando llegué a casa, ya dormía. Oh… anoche…

      Al llegar a casa y ver a Fernando dormido sentí mucha pena. Llevaba la rosa de tallo largo que aquel extraño me había regalado sujeta entre los dientes. Yo, que no soy de impulsos. Pero al verlo dormido, sentí algo por dentro que se rompía. Tomé la rosa entre mis manos y pensé convertirla en la víctima de mi pesar, pero, algo en mí no me hizo verla como una planta sin más, sino que aquella emoción tan extraña que sentí con aquél hombre… volví a sentirlo. Sin saber ni cómo, ni por qué, termine buscando una bonita botella de cristal tallado que me regaló mi abuela e introduje la rosa en él.

      Después, la puse en un lugar bien visible, para que, cuando mi maridito despertase, fuera lo primero que viese.

      Pero está como un tronco. Como un tronco pesado. Y yo aquí, con mi mano surcando el borde de sus calzoncillos mientras empiezo a susurrarle en el oído.

      –Fernando, hola, despierta –le digo dándole un pequeño bocado en la oreja y acariciando su pelo.

      –¿Hay fuego? –me pregunta adormilado.

      –En la casa… no.

      –Duerme, Helena. Tengo sueño, ayer trabajé mucho.

      –Pero estamos solos…

      Un ronquido es la respuesta a mi insinuación. Detengo mi mano y siento el corazón frío.

      Me levanto de la cama con lágrimas en los ojos. Igual soy yo, llevo unos días tan rara... Trabaja muchísimo, lo dejaré dormir y tomaré una buena ducha. Muy fría. Las duchas frías son estupendas para la circulación y para la lucha contra la maldita ley de la gravedad con incidencia directa en los pechos. Aunque no voy a negar que en este instante, solo puedo pensar en este sentimiento feo y asqueroso, denominado frustración.

      Pero como siempre, me arrepiento, y al final, la ducha es tibia, como las lágrimas que no sé por qué han empezado a salir solas.

      Bajo las escaleras y me dirijo a la cocina. Necesito un café. Me he visto muy pálida en el espejo del baño. Con ese gran sentimiento de pena, me dirijo al armario de la cocina donde guardo las tazas y termino preparándome ese café con un extra de azúcar. Necesito algo dulce hoy en mi vida.

      Quito uno de los taburetes de debajo de la encimera y lo acerco a la ventana. Me gusta observar el exterior mientras tomo café. Siempre quise hacer una especie de gran ventanal en esta cocina, ya que paso mucho tiempo aquí. Me gusta cocinar y observar cómo las hojas de los árboles van cayendo en esta época del año, descendiendo en un baile lento.

      –Buenos días, pesada –me dice Fernando que entra vestido solo con los pantalones del pijama. Se rasca la cabeza y se le ve muy sexy.

      –Buenos días.

      –Has sonado a mujer enfadada –me dice acercándose y quitándome la taza de café para terminarla él.

      –¿Por qué no te preparas tu propio café? –respondo malhumorada.

      –Pues sí. Hoy estamos de malas pulgas. No deberías poner tanto azúcar. No es buena para ti. Y hablando de todo, ¿esa rosa en la botella? ¿Es un regalo para mí?

      La diablesa que está dentro de mí me hace sentirme más animada.

      –Me la regaló anoche un hombre guapísimo en el mercado medieval.

      –Me alegro por ti, cariño.

      La animación se acaba de convertir en un sentimiento raro. Se suponía que eso lo pondría celoso.

      –¿No me crees o no crees que alguien pueda regalarme flores?

      –Cariño, eres una mujer guapa, pero no es normal que nadie le regale una rosa de tallo largo a una mujer casada.

      –¿Es que llevo un letrero en la frente que dice que soy casada? –respondo algo contrariada–. No era de aquí. No le había visto nunca.

      –Ah, sería eso. Te vería sola y pensaría que tal vez quisieses compañía.

      –¿Y por qué iba a pensar eso? –ahora mi irritación es notable.

      –No sé. A veces muestras aspecto de sentirte sola o de no importarte tu aspecto –me dice volviéndose a pasar la mano por el pelo de manera agitada.

      Está nervioso. ¿Por qué? Las palabras de la anciana vuelven a mí. Pero no, todo en mi vida es perfecto. Lo sé. Por eso cambio de tema.

      –Me he apuntado a un gimnasio. ¿Qué opinas?

      –¿En serio? Eso es fantástico. Te vendrá muy bien, te sentirás mejor. Venga, ya, no sigas enfadada conmigo. Estoy muy cansado, pero te invito a una cena esta noche. Me acostaré sin calzoncillos si quieres –responde más tranquilo.

      Terminamos riendo, y aunque pienso que es mejor decirle que no bromee conmigo en ese tema, quiero, necesito, que el


Скачать книгу