Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero

Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero


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Te esperaré, mi amor. Te esperaré, y cuando ello ocurra, destruiré el mismísimo averno si es necesario, para que esta vez nada ni nadie se interponga.

      – 2 –

      –¿Estás seguro de que todo saldrá bien? Podemos matarla en un descuido –dijo ella.

      – No soy estúpido, ni es la primera vez que hago esto –gruñó él.

      –Es tan pequeña…

      –Ya lo hemos hablado. Ella será nuestro billete a la riqueza. Sédala más, no debe despertar antes de tiempo. No soporto más sus llantos.

      La chiquilla se movió inquieta. Estaba volviendo en sí y Alejandra temió que volviese a llorar de nuevo.

      –¿Y si nos equivocamos?

      Marcelo fue consciente de las dudas de ella. Dudas que no podía permitir. Recordó el incidente de tan solo unas horas antes. Ni siquiera sabía si había matado al viejo. Y la mocosa les había visto la cara, no podía correr riesgos. O la sacaban del país o tendría que deshacerse de ella.

      –Lo hemos hablado mucho. Ahora no puedes echarte atrás.

      Alejandra sintió la fuerza en las manos de él, agarrándola con furia de los antebrazos, y miró la negra profundidad de sus ojos. El pequeño cuerpo oculto bajo la gruesa tela maloliente empezaba a moverse de nuevo. Mejor sedarla, era tan pequeña… así tal vez no lloraría, no sentiría tanto miedo, no olería aquel tufo e incluso su culpa se tranquilizaría.

      –Prométeme que todo saldrá bien, Marcelo… –Terminó rogándole con lágrimas en los ojos.

      Él la tomó de la cintura y la acercó hacia sí. Estaba muy seguro de la reacción que provocaría en ella con ese gesto. La había escogido bien. Una mujer sola, ya algo mayor, carente de autoestima.

      La besó casi de forma salvaje. Aprisionó entre sus manos las curvas de ella, las que le gustaban y las que no, debía encender sus sentidos, hacerla sentir poderosa, lasciva y, sonrió para sí mismo, dependiente de él.

      Alejandra solo podía pensar en que él la amaba. Alguien que la besaba con esa pasión no podía estar fingiendo. Solo tenía que aguantar aquella situación un poco más. Después serían libres para siempre. Estarían forrados y podrían vivir bien durante mucho tiempo. Y la niña… Sintió una punzada de remordimiento, pero la tapó con más engaños. La niña estaría bien. Se la iban a vender a una familia rica. Seguro que estaría bien…

      – 3 –

      –¡Selena, por favor, deja ya a tu hermana tranquila!

      Risas y gritos se mezclan cada mañana junto al olor suave del café y las tostadas. Cada día se repite la misma letanía. Cada día tengo la sensación de estar viviendo algo ya vivido. Desde que el despertador suena por la mañana a las siete y media, una especie de engranaje interior comienza a hacer de las suyas. Mi cuerpo y mi mente se alinean en uno solo, que sabe lo que ha de hacer. A veces pienso que si al levantarme por las mañanas me rebelase contra el mundo y permaneciera inmóvil y con los ojos aún cerrados, mi cuerpo por sí solo se abriría paso en el laberinto de mi monotonía diaria.

      Mientras me dirijo a la cocina, me voy transformando. Dejo de ser una tranquila mujer y paso a convertirme en una especie de madre sargento, capaz de impartir órdenes sin riesgo de ser desobedecida.

      Cada día es idéntico, al menos de lunes a viernes. También son idénticos los fines de semana entre sí. A pesar de ello, no me estoy quejando. Me considero una mujer con suerte. Quiero a mi marido, tengo dos hijas maravillosas y una vida tranquila y apacible.

      Soy el ama de casa perfecta. Sin problemas económicos ni de otra índole. Mi mundo es… casi perfecto.

      Supongo que nadie es feliz al cien por cien. ¿Qué otra explicación puede haber para esto que siento cada día con más fuerza? Desde hace un tiempo, y sin motivo aparente, una pequeña vocecita interior me susurra al oído mientras duermo. Una voz que no deja de decirme que en mi vida falta algo importante, que estoy viviendo a medias. Pero no puedo dejar de repetirme a mí misma, una y otra vez, que todo deben ser meras bobadas. ¿Qué más se puede pedir?

      Aún recuerdo las sabias palabras de mi abuela Angustias, que siempre me decía con todo el cariño del mundo…

      –Cariño, el que no llora no mama.

      Pues menudito consejo me dio mi abuela. A mis treinta y nueve años he llorado pocas veces. Cuando Pablo López me dijo que no quería ser mi novio, cuando dos días después Azucena le dio un beso delante de mis narices, la muy hija de pu…, la muy hija de puta. Y desde luego, cuando mi abuela murió, que lloré hasta quedarme vacía por dentro. Creo que fue la primera vez que sentí realmente esa sensación angustiosa, que hace que aunque quieras frenar tus sentimientos, ello es, “por suerte”, imposible.

      Soy hija única, pero jamás me he sentido sola. Nuestra familia siempre ha sido feliz. Por supuesto que, como todos, tuvimos nuestras dificultades y piedrecitas en el camino, pero vivíamos bien. Mis padres, Andrés y Consuelo, siempre han sido unos padres cariñosos, comprensivos y, en cierta forma, tradicionales. Tradiciones que yo misma he compartido con mis hijas. Una especie de ciclo vital que se va transmitiendo de generación en generación. Una rueda que gira y gira en perpetuo movimiento haciendo que todo continúe.

      –¡Por Dios Maia! ¿Qué haces? –le grito esta vez a mi hija pequeña.

      –Lo siento mami, se me ha caído –me contesta con cara inocente.

      Cara de no haber roto un plato en su vida, cosa falsa por otro lado, es más, acaba de romper uno. Otro más de muchos.

      –De veras, no sé en qué pensáis. ¡No tenéis cuidado con nada! ¡Venga, no sea que encima te cortes! ¡Date prisa! ¡No toques, ya te he dicho que lo dejes! Uf, señor…

      –No te enfades mamita, te salen arrugas en los ojos –me dice Maia con una sonrisa picaruela.

      –¡Fernando! ¿Te has caído por las tuberías? ¡Baja ya, que las niñas van a llegar tarde! –le grito como una especie de posesa endemoniada a mi marido que aún no ha bajado a tomar su café.

      Es alucinante lo que puede complicarse un desayuno familiar. Cada mañana mi cocina se transforma en una especie de batalla campal. Hoy hemos tenido bajas. Un plato y un vaso yacen inertes hechos trizas, como mi ánimo esta mañana.

      Miro alrededor y de veras que no sé por dónde voy a empezar a recoger cuando todos se marchen. Esto es un auténtico desastre. ¿Para qué puñetas quería yo tener una enorme cocina? A más grande, más trastos caben. “So gilipollas”, me digo a mí misma.

      Y Fernando. ¿Cómo puede tardar tanto un hombre en arreglarse? ¡No tiene que maquillarse por Dios!

      Con gestos rápidos y precisos me teletransporto a coger el cepillo y el recogedor. Voy a retirar los cadáveres antes de que alguien se corte. En el umbral de la puerta de la cocina, casi me como a mi marido que acaba de hacer su aparición en ella. Por fin. Es como si cuando le he gritado hace un segundo, él ya estuviese aquí. Pero claro, eso no puede ser, porque entonces habría entrado en la cocina antes y tal vez hubiese detenido el caos que tienen montado estas dos. ¿Verdad?

      Lo miro con aprensión, pero él me sonríe y... mmm. Cómo huele. Acaba de afeitarse y ducharse. Impecable. Traje de chaqueta gris y camisa azul cielo, como sus ojos. Cada día más guapo. Hoy viste tan elegante porque tiene una importante reunión de negocios. Ya lo decía yo antes, soy una tía con suerte. Aquí, mi atractivo marido, con cuarenta y un años, es alto, rubio, ojos azules y todo un espectáculo para la vista.

      –Buenos días guerrillera –me susurra mientras me besa la frente.

      –Buenos días.

      Hace


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