Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero
–le suplico con voz de pena, a ver si así se apiada y me hace caso.
–No puedo garantizarte nada, Helena. Sabes que tengo una reunión muy importante y no puedo saber a qué hora terminaremos. Además, también sabes que siempre ofrezco tomar algo a los posibles clientes.
Lo entiendo, pero… Está bien, no te preocupes –suspiro admitiendo mi derrota–. Si veo que no llegas a tiempo me llevaré a las niñas. Lo que pasa es que me hacía ilusión que por una vez fuésemos nosotras tres nada más. Inés y Carmela van solas.
–Inés no tiene hijos y los de Carmela son adultos. Tú tienes otras circunstancias. De todas formas, lo intentaré, pero no puedo prometerte nada. ¿De acuerdo?
–Claro que sí. Conduce con cuidado. Te quiero.
–Y yo.
Cuelgo el teléfono y me siento un poco tonta. Respiro hondo y me pongo en movimiento. Mi cuñada y mi amiga están a punto de llegar y yo aún estoy en pijama y bata. Soy un desastre.
Voy a tomar una ducha, aunque sea rápida. No me da tiempo a lavarme el pelo, lo llevo casi por la cintura y tarda mucho en secarse. Abro el cajón de mi mesita de noche y cojo mi ropa interior. Sencilla, cómoda, de algodón. Un chándal y unas zapatillas de deporte completarán mi atuendo. Vamos a un gimnasio, vistámonos para la ocasión.
Me recojo el pelo con una pinza sobre la cabeza y tomo esa ducha rápida. Me envuelvo en mi súper maravillosa y gigantesca toalla y comienzo a secarme con movimientos rápidos y enérgicos. Y entonces paro. Sin saber muy bien por qué, me detengo de repente y me dirijo a mi dormitorio donde hay un espejo de pie. Un espejo grande, de cuerpo entero. Y me observo desnuda en él.
Hace mucho tiempo que no me dedico a observarme a mí misma. Mi amiga Inés se pasa media vida mirándose en los espejos porque no le gusta ir despeinada o llevar mal el maquillaje. Dice que no hay nada peor que dejar de cuidarse a una misma y empezar a parecer desaliñada.
Me acerco algo más al espejo y me fijo bien en mi rostro. Casi siento miedo de mirar más abajo. Por ello, me concentro en mi cara. Mis ojos se ven hoy algo tristones. Mi pelo necesita un nuevo tinte. Tan solo hace tres semanas que lo teñí la última vez. Me encargo yo misma, aquí en casa. Es fácil, es de color castaño claro y existen infinidad de tintes de esa tonalidad. Pero lo cierto y verdad es que cada vez me dura menos el dichoso tinte de las narices.
Mi rostro se ve pálido. Las raíces blancas que comienzan a surgir traicioneras en la base de mi pelo, junto con la falta total y absoluta de maquillaje, hacen que parezca enferma. Para colmo de los colmos, estas dichosas manchas que han empezado a salirme en la cara. Tendré que comprarme algún protector solar de esos de pantalla total. Sonrío para mis adentros. Con quince años, esto eran pecas. Con treinta y nueve, son manchas solares.
Luego me retiro un poco del espejo para tomar algo más de conciencia sobre mi cuerpo. Mis brazos parecen ser más redondeados y me temo que al levantarlos cuelga de ellos algo que antes no estaba ahí. Claro que he ganado unos kilitos desde que nació mi pequeña Maia, que por cierto, ya tiene ocho años. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo.
Mis pechos no están nada mal, aunque quizás también estén un poco más bajos que antes. Pero lo que de veras llama mi atención es mi nuevo amigo grande, hermoso, redondeado, incitador a todas las dietas posibles, habidas y por haber, y de las que nunca jamás fui capaz de llevar a cabo. Mi gran amigo el michelín. Cada vez gana más terreno el condenado. Cuando empezó a salir, bromeaba diciéndole a Fernando que me lo estaba dejando crecer en honor a la conocida marca de neumáticos. Ahora ya se ha apoderado de mí el desagradecido.
No estoy gorda, pero tampoco estoy delgada. Mi cuerpo está raro. Distinto. Mis glúteos también parecen haber bajado. Y mi piel aparece muy rara en las piernas. Surquitos asquerosos, los llamaría yo. ¿Qué ocurre aquí? ¡Maldita ley de la gravedad!
Esta no soy yo. Es una señora mayor que se ha metido en mi espejo. Dejo de observarme y me dirijo de nuevo al cuarto de baño. De pronto me siento un poco mareada… un poco… no sé, no me encuentro bien.
La habitación empieza a inclinarse y, de pronto, todo está tumbado. ¿O soy yo la que está tumbada? Me pitan los oídos y veo unas manchas amarillentas y anaranjadas frente a mí. Cierro los ojos un momento y todo se calma. Huelo un suave perfume, escucho una suave melodía y siento como si debajo de mí hubiese hierba fresca en lugar de un terrazo frío.
“Mi adorada esposa, eres la mujer más hermosa del mundo, la más bella, mi amor, mi vida…”.
Abro los ojos con rapidez, asombrada y asustada. Ya no escucho música y siento de nuevo la dureza del suelo. También ha desaparecido el suave perfume. Esa voz… Me ha hecho sentirme diferente por un instante, fuerte, incluso hermosa. ¿Me habré golpeado la cabeza al caer sin darme cuenta? ¡De dónde ha salido esa voz! Una voz vibrante que me llamó esposa…, pero que no era la voz de Fernando.
Noto un agujero en la boca del estómago y me falta el aire. Me siento aturdida. He tenido que perder el conocimiento un instante aunque yo crea que no. No encuentro otra explicación.
El espejo me devuelve un rostro pálido y unas ojeras marcadas. Y justo al lado del espejo, el reloj me recuerda que estoy parada en el tiempo. ¡Tengo que vestirme! La más bella… y un pimiento, pienso enfadada mientras, aun temblando, cojo mi elegante, cómodo y amplio chándal azul.
– 5 –
–Tienes que animarte un poco, Helena, verás cómo te alegras de esto –me dice mi traicionera cuñada.
–Vamos a estar estupendas de aquí al verano –añade Inés con una sonrisita confabuladora.
–¿De aquí al verano? ¡Pero si el verano acaba de terminar! ¿No podemos volver en junio? –pregunto yo.
–¡No seas boba! –casi me pega Carmela.
Señor, ya es tarde. Aquí estamos las tres discutiendo sobre el tema, por así denominarlo, en el aparcamiento del gimnasio Líneas, un nuevo gimnasio para mujeres repleto de una serie de máquinas ideales para el cuerpo femenino. Y digo yo, ¿serán tan fantásticas como para ponerte en forma con tan solo apuntarte al gimnasio?
Inés quería ir a uno mixto, pero Carmela le dijo que si Ángel se enteraba que iba en pantalones cortos y hacía determinados movimientos ante otro tío, se iba a montar gorda.
Yo, como siempre, neutral. Si es que soy así, como el queso de un sándwich. Es más, mi hija Selena, la mayor de mis dos pequeñas, ya me dice a sus catorce años de edad que, o me espabilo, o me espabilan.
–¡Mamá, que a los tontos se los comen por sopas!
–Y a los nerviosos le dan ataques al corazón, cariño.
Es muy probable que lleve razón y, en un par de años o tres, alguien me engulla junto a un trozo gigantesco de pan.
Mi hija mayor está en el Instituto, cursando el tercer curso de la ESO. ¿Qué tipo de educación seria denomina a un ciclo tan importante de la vida como ESO? Lo cierto y verdad es que los catorce no son una edad fácil. Ella es prudente, simpática, inteligente, muy guapa. Cabello rubio a media espalda, ojos marrones, complexión media, moderna. Amante de la ecología y casi herbívora. En este caso, las alitas de pollo me salvaron de que realmente lo fuese.
Por su parte, mi pequeña Maia tiene el pelo del color del chocolate, como el mío, y sus ojos también son marrones. Ninguna de mis hijas ha heredado los bellos ojos azules de su padre (qué le vamos a hacer, cosas de la genética).
Cuando Maia nació, nos dijeron a su padre y a mí que tenía un pequeño problema en una cadera. El tiempo nos diría si era algo temporal, o por el contrario, algo serio y permanente. Conforme comenzó a crecer y empezaron a hacerle pruebas médicas, comprobamos que no tenía nada de importancia, pero que su pierna derecha es ligeramente más corta que su pierna