Brumas del pasado. Margarita Hans Palmero

Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero


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lanza un grito de júbilo que hace que varias personas se giren hacia nosotras.

      –No te arrepentirás, Helena. Ya verás.

      –Ya me estoy arrepintiendo –mascullo rebañando con una fuerza innecesaria mi copa de helado.

      Desde que tengo uso de memoria esto ha sido así. Carmela es mi amiga, además de mi cuñada. Siempre es fuerte y toma decisiones sin dudar. Inés es una especie de punto medio, mientras que yo soy la que siempre cede. Levantar la voz, llevar la contraria, o poder dar mi opinión sin estar segura de no quedar en ridículo, me hacen callar muchas veces.

      –¡Gracias, Helena!

      Sí, sí, gracias, pero la he cagado. ¿Quién quiere hacer deporte y sudar? Miro mi copa de helado. Ya está vacía y de pronto, sin saber por qué, siento deseos de llorar. Imagino que de pura frustración. También siento deseos de pedir otra copa de helado extra.

      Pero mi mente se distrae. Una música suave, melodiosa, comienza a escucharse en cierta forma… lejana, pero a la vez, como si con suavidad me envolviese. Es como la melodía que me pareció escuchar en casa antes de salir. Sin darme cuenta, empiezo a mecerme con ella. Es hermosa y me hace sentir muy bien. Cierro los ojos por un momento, solo un instante, y me parece sentir una tibieza en mi hombro, como si alguien me rozase, así que abro los ojos de inmediato. Asombrada observo que Inés y Carmela siguen hablando sin parar y la música ya no se escucha.

      –¿Qué ha pasado con la música?

      –¿Qué música? ¿Ves, cuñada? ¡Necesitas deporte! Ya escuchas en el silencio –me dice sonriendo.

      Pero yo he escuchado una música suave.

      –Ahora solo nos queda marcharnos a casa a ponernos guapas. ¡Esta noche retrocedemos en el tiempo hasta el mercado medieval!

      –Esto…, chicas…, tengo algo que deciros.

      –¿No irás a echarte atrás, verdad? –me pregunta Inés.

      –No. Pero tal vez vaya acompañada con mis hijas. Fernando tiene una reunión de negocios muy importante y puede regresar tarde.

      –Eso no es problema. Iremos todas. Cinco buscadoras de secretos.

      –Ay, Carmela. Tú y tu imaginación desbordante.

      –La vida hay que tomarla así, como una aventura. De lo contrario, un día puedes levantarte sintiéndote apartada de todo.

      Ha intentado que su tono sea normal, pero a mí no me engaña. Esa actitud no es propia de ella.

      –¿A las ocho entonces? –pregunta Inés.

      –A las ocho menos cuarto te recojo en tu casa y pasamos por Helena y las niñas. ¿Es buena hora, Helena?

      –Sí. Para esa hora ya habrán terminado los deberes y eso.

      –Hasta luego entonces, chicas. ¡Estoy impaciente por que empecemos a ponernos en forma! –vuelve a insistir Carmela.

      –Sí, yo también –le contesto irónica.

      A pesar de que Carmela ha intentado animarse en el último instante, sé que algo no va bien. Supongo que habré de esperar para conocer la respuesta.

      De repente soy consciente de la hora. He de recoger a mis hijas del colegio y del instituto. Miro mi reloj de pulsera y veo que ya son las dos. Tengo menos de quince minutos para llegar al primer punto de encuentro, y a veces el tráfico se vuelve imposible.

      –Chicas, tengo que irme.

      –¿Te dará tiempo a todo? ¿Quieres que recoja yo a alguna de las chicas? –me pregunta Inés.

      –No, gracias, pero tengo que irme ya.

      –Vale, nos vemos luego.

      Inés se sube a su pequeño Nissan Micra de color marfil. Es tan amable y cariñosa que no entiendo cómo la madre naturaleza no la ha bendecido ya con lo que más desea en este mundo: ser madre.

      Ella y Marcos llevan ya casi quince años de matrimonio y siguen sin tener descendencia. Mi amiga intenta aparentar normalidad, pero yo sé que está agobiada, cada vez más. Tanto ella como Marcos son profesores, y concretamente Inés, ejerce en la actualidad como profesora del primer ciclo de preescolar. Chicos de tres años. Con sus caritas sonrientes, sus comentarios graciosos y sus mentes de ángel.

      Carmela y yo subimos al coche. Voy a dejar a mi cuñada en el taller. Al parecer, Ángel le está haciendo una puesta a punto a su coche. Ello me da la oportunidad perfecta.

      –Carmela, me gustaría que fueras sincera conmigo. ¿Qué te pasa?

      –¿A mí? Nada.

      –Carmela… –insisto.

      –No me pasa nada, Helena. ¿Por qué piensas que ocurre algo? ¿Por lo del gimnasio?

      –Por tus ojos. Por tus frases a medias, por tu insistencia casi enfermiza con lo de inscribirnos en el gimnasio, y porque te estás comiendo las uñas camino del taller.

      –¡Joder, Helena! ¿Por qué eres tan condenadamente intuitiva?

      –Mamá naturaleza, que me dio esta percepción –bromeo–. Cuéntame.

      –No es nada relevante. Es solo que últimamente Ángel está raro. Le noto preocupado, nervioso, ausente. Cuando le pregunto qué le ocurre me dice que nada, pero sé que oculta algo. Pensé que podía ser algo relacionado con el trabajo, pero… él insiste en que todo va bien.

      –¿Desde cuándo le notas así?

      –Desde hace casi cinco meses.

      –Y los chicos, ¿han notado algo?

      –Si lo han hecho, no me han dicho nada. Ya sabes que yo no tengo esa comunicación que tú tienes con las chicas.

      –¿Yo? Se llevan genial con Fernando. Yo soy más bien la mamá quita problemas.

      –Eso no es cierto y lo sabes. Te quieren con locura.

      –Y me vuelven loca en igual proporción. Pero no me cambies de tema, listilla. ¿Qué más has notado?

      –Está muy distante.

      De pronto calla y noto que duda si continuar con su revelación o no. Veo cómo se estruja las manos y se muerde el labio. Mi inamovible amiga Carmela, ¿nerviosa? Ahora sí que estoy segura que ocurre algo importante.

      –El otro día salí de la ducha con un conjunto de encaje morado transparente, muy, muy sugerente y él ni lo notó.

      –Por favor, Carmela. ¿Después de tantos años? Estaría cansado o no se daría cuenta de que era nuevo.

      –Créeme, Helena. Él siempre se da cuenta de esas cosas. Te lo aseguro.

      Ante esta confesión no sé qué decir. Tampoco es tan raro que tu marido no se fije en la lencería nueva. Fernando nunca lo hace. Pero es normal, la rutina del día a día, el trabajo, las niñas…

      –No creo que estés así por un conjunto de lencería.

      Ella sigue hablando como si no hubiese escuchado mi comentario. Su vista parece fijarse en un punto concreto en el horizonte.

      –Antes hacíamos mucho el amor –me dice de repente mirándome de forma fija.

      –Carmela, tesoro, lleváis veintisiete años casados. Es normal que la cosa haya caído un poco, no le des más importancia.

      –No soy tonta, Helena. Hace ya bastante tiempo que pasamos de follar como conejos a hacerlo diez o doce veces por semana y después a tres o cuatro. Lo normal.

      Ay, madre. ¿Se estará burlando de mí? ¿Después de veintisiete años juntos me está hablando de hacer el amor tres o cuatro veces a la semana?


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