Los potenciales psicologicos en la espiritualidad. Ramón Rosal Cortés

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en lo esencial, seamos plenamente conscientes del hecho de que estamos vivos y de que vivamos esta vida en su plenitud sin las distracciones que nos tientan (Ibidem, pp. 19s.).

      Cuando la persona logra prestar suficiente atención a este tercer nivel de la experiencia vital básica, de tal forma que los otros dos niveles queden bien integrados en ella, habrá alcanzado lo que Panikkar denomina “experiencia integral de la Vida”.

      Si tuviera que esbozar con mis palabras esta experiencia integral de la vida diría que es la vivencia completa tanto del cuerpo, que se siente vivir con palpitaciones de placer y dolor, como del alma, con sus intuiciones de verdad y sus riesgos de error, añadidas a las fulguraciones del espíritu que vibra con amor y repulsión […] La experiencia de la Vida es corporal, intelectual y espiritual al mismo tiempo. Igualmente hubiéramos podido decir que es material, humana y divina –cosmo-teándrica (Ibidem, p. 27).

      Todo ser humano tiene –aunque sea en potencia, como una capacidad que puede o no cultivar– la experiencia de la espiritualidad, una experiencia que no nos deshumaniza sino que como seres humanos nos enriquece. “Nos hace ver que nuestra vida es más (no menos) que pura racionalidad” (Ibidem, p. 21).

      En general parece que los autores utilizan el término mística para experiencias espirituales excepcionales por su profundidad e impacto, y al decir “excepcionales” no me refiero a aquéllas en las que ocurren fenómenos extraordinarios como visiones, locuciones, levitaciones, etcétera, que en la espiritualidad cristiana –y en otras– es considerado algo secundario, y que debe evitar sobrevalorarse cuando ocurren. Pero no faltan autores que utilizan el término “mística” como equivalente a espiritualidad. Personalmente opto por la primera posición. No voy en este apartado a detenerme en la experiencia de la mística, ya que en el siguiente recogeré su definición por parte de Martín Velasco, al diferenciar tres tipos o niveles de “experiencia religiosa”. De todas formas veo procedente adelantar aquí un párrafo de la antropóloga puertorriqueña López-Baralt que percibo como una satisfactoria definición descriptiva.

      Es radicalmente imposible describir con precisión el fenómeno místico; por fuerza hay que acercarse de manera aproximativa a ese instante supremo en el que el ser humano percibe, en un estado alterado de conciencia y más allá de la razón, de los sentimientos, del lenguaje y del espacio-tiempo, la unidad participante con el Amor infinito. Muchos místicos como la madre Ana de Jesús, destinataria del cántico espiritual de Juan de la Cruz, han reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis o experiencia directa de Dios que acontece sin mediación alguna (López-Baralt, 2005, pp. 617s.).

      Y como síntesis de lo propio de toda mística en el marco de una cosmovisión religiosa teísta, Grom ofrece este párrafo:

      Según esto, los místicos teístas entienden la unio mystica no como una identidad ontológica con Dios, sino como una compenetración, como un estar el uno dentro del otro (“Yo estoy en ti y tú estás en mí”) como una unión con el amado (desposorios místicos, mística nupcial), o como un “desaparecer” (en árabe fana), en el sentido en que lo entiende el sufismo. Los autores cristianos e islámicos han descrito a veces la unión mística como identidad entre los hombres cognoscentes y el Dios conocido –como ya antes que ellos hizo Plotino– pero en la mayoría de los casos han entendido estas afirmaciones como expresión de una vivencia subjetiva y no como una afirmación ontológica (Grom, 1994, p. 378).

      1.2. El resurgimiento en el cristianismo del interés

       hacia lo experiencial

      1.2.1.El cristianismo: una “religión profética” en la que

       se ha valorado también lo místico

      Al referirme a las influencias que hayan podido ejercer sobre el cristianismo, algunas variantes de las tradiciones religiosas hindúes y budistas, he resaltado su probable contribución, durante los últimos decenios, en la recuperación del interés hacia lo experiencial y lo místico por parte de grupos cristianos.

      Algunos sectores del cristianismo, cansados por una sensación de exceso de institucionalización –de precisiones doctrinales, directrices éticas, normativas litúrgicas– se han sentido atraídos hacia estas religiones más desorganizadas, y menos responsabilizadoras respecto a los problemas del mundo. Otros, en cambio, han permanecido en las iglesias cristianas pero han redescubierto, tras contactos con maestros asiáticos –o europeos– de formas diversas de meditación yoga, zen, y otras, la importancia de las experiencias del silencio, la contemplación religiosa, la meditación, la oración personal genuina, etc. Han recuperado el respeto hacia la dimensión experiencial contemplativa, meditativa y mística que estuvo presente en distintas corrientes de la historia de las espiritualidades cristianas.

      La fe incluye en sí misma la dimensión experiencial o de la praxis cristiana. La teología, pues, para ser fiel a sí misma, no podrá limitarse a su dimensión cognoscitiva de la revelación, sino que deberá tomar en consideración la reflexión sobre “lo vivido” de la fe eclesial. La falta de un polo o del otro provocaría la disolución. En otras palabras, “fe creída” y “fe vivida” son las dos caras de la misma moneda: “la experiencia vivida cristiana” (García, J.M., 2015, p. 228).

      Pero veo conveniente informar sobre alguna de las causas principales por las que surgió una actitud de recelo respecto a lo experiencial en las Iglesias cristianas, tanto por parte de teólogos como de autoridades eclesiales. E informar también de la superación de esta actitud tras el Concilio Vaticano II.

      Es algo sabido que el cristianismo es incluido, por los fenomenólogos de la religión, entre las calificadas como “religiones proféticas” –al igual que el Judaísmo y el Islam– diferenciadas de las denominadas “religiones místicas”, principalmente el Hinduismo y el Budismo. Efectivamente, una característica destacable del cristianismo es la del papel relevante que se concede en su historia a estos personajes llamados profetas, que en algún momento de su vida se sintieron convencidos de ser receptores de un mensaje y encargo divino, que les destinaba a llevar a cabo una especie de revolución espiritual, una reclamación, a los habitantes de su entorno, para que se decidiesen a experimentar cambios profundos en sus estilos de vida, en su forma de pensar, sentir y actuar. Ya expliqué en otro lugar (Rosal, 2011, cap. 2) los argumentos a favor de que los profetas no podían ser ni alucinados, ni falsarios moralmente corruptos. Para nosotros los cristianos, el profeta que llevó a su plenitud el mensaje de los antiguos profetas de Israel fue Yeshúa de Nazaret aunque él era más que profeta. Dado el carácter extraordinario de su unión con la Divinidad, él fue realmente la imagen humana de Dios. Al igual que los anteriores profetas, a pesar de la importancia que concedía a la plenitud del reinado divino después de la muerte, dejaba claro su interés en que sus seguidores se sintiesen integrados en este mundo y contribuyesen en su transformación humanizadora. Ahora bien, este énfasis que se dio siempre en el cristianismo –como “religión profética”, a diferencia de las “religiones místicas” – en la importancia de tener iniciativas y proyectos para la construcción de una “Nueva Humanidad”, es decir, su énfasis en la “acción en el mundo”, en su implicación en las realidades profanas o seculares (familia, trabajo profesional, ciudadanía, política, ciencia, arte, etc.), no debe conducir a creer que no concedió importancia a la dimensión “contemplativa” de la experiencia religiosa. Bien es cierto que una clara diferencia de las iglesias cristianas respecto a las “religiones místicas” –todavía más acentuada en la Iglesia Católica– ha sido su gran interés en precisar lo esencial de los contenidos de su fe o su credo –sus dogmas–, como también sus normativas éticas y litúrgicas, la distribución de responsabilidades entre sus miembros laicos o clérigos, y las estructuras de la institución eclesial. Pero esto no debe conducir a pensar que en la historia del cristianismo no se haya concedido relevancia a las experiencias de los místicos.

      Basta hojear, por ejemplo, los cuatro volúmenes de la obra de Elémire Zolla (2000): Los místicos de Occidente, con un total de unas mil ochocientas páginas, para percatarse de la cantidad de testimonios –parte de ellos escritos– de hombres y mujeres místicos, es decir, de su abundante presencia en nuestra historia. Y teniendo en cuenta que entre los distintos niveles de experiencia religiosa el más profundo


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