Los potenciales psicologicos en la espiritualidad. Ramón Rosal Cortés

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e importante.

      A pesar de lo dicho, hay que reconocer que se han dado períodos de la historia en los que, por parte de las autoridades eclesiales, y a veces también de los teólogos, prevaleció una actitud de desconfianza y recelo respecto a lo experiencial y, especialmente hacia los místicos. En la historia más reciente esta actitud se produjo, sobre todo, como reacción ante algunas teorías de los teólogos de la corriente que se denominó el “Modernismo”, que surgió a finales del siglo XIX. Aunque fueron muy variadas las teorías modernistas que fueron descalificadas por el magisterio del papa Pío X, adhiriéndose a las críticas presentadas por teólogos de la corriente neoescolástica, aquí sólo me interesa referirme al tema de la experiencia religiosa.

      1.2.2. Énfasis del Modernismo en lo experiencial

      El común denominador del movimiento fué convertir la experiencia religiosa –en oposición al conceptualismo de la neoescolástica oficial– en criterio decisivo de la relación del hombre con Dios. Lo lograba asumiendo elementos de la tradición ilustrada y romántica (sobre todo de Schleiermacher) (Vilanova, 1992, p. 644).

      El teólogo de la corriente modernista que ofrece una exposición más completa y sistemática de la misma fué el inglés Tyrrel. Abordando el tema de la revelación planteó la necesidad de aclarar si ésta

      consiste en determinadas formulaciones divinas o en determinadas experiencias espirituales que el hombre traduce a formulaciones que, si bien inspiradas por estas experiencias divinas, no son formulaciones divinas, sino humanas (Tyrrell, “Revelation as Experience”: an unpublished lecture of G. Tyrrel. Heythrop Journal 12 (1971) 117-149. Cit. en Maggiolini, 1996, p. 198).

      Según Tyrrell, la teología neoescolástica –que era la que más influía en los documentos del magisterio de la Iglesia– no reconocía claramente la imposibilidad de pretender hablar de modo adecuado sobre Dios y sobre la revelación divina, teniendo en cuenta las limitaciones de los pensamientos y palabras humanas. Este interés, por parte de Tyrrel, de subrayar el carácter inefable de la realidad divina muestra en principio –si prescindimos de las conclusiones a las que luego llegó– una actitud muy respetable y valiosa. En el fondo, como señala Schillebeeckx, parece encajar bien con el pensamiento de Tomás de Aquino, sumamente prudente cuando formulaba afirmaciones sobre la divinidad.

      El estudio histórico de santo Tomás muestra que, aunque él no había conducido la cosa hasta el fondo, ya había enseñado que no podemos aplicar nuestros contenidos conceptuales como tales a Dios, como si un solo y mismo contenido conceptual –por ejemplo, la bondad– valiese analógicamente para la criatura y para Dios. Para él el contenido conceptual de bondad es sólo la perspectiva dentro de la cual hemos de situar la bondad de Dios, sin que sepamos cómo es también propiamente aplicable a Dios […] Sabemos que Dios es bueno, si bien el contenido conceptual de bondad sea el de una bondad creada y su modo divino se nos escape (Schillebeeckx, 1970, pp. 190s.).

      A la cuestión planteada, Tyrrel concluyó respondiendo que el resultado de una revelación divina no ha podido consistir en fórmulas o proposiciones que den lugar al conocimiento de verdades. Lo que el receptor de una revelación haya podido captar ha consistido en una experiencia de la realidad, de modo similar a lo que se capta en las experiencias de la belleza y del amor. Para Tyrrel, experimentar la fe en una revelación no consiste, ante todo, en reconocer que haya razones a favor de la credibilidad de unos determinados mensajes o verdades de origen divino comunicadas por un profeta o por Jesucristo, sino que ante todo consiste en una experiencia interior y personal del creyente. Tyrrel no cree pensable que se trate de un mensaje divino, en lenguaje conceptual, dirigido a la inteligencia del profeta.

      En otras palabras, la enseñanza de lo externo debe evocar una revelación en nosotros mismos, la experiencia del profeta debe convertirse en experiencia para nosotros. Y nosotros respondemos a esa revelación con el acto de fe, reconociéndola como palabra de Dios en nosotros y para nosotros. Si no estuviera escrita ya en lo profundo de nuestro ser, donde el espíritu está enraizado en Dios, no podríamos reconocerla (Tyrrell: Revelation and Experience, p. 305), Cit. en Maggiolini, 1996, p. 199).

      Schillebeeckx resume esta interpretación modernista de la revelación diciendo que “en la predicación externa de la Iglesia el creyente reconoce aquello que él experimenta interiormente” (Ibidem, p. 185). La revelación no consiste en comunicación de verdades, sino en la experiencia de un contacto místico con Dios, por parte del creyente.

      Sin embargo, este contacto informulado, no conceptual, con Dios que se revela, es expresado y formulado espontáneamente en una especie de “conocimiento profético” cuyos elementos son tomados de la cultura contemporánea del profeta que recibe la revelación (Schillebeeckx, 1970, p. 184).

      Vemos, por lo tanto, cómo Tyrrell –que representa con estas afirmaciones la posición característica de los modernistas, respecto a esta cuestión– muestra una actitud que viene a ser la antítesis del excesivo racionalismo de los neoescolásticos de su época. Tyrrel tiene una idea de lo experiencial en la que no se integra la actividad conceptual de la inteligencia. A veces parece caer en un reduccionismo afectivo o emocional respecto a la experiencia. Ya Romano Guardini se quejó de esta tendencia en su época.

      Nos encontramos, ante todo, con una tendencia a considerar el mundo –es decir, el contexto de lo inmediatamente experimentable– como lo único real y relevante, y partir únicamente de él para dar respuesta a los problemas de la vida (Guardini, 1997, p. 424).

      1.2.3. La idea de una experiencia de revelación sin

       captación de verdades provocó su rechazo por

       el Magisterio eclesial

      Una cosa es reconocer que buena parte de los teólogos neoescolásticos de los siglos XVIII y XIX, con su énfasis en subrayar el lugar de la razón en la reflexión teológica, cayesen en un racionalismo excesivamente desentendido de los sentimientos y las intuiciones en la vivencia de la fe (hoy podemos decir: desentendidos de los potenciales psicológicos del hemisferio cerebral derecho), y otra cosa es pretender inhibir la actividad de la inteligencia racional en la vivencia religiosa.

      Es cierto que en algunas épocas, y respecto a algunos grupos humanos, las reflexiones de los teólogos no habrán suscitado interés ni confianza y no habrán sido una ayuda para el fortalecimiento de la fe, a causa de un lenguaje excesivamente racional, frío, y alejado del área de los sentimientos y de las experiencias espirituales profundas (sin hablar de cuando sólo se escribía sobre teología en latín). Pero también es cierto que para otros grupos humanos, para los que sólo es creíble lo que pueda verse bien fundamentado –en especial entre los de mentalidad científica– a quienes inspirará más respeto y confianza una reflexión teológica que parta de hechos históricos científicamente acreditados, y de conclusiones alcanzadas con buenos razonamientos, no les inspirarán confianza, ni les ayudará a una fe cristiana adulta, las meras narraciones de experiencias religiosas subjetivas de supuestos místicos o de personas de gran espiritualidad, que se expresen con un lenguaje movilizador de sentimientos pero que deje en ayunas el hambre de afirmaciones verdaderas razonadas por parte de la inteligencia.

      Hay que tener presente que una de las diferencias entre las religiones místicas asiáticas y las abrahámicas es que en aquéllas no está claro que se dé la experiencia de revelaciones divinas –de comunicaciones de hechos o verdades al ser humano por parte de Dios– aunque sí se dé en ellas la experiencia de la relación y unión con la Divinidad. En todo caso, de admitir en ellas la revelación sería entendiéndola según un modelo diferente de la misma, estrictamente experiencial, sin contenidos cognitivos conceptualizables, tal como señalan, entre otros, Dulles (1992) y Dupuis (2000, 2002), y que Schillebeecks lo resume así:

      Las religiones orientales hablan de la relación con Dios, pero no de la revelación de Dios. No conocen este concepto. Hay en ellas una mística del hombre, que, en su interioridad, encuentra a Dios; una especie de redención realizada por el hombre mismo, que entra en sí mismo y encuentra a Dios en su intimidad. El origen de la revelación con Dios es el hombre mismo.

      Hay una gran diferencia entre estas religiones y las religiones monoteístas: en éstas Dios, como persona, se comunica (Schillebeeckx,


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