Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango
lugares y apelando también a otros medios virtuales: Christine Delory-Momberger, Elizeu Clementino de Souza, José González Monteagudo, Jesús Alberto Echeverri, Maria Conceição Passegui, Daniel Hugo Suárez y sus colegas en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, quienes me invitaron a conversar en distintas aulas y cafés durante una cálida temporada de primavera. A unos cuantos colegas y al sinnúmero de alumnos en la Universidad de Antioquia, y especialmente a los maestros de escuelas y colegios con quienes he tenido la ocasión de compartir tantas ideas y experiencias de ida y vuelta que hemos hecho nuestras sin darnos cuenta. A Juan Diego Tamayo Ochoa, filólogo, por su ojo y oído de poeta aplicados a la primera lectura de los borradores sin concesiones en la corrección de estilo.
1. La educación como acogida
Una vez más, el orden de las razones, todavía útil, por cierto, pero a veces obsoleto, deja su lugar a una nueva razón, acogedora de lo concreto singular, por naturaleza laberíntica... al relato
Michel Serres, Pulgarcita
La narración interminable
Es un tópico recurrente, no solo en las teorías del lenguaje sino en las ciencias humanas en general, hacer referencia al carácter universal del relato en las culturas del mundo, sin excepción, debido a la variedad prodigiosa de géneros o discursos y a los innumerables soportes por medio de los cuales es transmitido: sea el lenguaje articulado, oral o escrito, o de las imágenes fijas o móviles, gestuales o corporales, o bien bajo la forma del mito, la leyenda, el drama, la tragedia, la comedia, la pintura, el cine, el cómic, la conversación de todas las horas. El relato es, en todo caso, omnipresente, existe desde los albores mismos de la humanidad, siendo creado y transmitido a través de generaciones, sin distingos de clase, creencias o grados de dominio técnico; es internacional, transhistórico, transcultural, y está ahí, como la vida, incluso burlándose de la buena y de la mala literatura —como fue definido brillantemente por Roland Barthes en su célebre Introducción al análisis estructural de los relatos de 1966.
El impulso a los estudios sobre el lenguaje específicamente humano que acompaña el tránsito del siglo xix al xx sitúa en el centro de las preocupaciones la cuestión de las variadas formas de expresión mediante las cuales el ser humano produce sentido en relación consigo mismo y con el mundo, servido de un marco de orientación que es el sistema de signos. Los logros de tal esfuerzo intelectual permiten resaltar el papel de la lengua materna en la configuración de los sujetos lanzados a la vida social, al igual que en el reconocimiento de muchos otros sistemas, nombrados por Cassirer (1971) “formas simbólicas”, como son la música, las matemáticas, la mitología, la religión, el arte. A partir de la consideración de la naturaleza intrínseca del lenguaje, se ve claro que la narración cumple un papel mediador determinante en un nivel epistemológico y en un nivel ontológico. Por lo primero, nos es posible conocer a posteriori lo vivido en circunstancias distintas de tiempo y lugar, y aun apropiarnos de las experiencias de otros y hacer eco de la transmisión de conocimientos del pasado a las generaciones por venir; por lo segundo, la narración hace posible que, a priori y durante el acto poiético mismo, lo vivido no se presente solo ni aislado, sino que esté siempre acompañado, esto es, que en el acto mismo de la creación narrativa se prefiguran las vivencias que serán carne y sangre del relato —en correspondencia con el célebre postulado de Heidegger, “el lenguaje es la morada del ser”.
Desde esta perspectiva se mantiene la caracterización del ser humano como un animal symbolicum en virtud de que, a diferencia de otras especies vivas sobre la Tierra, aquel posee una capacidad ilimitada de simbolización expresada en el juego dialéctico entre la síntesis que hace unidad de la diversidad y el análisis que separa en unidades claras y distintas, entre la emoción y la razón, entre el sentimiento y el concepto. El animal symbolicum, entre tanto, es una criatura que reúne las capacidades de razonar y de trascender las contingencias de la vida cotidiana, es decir, una criatura logomítica que comprende —comprehende— su existencia expresada en mitos, símbolos e historias que moldean, a la vez, una vida singular y las señas de identidad de grupos o comunidades enteras. Con estas premisas se desarrolla una teoría que tiene como uno de sus componentes esenciales el así denominado trayecto biográfico. El significado de la palabra trayecto, más que a un mirar atrás, se refiere a lanzar, proyectar adelante, en un movimiento que nos involucra a nosotros mismos, recorriendo los caminos de la experiencia que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte: el enfrentamiento con el mundo, con los otros, consigo mismo, con los enigmas de la vida.
En este orden de ideas, el trayecto biográfico es el proceso de trabajo mediante el cual el hombre busca el sentido de la vida; ese algo que va descubriendo en un mundo complejo, un mundo que se debate entre los extremos de una caída en el caos primigenio y la pesadilla de un orden inquebrantable. En el recorrido del trayecto se configura un espacio-tiempo antropológico en el que se teje la red de símbolos que descubre los vínculos sociales, las representaciones que las personas se hacen de sí mismas y de los otros, las instituciones, en una palabra, las denominadas estructuras de acogida; es este un concepto liminar en la crítica de la cultura contemporánea, formulado por el antropólogo y teólogo benedictino catalán Lluís Duch, anclado en la dimensión simbólica del ser humano que configura un mundo pleno de sentido, un mundo polisémico construido socialmente que se manifiesta en la cultura de su tiempo. Las estructuras de acogida nombran el despliegue de la capacidad simbólica del ser humano materializada en prácticas, conductas e instituciones, las que son apropiadas en el itinerario de formación de los sujetos hasta completar el cuadro de un trayecto biográfico, desde el nacimiento hasta la muerte. Por tanto, más que a un estado, la noción de trayecto remite a un proceso:
La identidad no es un a priori, no es un estado, es obra abierta, es un proceso trabajosamente constituido por el conjunto de las peripecias de una existencia humana (lo que designo con la expresión “trayecto biográfico”), en el que vamos perfilando (con las construcciones y derrumbes pertinentes) nuestra presencia en el mundo. Con fuerza, Levinas señala, creo, con razón, que el ser humano se deja expresar mejor por mediación del verbo que del sustantivo. (Duch, 2008, p. 137).
Para Duch, como para Paul Ricoeur, la caracterización de la identidad en la configuración narrativa rehúsa una postura esencialista que da vueltas en torno a la obviedad expresada en la pregunta de rutina: “¿Quién eres?”, sin poder escapar de la tautología contenida en la respuesta esperada: “Yo”. En lugar de ello, vemos emerger de entre las brumas un rostro que va delineando sus rasgos mediante una selección que irá depurando los registros de memoria de variada duración, con el sacrificio de multitud de detalles perdidos ya para siempre. De este modo se van enhebrando los hilos de una trama narrativa a partir de una operación selectiva de memoria:
¿Qué acaba haciendo, entonces, el prójimo preguntado? Enhebrar los hilos de un relato que, aunque titubeante al principio, va tejiendo hitos y lances ya vividos en un inteligible tapiz, que el narrar va tupiendo. Contar cierta historia para dar cuenta de la identidad supone ir rescatando, por medio de la imaginación y la memoria, algunas vivencias significativas entre las incontables que ya son pasado —muchas de las cuales ni siquiera cabe recordar: irreparable olvido olvidado—. La narración obra pues, de entrada, una peculiar tría que exhuma ciertas vicisitudes a costa de dejar una miríada en la sombra. Y lo exhumado por ella va destacándose sobre el piélago de lo que se sabe olvidado, y sobre todo de lo mucho que se ignora una vez confinado al olvido. (Duch y Chillón, 2012, p. 341).
Es así como se concibe la existencia humana siempre dependiente de la situación, representada en un sujeto de circunstancias, un sujeto actuante en relación con un lugar y un cómo, no una identidad esencial establecida apriorísticamente que se corresponde con una pregunta unívoca por el qué. Es aquí donde cobra forma el universal concreto que somos cada uno de nosotros, en el campo de las relaciones con los otros. En La educación y la crisis de la modernidad, Duch afirma:
Diciéndolo de otra manera: porque el ser humano, indefectiblemente, siempre se encuentra instalado en un lugar (ya sea “hogar”, “paraíso” o “infierno”), jamás es él mismo totalmente presente al margen de “su lugar en el mundo”. Por eso en la pregunta por el lugar se encuentra incluida de forma inevitable la pregunta por la identidad. Es en el hervidero de la interacción social donde las diversas