Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango


Скачать книгу
fuente de experiencias porque es un modelo, no sólo de cómo pensar, sino también de cómo arriesgarse al juego de la identificación-desidentificación personal. (2000, p. 124).

      Es claro, por lo demás, que este complejo juego de fuerzas en tensión que deja huellas imborrables en las vidas de narradores y lectores, emisores y receptores, no podría dejar inmune las posiciones del reconocimiento, el respeto y la diferencia de los interlocutores. Esto es de suyo el campo de la ética. A propósito de cierto comentario de un pasaje de Lévinas, Ricoeur definió la ética como “un cuestionamiento de mi espontaneidad por la presencia del otro”, lo cual insinúa desde ya el trazado de ese otro círculo hermenéutico que completa el itinerario filosófico de toda una vida. Al final de Sí mismo como otro, la “pequeña ética” —así nombrada contradictoriamente con ironía y modestia por su autor, al tiempo que advertía no saber si fingida o no— fue complementada con el argumento de que el juego de sus tres componentes se dejaba proyectar a todos los niveles precedentes del conjunto de una obra informada por el signo ternario en los órdenes de la teoría del discurso (que vincula locutor, interlocutor e institución lingüística), la teoría de la acción (agente, colaborador u oponente y campo práctico) y la teoría de la narración (donde se imbrican las historias de unos y otros que configuran la trama narrativa de las propias instituciones). Considerada desde este ángulo, la “pequeña ética” representa la sinopsis de un trayecto dividido en tres momentos: el de la ética, el de la moral y el de la sabiduría práctica (phrónesis). La génesis de su creación es expuesta en los siguientes términos por su autor:

      Para la ética, que considero más fundamental que toda norma, propuse la definición siguiente: deseo de vivir bien con y por los demás en instituciones justas. Esta terna vincula el sí aprehendido en su capacidad original de estima, con el prójimo, vuelto manifiesto por su aspecto, y con el tercero, portador de derecho en el plano jurídico, social y político. La distinción entre dos tipos de otro, el tú de las relaciones interpersonales y el cada uno de la vida en las instituciones, me pareció bastante fuerte para asegurar el pasaje de la ética a la política y para dar un anclaje suficiente a mis ensayos anteriores o en curso referidos a las paradojas del poder político y las dificultades de la idea de justicia. En cuanto al pasaje de la ética a la moral, con sus imperativos y sus interdicciones, me parecía exigido por la ética misma, pues el deseo de una vida buena encuentra la violencia bajo todas sus formas. A la amenaza de esta última replica la interdicción: “No matarás”, “No mentirás”. Finalmente, la sabiduría práctica (o el arte del juicio moral en situación) parecía requerida por la singularidad de los casos, por los conflictos entre deberes, por la complejidad de la vida en sociedad, donde la elección es más frecuente entre el gris y el gris que entre el negro y el blanco, y en último término, por las situaciones que llamé de penuria, donde la elección no es entre lo bueno y lo malo, sino entre lo malo y lo peor. (Ricoeur, 2007, p. 82).

      Son estos criterios los que marcan la distancia que separa, por un lado, el adoctrinamiento que pretende “fabricar” seres de “pensamiento único”, ávidos de dogmas y, por otro, la autoformación que provee aptitudes en la toma de decisiones justas y razonables según las circunstancias variables de la vida social. Es del caso hacer mención al incomparable Proust, en quien hallamos una conjunción admirable de autoformación y sabiduría entendida como una actitud ante la vida y como aquello que va más allá de la enseñanza de “nobleza de alma y elegancia moral” en la escuela, como se desprende de este fragmento en A la sombra de las muchachas en flor:

      La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o el preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. (Proust, 1996, p. 499).

      Estamos hablando de una sabiduría práctica que se encarna en la figura de un profesor debidamente preparado para adelantar las prácticas pedagógicas en el aula, a la manera como son descritas por Philip Jackson mientras enhebra sus recuerdos personales del paso por la escuela, inspirado en la visión poética de William Blake en Enseñanzas implícitas:

      Quienes enseñamos debemos aprender a ver, si no ya un mundo en un grano de arena o el cielo en una flor silvestre, al menos el interés que se esconde detrás de una mirada atenta, el hosco aburrimiento contenido en el silencio que sigue a una pregunta dirigida a toda la clase, la tensión que claramente cruje a lo largo de todo el salón cuando se está tomando una prueba, la ilusión expresada en el impulso súbito de una mano que se levanta. (1999, p. 124).

      Como queda dicho atrás, una noción fundamental en la estrategia discursiva de Ricoeur, compartida con las más conspicuas tendencias historiográficas inspiradas en la escuela de Annales, es la huella como un recurso útil en la reconfiguración del tiempo. En efecto, ya Marc Bloch había definido que el conocimiento por huellas es la característica principal de la observación histórica: “¿qué entendemos por documentos sino una “huella”, es decir, la marca que ha dejado un fenómeno, y que nuestros sentidos pueden percibir?” (1975, p. 57). Y si de huellas mnemónicas se trata, cómo no citar nuevamente a Proust, quien enaltece en este fragmento la función gnoseológica del recuerdo de olores y sabores, encarnados para él en la célebre magdalena mojada en la taza de té:

      Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las casas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo. (1996, p. 63).

      Por esta senda llega la apuesta de la microhistoria por una investigación histórica cimentada en un paradigma indiciario, de acuerdo con la noción propuesta por Carlo Ginzburg, autor de El queso y los gusanos, el bestseller que inaugura la denominada escuela de la microhistoria. Pero es especialmente en el artículo titulado “Indicios. Raíces de un paradigma de inferencias indiciales” (2008) donde Ginzburg presenta ampliamente la visión y el método de investigación basado en el rastreo de las huellas, desde aquel remoto origen en que el hombre antiguo hubo de detenerse a contemplar las huellas impresas en las arenas de las playas del río, más tarde en las artes adivinatorias, la medicina, la filología, hasta abarcar las novelas policíacas o de misterio, y culminar en la modernidad con la exaltación del psicoanálisis, la semiótica y la adopción del sistema de identificación digital por parte de los poderes del Estado. Huellas, indicios, signos o síntomas, según fuere el caso, que configuran los antecedentes a partir de los cuales se desencadena el trabajo del investigador. En palabras de Leonor Arfuch, es el momento de aparición de una “mirada semiótica sobre la modernidad” (2007, p. 180), que reúne investigación lógica, encuesta oral, semiología y periodismo.

      Las consecuencias del reconocimiento de las huellas, ideales o materiales, en la comprensión amplia y plural de la experiencia humana, serán de nuevo retomadas en el capítulo 2, donde se pretende mostrar la confluencia de las múltiples miradas provenientes de la historia, la sociología y la etnografía, en la configuración del campo de investigación social basado en las historias de vida.

      La alteridad: yo soy otro

      La historia de la literatura constituye un acervo de figuras, personajes heroicos o comediantes, trágicos o malvados, sabios o pedantes, enviados por el autor como ángeles mensajeros para ver lo que nunca podría ver de cerca por sí mismo. Al evocar la navegación de Ulises y su retorno a Ítaca, el descenso a los infiernos de Virgilio, los combates del Cid, los viajes a la luna o al centro de la Tierra de Julio Verne, los detalles de amoríos e infidelidades de Flaubert, el lector iniciado fácilmente capta cómo el autor “se desdobla, se externaliza, de tal manera que ese otro, ese lugarteniente, se pone a escribir en su lugar. Lugarteniente de pensamiento, el enviado hace las veces de autor” (Serres, 2015, p. 61). Cuando el imberbe Rimbaud hace suyo el grito de combate: “Yo soy otro”, no hace más que renovar el gesto del asombro ante la extrañeza del otro que viene a nosotros desde un tiempo primigenio.

      De


Скачать книгу