Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango
de los individuos y colectividades. Todo ello lo condujo a plantear en el segundo tomo de Tiempo y narración un programa de investigación que superara los límites del lenguaje filosófico propiamente dicho.
Siendo así, el camino elegido es el de la fenomenología hermenéutica, que busca explicar para comprender mejor, a partir de superar la división vigente en un paradigma de racionalidad moderna que mantenga, por una parte, las ciencias que explican la naturaleza de las cosas a partir del establecimiento de causalidades, regularidades, predicciones y leyes y, por otra parte, las ciencias humanas comprensivas más atentas a la excepcionalidad, la incertidumbre y el acontecimiento. La apuesta epistemológica pasa por entender que toda cuestión sobre un ser cualquiera es una cuestión por el sentido, en donde la pregunta fundamental que informa esta concepción narrativa es: ¿Qué sentido tienen las acciones que son dichas, deseadas o realizadas efectivamente por los grupos o los individuos? Y desde ahí, explicar por qué la gente hace lo que hace y cómo lo hace —una fórmula que habría de convertirse en el santo y seña de la etnometodología—. La etnometodología es una corriente sociológica que define los etnométodos como equivalentes a los razonamientos prácticos que la gente se hace en las diferentes situaciones de la vida cotidiana. Así, por ejemplo, las razones que nos asisten al momento de elegir el vestido adecuado en circunstancias disímiles, bien sea en cuanto señal expresiva de luto o duelo o jolgorio o solicitación burocrática, o el modo de decoración y distribución de los lugares conforme a la clase de actividades que han de llevarse a cabo, o las modalidades discursivas específicas en las diversas situaciones; todas ellas forman parte de una serie de razonamientos prácticos que imprimen sentido a las variaciones plurales de la interacción social. En resumen, cómo captar el sentido se encuentra en el corazón de las indagaciones hermenéuticas narrativas.
La teoría narrativa elaborada por Ricoeur reconoce en la palabra griega mythos (trama) una raíz epistémica que porta el significado, no de una estructura estática, sino de una operación compuesta de varios elementos: un modo de organización y exposición de los hechos que da origen a una historia singular, diferente a una sucesión más o menos caótica; una estrategia de equilibrio de la concordancia sobre lo discordante o de la discordancia concordante; y a modo de síntesis de estos dos, justamente el engaste del relato en la línea del tiempo. Es así como se configura, en los términos de Aristóteles, la inteligencia narrativa, incluso a pesar de ser considerada inferior a la inteligencia lógica o teórica, la que es nombrada por los antiguos griegos con la palabra phrónesis y traducida en lengua latina como prudentia.
Otros autores como Hannah Arendt reprochan la visión formalista de Ricoeur, aun validos del uso de las mismas nociones que sellan una relación inseparable entre la teoría de la acción y la teoría del discurso. Para esta filósofa, la palabra llena el espacio de la polis en donde tiene lugar la aparición en público del yo ante los otros, según el comentario de Julia Kristeva:
Lugar del inter-esse, del entre-dos, ese modelo político no se basa por lo tanto en nada más que en “la acción y la palabra”, pero nunca en una sin la otra. ¿Qué palabra? [...] Es la phrónesis, la sabiduría práctica, o prudencia, o incluso perspicacia juzgante (que hay que distinguir de la sophía, sabiduría teórica) que apuntala a la palabra en la “red de las relaciones humanas”. Habrá que encontrar un discurso, una lexis, que pueda responder a la pregunta “¿Quién eres tú?”, implícitamente dirigida a todo recién llegado, y concerniente tanto a sus acciones como a sus palabras. Este será el papel del relato, de la historia inventada que acompaña a la historia verdadera. Arendt, interpretando a Aristóteles, propone una articulación entre esas dos historias, articulación que por su originalidad se distingue de teorías formalistas del relato como la de Paul Ricoeur. (2013, p. 77).
Arendt distingue entre sophía, sabiduría teórica, que es más del orden del pensar puro y abstracto, y phrónesis, que es del orden de la fragilidad de los asuntos humanos, de las singularidades antes que de los universales, de las contingencias de la vida ordinaria. A partir de dicha distinción se da fundamento a la dimensión política del relato:
Si el pensamiento es una sophía —dice en sustancia Arendt—, la acción política lo acompaña y lo convierte en una phrónesis que sabe compartir en la pluralidad de los seres vivos. Es por el relato, y no en la lengua en sí (que no obstante sigue siendo su vía y su pasaje), como se realiza el pensamiento esencialmente político. En virtud de esa acción narrada que es un relato, el hombre corresponde o pertenece a la vida, en tanto que la vida humana es indefectiblemente una vida política. El relato es la dimensión inicial en la cual vive el hombre, la dimensión de un bíos (y no de una zoé), vida política y acción narrada a los otros. La correspondencia inicial hombre-vida es el relato; el relato es la acción más inmediatamente compartida y, en tal sentido, la más inicialmente política. Por último, y en virtud del relato, lo “inicial” en sí se dispersa en ajenidades en el infinito de las narraciones. (Kristeva, 2013, p. 90; cursivas en el original).
Un aspecto derivado del valor concedido al problema del sentido, y de su incidencia en las conexiones que se establecen entre el mundo del texto y el mundo del lector, permite situar el acto de leer en el foco de atención, dejando ver así otras dimensiones del análisis hermenéutico: la dimensión referencial, no ceñida a una intención meramente descriptiva, cuando de abordar la mediación entre hombre y mundo se trata; la dimensión comunicativa, que desborda el campo denotativo, al dar cuenta de las mediaciones y conflictos en las relaciones interpersonales; la dimensión comprensiva de sí, no narcisista, que toca las prácticas de cuidado de sí mismo.
Las múltiples condiciones que hacen posible el desarrollo de los procesos de identidad narrativa propician un caldo de cultivo siempre en ebullición, o como un campo de tensiones que va del texto al lector, donde se origina y habita la “razón narrativa” acogedora de lo concreto singular. En medio de ese juego de espejos, sin embargo, siempre queda claro que una es la vida vivida y otra la vida contada. Como afirma Ricoeur:
Así es como aprendemos a convertirnos en el narrador de nuestra propia historia sin convertirnos totalmente en el autor de nuestra vida. Se podría decir que nos aplicamos a nosotros mismos el concepto de voces narrativas que constituyen la sinfonía de las grandes obras, como las epopeyas, las tragedias, los dramas, las novelas. La diferencia es que, en todas esas obras, es el autor mismo quien se ha disfrazado de narrador y quien lleva la máscara de sus múltiples personajes y, entre todos ellos, la voz narradora dominante que cuenta la historia que nosotros leemos. Nosotros podemos convertirnos en narradores de nosotros mismos imitando esas voces narradoras, sin poder convertirnos en su autor. Esa es la gran diferencia entre la vida y la ficción. En ese sentido, es muy cierto que la vida se vive y que la historia se cuenta. Subsiste una diferencia infranqueable pero queda parcialmente abolida por el poder que tenemos de aplicar a nosotros mismos las intrigas que recibimos de nuestra cultura y de probar así los diferentes papeles asumidos por los personajes favoritos de las historias que más nos gustan. Es así como, mediante variaciones imaginativas sobre nuestro propio ego, intentamos una comprensión narrativa de nosotros mismos, la única que escapa a la alternativa aparente entre cambio puro e identidad absoluta. Entre ambos queda la identidad narrativa. (2009, p. 55; cursivas en el original).
Pero no se entienda aquí el propósito de comprensión de sí referido a un sujeto ajeno a las circunstancias, cautivo de un yo narcisista, egoísta y avaro, toda vez que el perenne juego de la identidad narrativa da origen a un sí mismo que es instruido por los símbolos culturales, principalmente por los relatos recibidos de la tradición literaria y de la oralidad que son transmitidos desde la cuna hasta la tumba. Es gracias a ellos que nos ha sido conferida una unidad no sustancial sino narrativa.
La transmisión de relatos, sea por medio de la oralidad o de la escritura, constituye en sí misma un intercambio de experiencias sin igual, equivalente a un intercambio de relatos de sabiduría práctica, por lo cual es ella tributaria de un sentido pedagógico encarnado en la noción de identidad narrativa. Se comprende así la importancia de la lectura que nos descentra al mismo tiempo que nos restituye una identidad de sí, como sostienen Bárcena y Mélich:
La lectura se convierte así en una auténtica experiencia de formación; es educación. Somos los textos que leemos y el texto que relata y escribe lo que somos. En la lectura encontramos el hogar