Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango


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a los sujetos en el discernimiento del lugar que les corresponde en el transcurso azaroso de una vida. (1997, p. 119).

      Esta es justamente la función principal atribuida a las estructuras de acogida, en cuanto configuradoras de la identidad personal, la de coadyuvar al encuentro de un lugar en el mundo mediante la apropiación de los signos de orientación necesarios para el tránsito por los caminos de la vida.

      Dado el hecho de estar sometidas a procesos de transmisión, en el seno de las estructuras de acogida surgen y se desarrollan variadas praxis pedagógicas que acompañan el trayecto de formación de todo ser humano, las mismas que se expresan tanto en un plano discursivo como en un espectro amplio de prácticas sociales y representaciones simbólicas. De tal suerte que su significado no se reduce, ni mucho menos, a un catálogo de técnicas o métodos puestos al servicio de objetivos determinados de éxito y eficacia, encaminados a la realización de estándares uniformes (ciertamente muy en boga entre la burocracia tecnoeducativa de hoy), sino que estas están aplicadas al logro de aprendizajes que han de traducirse en gestos o comportamientos interiorizados, valga decir, en términos de Pierre Bourdieu, en un dispositivo de carácter duradero o habitus.

      Contrario a lo que postulan algunas filosofías nihilistas, Duch percibe la acogida como una estructura inherente a la condición humana, en tanto que el ser humano, para serlo plenamente, necesita ser acogido y reconocido por estructuras sociales que posibilitan su venida al mundo: la familia o la codescendencia, el habitar o la corresidencia, y la espiritualidad o la cotrascendencia. En conjunto, dichas estructuras se definen en cuanto “teodiceas prácticas” que constituyen humana y culturalmente al ser humano biológico y natural, y ejercen como instauradoras de diversas “praxis de dominación de la contingencia”. Gracias a estas tiene lugar la apertura del sujeto al mundo, de tal modo que cada uno habría de estar en capacidad de aprender los modos de regular o adaptar los factores que condicionan su existencia, no importa cuán incontrolables sean, lo cual da origen a comportamientos de resistencia contra lo que nos es desconocido, o escapa a nuestra comprensión, o acecha en la oscuridad: la muerte, el mal, el enigma, incluso aquello que los griegos antiguos llamaban ananké, el destino.

      No obstante, como podría creerse a primera vista, los referentes teóricos que avalan el concepto “estructuras de acogida” no provienen del estructuralismo y el formalismo de Ferdinand de Saussure o Roman Jakobson, sino de la hermenéutica y las poéticas de Gaston Bachelard. Y, más todavía, se hace explícita su adhesión a la visión de Hannah Arendt, en lugar de la de su maestro Martin Heidegger, al considerar al ser humano no como un ser “arrojado”, un ser para la muerte, sino como un ser que debería ser esperado y acogido, un ser para la vida. Con dicho utillaje teórico se propone trascender las dicotomías establecidas entre lo estructural y lo histórico, lo individual y lo colectivo, para evitar caer en una suerte ya sea de esencialismo antropológico o, en su defecto, de relativismo historicista.

      Al reconocer que la pregunta sobre qué es el hombre es siempre una pregunta abierta, la expresión “estructuras de acogida” solo tiene un alcance pedagógico, descriptivo y narrativo, cuyo propósito fundamental consiste en subrayar una disposición inherente a la condición humana como tal.

      Cuando se hace referencia a la estructura de acogida relativa a la corresidencia, o del habitar, el eco bachelardiano se deja sentir con nitidez cuando afirma la significación trascendental de la casa, del espacio doméstico, que se desdobla en tantas figuras seculares presentes en las diversas culturas del mundo: del abrazo a la concha, del nido a la cuna, del ombligo a lo redondo. Mientras que el hombre privado de su casa es como si hubiera sido arrojado al espacio vacío del universo. La existencia en casa supone reposo, parada, un lugar donde recoger(se) y aproximar(se), lo que da sustento material a la idea de duración. La razón última de las profundas implicaciones de esta domesticación originaria del espacio en la organización social es enunciada por el antropólogo alemán Hajo Eickhoff:

      Solo las casas pueden representar el espacio visible. Punto de partida y de llegada de los caminos, ellas organizan el espacio de una parte del universo. El hombre aproxima a sí el horizonte, el cielo y los dioses. El horizonte es restablecido a la dimensión de la habitación; en el marco restringido del espacio doméstico los cursos desordenados del afuera devienen en pequeños movimientos y gestos disciplinados. En la casa el hombre aprende a estar a la escucha de sí mismo. La garganta, la oreja y la casa se corresponden: el pabellón de la oreja es una forma primitiva de la casa. El espacio de la casa favorece la palabra, así como la cavidad de la faringe contribuye a la formación de sonidos. Los sonidos no deben resonar libremente sino poder ser cortados y reforzados por los muros de la casa, para que sean audibles y distintos para los otros. Las relaciones sociales toman forma cuando los sentidos se habitúan a cortas distancias. El hombre ejerce funciones nuevas que le son dadas con la casa: la musculatura y la respiración se organizan así a lo largo de la actividad doméstica que forma el pensamiento, el comportamiento y la sensibilidad. (En Wulf, 2002, p. 211).

      Dicha concepción del espacio doméstico concuerda con la atención concedida por Emmanuel Lévinas a la acogida en cuanto condición previa de la hospitalidad que atraviesa ineludiblemente la relación con el otro o con el discurso. En ambos casos, sea en la escuela o en la familia, dondequiera que haya ocasión de abrir las puertas al huésped, todo recibimiento supone transferir a este el aura de acogida que rodea la intimidad de la casa. No son de extrañar las palabras con que se acompaña el gesto que autoriza traspasar el umbral de la puerta: “adelante, esta es su casa”, “siéntase como en su casa”. Según la visión del filósofo,

      Existir significa, a partir de aquí, morar. Morar no es precisamente el simple hecho de la realidad anónima de un ser arrojado a la existencia como una piedra que se lanza hacia atrás. Es un recogimiento, una venida hacia sí, una retirada a casa como en una tierra de asilo, que corresponde a una hospitalidad, a una espera, a una acogida humana. Acogida humana en la que el lenguaje que se calla sigue siendo una posibilidad esencial. (Lévinas citado por Derrida, 1998, p. 5).

      Otros dos conceptos capilares en la teoría compleja de Lluís Duch son, por un lado, el neologismo “empalabramiento”, dicho así a sabiendas de la dudosa equivalencia en español del catalán (emparaulament), pues de todos modos convergen en nombrar el acto de “poner en palabras” la realidad, por parte de un individuo que es a la vez constructor y habitante de la realidad, o sea, de su espacio y tiempo antropológico. Y, por otro lado, el concepto “huella sémica” referido a imágenes, signos, palabras que conservan una marca traída de las vivencias en el pasado, es decir, una huella psíquica, lo cual significa que siempre estamos dejando trazas de nuestra individualidad como huellas dactilares de nuestra presencia. Son estas, en definitiva, verdaderos rastros de nuestro contacto con el mundo.

      Abordar desde esta perspectiva un análisis de las consecuencias de la irrupción de las tecnologías digitales en las sociedades actuales permite acaso abandonar una posición negativa que cree ver un declive de las transmisiones culturales y de las interacciones sociales. La posición de Lluís Duch a este respecto no era, en ningún caso, pesimista, sino más bien la de alguien alerta ante el advenimiento de nuevas formas disruptivas que pueden significar otra especie de mediaciones en el orden social. Es así como, no obstante la pérdida creciente de ciertas formas y frecuencias en el ejercicio de las narrativas orales, tal vez más ceñidas a ciertos rituales performativos, hoy en día los nuevos dispositivos de comunicación digital han descubierto otras formas más horizontales, expeditas e inmediatas de relacionarse unos con otros sin excluir la oralidad ni la escritura, además de dar cuenta de las vivencias del presente histórico. Es, pues, en este horizonte del devenir antropológico, donde se sitúa la inexorable condición de la narración interminable en la experiencia biográfica:

      En cuanto experiencia biográfica, la vida viene a ser un extenso cuento tejido con múltiples hilos, una trama que va historiándose y haciéndose visible in fieri, en el proceso de cerrarse sobre una urdimbre invisible a menudo. Seamos narradores profesionales o espontáneos —y todos somos esto último al menos, tales entramados de palabras, imágenes y acciones nos resultan familiares e indispensables a la vez, dado que el mismo vivir constituye una praxis narrativa, sepámoslo o no. Indigentes, limitados y ambiguos, necesitamos narrar a los demás y que los demás nos narren, trenzar y difundir historias además de recibirlas. Y


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