Conversación en las aulas. Gabriel Jaime Murillo Arango

Conversación en las aulas - Gabriel Jaime Murillo Arango


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los defensores de la idea de que El Quijote representa la novela moderna por excelencia y, por otra, quienes, como el historiador marxista Arnold Hausser, sustentan la discordancia existente entre el autor y su época regida por los valores de la caballería medieval. Los primeros argumentan que El Quijote muestra ya el desdoblamiento de un yo, el del loco “hijodalgo” enfrentado a los molinos de viento, trastornado a causa de las innumerables lecturas que han dejado su cerebro atiborrado de tantos otros personajes, difícilmente discernibles por parte de ese pobre diablo escritor inquilino de una mísera taberna del centro de Sevilla, la muerte por hambre al acecho. Nada impide al excombatiente manco en Lepanto perseverar en su misión, demostrando que está tan cabalmente en sus sentidos que incluso es capaz de elucubrar un mundo cuerdo en donde también tiene presencia la locura, para abrir así camino al reconocimiento del sentido que identifica a la modernidad misma: yo es el otro, la divisa del hombre moderno por excelencia. Como dice Joan-Carles Mélich: “Cervantes situó al ser humano a ras de suelo, en la prosa del mundo. Según Kundera, ‘prosa no solo significa un lenguaje no versificado; significa también el carácter concreto, cotidiano, corporal de la vida’” (2014, p. 38).

      De forma más elaborada, sin duda alguna, el uso del concepto alteridad en Ricoeur arrastra una deuda no solo con la historia de la literatura sino, además, con los hallazgos de la historia y la antropología social y cultural, hasta alcanzar un nivel más sofisticado en el que cabe discernir tres sentidos implícitos en el acto de nombrar al otro.

      El primer sentido, el otro en tanto cuerpo propio, es decir, en uno mismo; un otro que eventualmente puede aparecer como extraño, según pudo comprobarlo con certeza aterradora Malcolm Lowry en Bajo el volcán, al sostener que todos los hombres necesitamos un poco de locura para poder sobrevivir. “Otro”, que también podríamos nombrar con una palabra muy bella, un neologismo usado por el escritor español Juan Goytisolo en su discurso de aceptación del Premio Cervantes el 23 abril del 2015, el verbo “cervantear”, que alude al reconocimiento de la identidad como una otredad; “cervantear” en el sentido de que somos conscientes de una sensibilidad moderna que reconoce en cada uno de nosotros un otro, incluso un otro reprimido que es puesto al descubierto gracias al inconsciente freudiano.

      El segundo sentido es el otro en tanto interlocutor, adversario o antagonista en la interacción discursiva, lo cual es de suma importancia para una caracterización de la relación pedagógica, si fuese admitido el hecho del predominio de las aulas pasivas a lo largo de poco más de dos siglos de existencia de la escuela masiva, atiborradas de receptores privados del habla espontánea que enfrentan la autoridad de un maestro omnisciente y omnímodo, de donde se deduce la imagen de una relación no dialéctica sino unívoca en la acción comunicativa dentro de las aulas. Pero esta imagen no impide constatar en un periodo reciente de cambios profundos que afectan las formas de existencia de individuos y sociedades, cómo se aprecia su impacto en discursos y prácticas pedagógicas que abogan por otras formas de organización del aula de clase, lo que da vuelta al habitual sentido jerárquico vertical y abre espacios a variantes que puedan imaginarse respecto a cómo generar efectivamente una dialéctica de escucha recíproca entre quien enseña y quien aprende.

      El tercer sentido corresponde al otro concebido en tanto portador de una historia distinta de la mía, como condición de posibilidad de un mundo polifónico y polisémico. Reconocer al otro en tanto agente de una historia diferente, en un mundo en el que cada quien es dueño de una historia que ha de armarse de a poco, donde somos las historias que oímos desde la cuna y somos esencialmente diferentes por las historias que portamos y los sentidos que damos a dichas historias.

      En las postrimerías de su vida mortal, en el libro que corona toda una obra tejida sin pausa en el transcurso de sesenta años, Sí mismo como otro, Paul Ricoeur denomina esta tercera forma de otredad como “fuero interno”, que en la época de Tiempo y narración había sido nombrada “conciencia moral”, como si dibujase el itinerario de aventuras de una vida en una línea de tiempo: uno nace como un sí mismo, recibe un nombre con el que es individualizado, hijo de tal y cual, con sus señas de identidad singulares, incluso si entonces no tenemos conciencia plena del sentido de autonomía y libertad; y desde este sí mismo construimos una red de relaciones con otros, que supone salir hacia los otros, para volver finalmente a sí mismo: sí mismo como otro. Así justifica el filósofo este movimiento de síntesis:

      No quise sin embargo limitarme a este desdoblamiento de la noción de otro, lo otro como mi propio cuerpo padecido, incluso sufriente, lo otro respecto de la lucha y el diálogo; hice lugar a una tercera figura de lo otro, a saber, el fuero interno, llamado también conciencia moral. En la meditación sobre el fuero interno culminaba el retorno de sí a sí mismo. Pero el sí no volvía sino al término de un vasto periplo. Y volvía “como otro”. (Ricoeur, 2007, p. 79).

      Ricoeur (1998, p. 194) es reiterativo en plantear que la identidad narrativa pasa por la comprensión: comprenderse es apropiarse de la historia de la propia vida de uno y, en el extremo, no hay otra manera de apropiársela que escribirla. Y es también garantía del dominio público, tanto si se aprecia en el acto de la recitación delante de un auditorio, cuando el relato se hilvana en un tejido comunitario, como si se refiere al acto de la escritura que hace posible que la obra publicada se convierta en la medida de lo público.

      La secuencia que anuda la comprensión de sí mismo con el relato autobiográfico y la esfera pública, de hecho, está in nuce en la fascinación plasmada en el tomo ii de Tiempo y narración, que dedica extensas páginas a comentar en distintas direcciones esa obra cumbre de la literatura universal que es En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, de donde precisamente pudo extraer la noción de fuero interno. A partir de la lectura paciente de Proust, Ricoeur sostiene que la narración de la propia vida y de las relaciones con los otros es un medio idóneo para leerse a sí mismos. En el capítulo final del volumen 7 de la obra de Proust El tiempo recobrado, leemos:

      Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aún sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les daría yo el medio de leer en sí mismos. (Proust, 1996, p. 404).

      Ricoeur también es consciente de que sus pasos se cruzan con los de Hannah Arendt, quien también aborda la cuestión de la identidad individual o colectiva dentro de una teoría de la acción que indaga por el quién y el sentido de la acción, tal vez comprensible solo después de que esta sea realizada, pues cabe incluso la posibilidad de que el agente de la acción “no sepa lo que hace” mientras está en proceso de ejecución. En la concepción arendtiana, no hay otro terreno ni otra perspectiva diferente para situar la tarea de una hermenéutica práctica: “¿Cuál es el objeto de nuestro pensamiento? ¡La experiencia! ¡Ni más ni menos! Y al abandonar el terreno de la experiencia caemos en todo tipo de teorías” (Arendt, 2010, p. 73). La validez de este esfuerzo por entender las relaciones contraídas entre el tiempo de una vida y de su narrativa es coincidente en ambos autores: “Responder a la pregunta ‘¿quién?’, como había dicho con toda energía Hannah Arendt, es contar la historia de una vida. La historia narrada dice el quién de la acción. Por tanto, la propia identidad del quién no es más que una identidad narrativa” (Ricoeur, 1996, p. 997).

      Con base en los conceptos precedentes —alteridad, inteligencia narrativa, identidad narrativa— que configuran el trayecto de una obra filosófica abierta como pocas al conjunto de las ciencias sociales, se deduce una tesis fundamental de la investigación biográfico-narrativa, a saber: la acción educativa es, en gran medida, una acción poiética en tanto se refiere a un acto de creación, por consiguiente, el educador es también un poeta en el sentido de un narrador que (re)crea historias; en fin, la acción educativa consiste en procurar dar respuesta a la pregunta quién soy, construyendo el relato de la propia vida (Bárcena y Mélich, 2000, p. 106). Desde esta perspectiva es definida la educación, en su esencia, como el relato de formación de la subjetividad, que es un relato de identidad no en cuanto identidad consigo misma de la que habla en un primer estadio Paul Ricoeur, sino más bien como un proceso de identificación, es decir, un proceso que se construye en relación con los otros, va hacia


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