Jalisco 1910-2010. Luis Martín Ulloa
Trayecto al olvido
Carolina Aranda
Agua que fluye entre piedras
Luis Martín Ulloa
Las llaves del secreto
Gabriel Gómez López
La ciudad y su cruz
Ulises Zarazúa
Confabulados
Juan Manuel Sánchez Ocampo
Lucía
Guadalupe Ángeles
La ilusión
Ricardo Sigala
Libertad condicionada
Ramón Gil Olivo
El barco borracho que murió en tierra ajena
Javier Ramírez
24 de mayo
Gerardo Esparza
Presentación
El subtítulo resulta revelador: anecdotario circunstancial de la historia matria. Estas últimas palabras son un término feliz del gran historiador jalisciense Luis González, quien escribió la historia universal de su pueblo San José de Gracia, situado entre Mazamitla y Jiquilpan, Michoacán, usando como técnica la microhistoria: la pequeña historia debe revelar la gran historia. Todos los textos buscan ese objetivo sin declararlo.
Aparte del diálogo que se propone, como en el anterior volumen sobre el siglo XIX, este Jalisco 1910-2010 rinde homenaje básicamente a prohombres de la cultura artística y científica jalisciense, incluye a los escritores destacables a nivel regional del pasado siglo y a los nuevos escritores vivos de Jalisco y, de alguna manera, recupera lo que de pronto la moda cancela o pone en el olvido.
Estamos conscientes de que el siglo XX —a diferencia del XIX, del que no poseemos muchas imágenes ni muchos testimonios escritos—, está debidamente registrado por investigadores, periodistas, escritores, profesores, testimonios personales de la gente común, con un sinnúmero de fotografías, documentales, libros, notas de periódicos, saberes orales y familiares, que constituyen un tumulto de conocimientos sobre nuestro pasado inmediato. Este libro no subsana faltas de ninguna índole en el saber de nuestra región. Más bien debe verse como una selección de gusto, casi aleatoria, de lo que podría decirse de una centuria tan rica en constancias visuales y escriturales. Por eso el subtítulo predice al lector lo que hallará en el contenido: un anecdotario circunstancial, al que el buen lector le añadirá en voz personal lo que hiciere falta.
Esta edición constituye una opción, entre muchas otras maneras, de conmemorar el Centenario de la Revolución Mexicana, no en el sentido de una concelebración sino más bien de una recordación de nuestro pasado inmediato.
Nos congratulamos de realizar esta conmemoración de manera conjunta con toda la Red Universitaria, a través de la publicación de este libro.
Javier Espinoza de los Monteros Cárdenas Director Editorial Universitaria
1
Era mandadero en casas ricas, por allí, alrededor de Nuestra Señora del Carmen. Unas casonas de estilo francés, de puertas abiertas en los zaguanes y de cancel forjado para que el desconocido solamente admirara sus patios centrales, llenos de macetas y jaulas de jilgueros. Tocaba primero la aldaba de la puerta y luego la campanilla del cancel. Entonces me encargaban mandados hacia el mercado Corona o el Alcalde. Y se enojaban si tardaba mucho, pues mucho dependían de mí los guisos de las comidas.
Yo nomás iba de aquí para allá para juntar la oreja en los corrillos de la esquinas. Y todo era de alarmarse pues la revolución, que bien lejos se oía como si ocurriese a otros y no a nosotros, parecía por fin presentarse en la ciudad. Los tapatíos, que fuimos porfiristas (yo no), que fuimos reyistas (yo no), que fuimos del partido católico (yo no), esperábamos a que la venia de Dios nos salvase de los desmanes y de los muchos muertos y entuertos que consigo traía la mentada revolufia. “La revolución es un asunto de campesinos y no de comerciantes”, me decía el panadero del barrio de la Parroquia de Jesús María.
Pero el asunto crecía en el miedo de la gente. Qué ya derrotaron a Julián Medina, Pedro Zamora o Roberto Moreno, alegaban afuera del templo de Santa Mónica Bendita, sin ponerse de acuerdo si este o ese o aquel fueron muertos. “¡Vienen los carranclanes con el general Diéguez!”, gritaba una señora en los portales, greñuda, sucia, descalza, y más enloquecida por sus gestos de desesperación. Se le afiguraba que venía el fin del mundo. Y cómo no, si en verdad como dijo un señor en una conversación en “La Catedral” —una cantina que era pura burla del dueño al obispo, quien en contra esquina oficiaba misa— Diéguez llevaba un mes arrastrando doscientos carros y dos mil mulas para traer el equipo de guerra a lo largo de más de doscientos kilómetros entre Ixtlán, Nayarit, y Guadalajara por terrenos montañosos.
Llegaron el ocho de julio para proclamar el triunfo absoluto de la revolución. ¿Cuál revolución dijimos los presentes frente a Palacio de Gobierno, si no ha habido batalla, balazos, muertos ni heridos; si ni conocemos el olor de la pólvora fuera de los diablitos y cohetes en las fiestas barriales? En fin, Manuel M. Diéguez se convirtió en gobernador y comandante militar del estado de Jalisco. Sí, señor. Y yo con la panela en el morral y los birotes en las manos para la señora Olga Diaque, que seguramente no me perdonaría la tardanza.
2
Pues resultó que la Convención se hizo en Aguascalientes y no en Ciudad de México, nomás porque Pancho Villa no quiso ir. Porque estando acá y no allá, el Centauro del Norte se jugó todas las cartas. Habló de que la Patria estaba salvada, y luego de muchos aplausos, dice El Correo de Jalisco, uno de nuestros periódicos más verdadero, miró al general Obregón y le dijo: “La historia sabrá decir cuáles son sus verdaderos hijos”. “Exactamente, señor —repuso el general Obregón”. Como si anticipadamente supiera el resultado del futuro, platicaba Don Cosme, el de la cremería Tepatitlán del mercado Corona mientras pesaba panelas y chorizos de puerco, los más ricos de aquella región. “Para ser héroe hay que anticiparse a la historia a sabiendas”.
Locadio, el peluquero