Jalisco 1910-2010. Luis Martín Ulloa
Pancho Villa a Guadalajara y no quería verla rendida al enemigo.
—Tiene la táctica de Kutúzov. Deja que Napoleón llegue hasta Moscú, pero los moscovitas han abandonado la ciudad y la han incendiado para que nadie pueda vivir en ella pues ya nada hay —me hablaba el peluquero de una historia que yo no había escuchado ni leído.
—¿Y usted se va ir, don Locadio?
—¿Yo? No, muchacho. Como bien dice mi nombre: estoy Locadio y espero otra revolución.
Y en unos cuanto días después, el general Francisco Villa, al frente de sus “Dorados”, entró a Guadalajara la tarde del 17 de diciembre de 1914, un día después de mi cumpleaños. Venían con él los ejércitos de Pedro Zamora, Roberto Moreno, el padre Corona, Lucio Blanco y Julián Medina quien le allanó la entrada por el pueblo de Tonalá y la villa alfarera de Tlaquepaque; eran tres o cuatro veces superiores a las fuerzas constitucionalistas del general Diéguez.
La ovación fue realmente sonora, pintoresca, grande. Yo me encontraban un poco lejos, en el escalón más alto de la entrada lateral del templo de El Sagrario, a un costado de Catedral. Las mujeres hermosas agitaron sus pañuelos. Los gomosos, pintadas de carmín sus mejillas, saludaron con sus sombreros. Los monaguillos de todas las iglesias enronquecieron en un ban-zai de ensordecedores chillidos. Hurras y vítores. Las campanas se echaron a vuelo. Los próceres de las sacristías y del agio fueron reverentes al postrarse ante el Caudillo de la Revolución. ¡Qué mirada, qué oído! ¡Qué privilegio ver a los patrones rendidos ante ese hombre inculto (él lo dijo así de sí mismo en la Convención de Aguascalientes) que mueve la historia hacia los lados de quienes no quieren que se mueva nunca!
Salió al balcón central del Palacio de Gobierno para dirigirnos la palabra con un altavoz como cucurucho para agrandar su voz. Un Pancho Villa bigotón, cejijunto, con un contrastable sombrero de charro que se puso para la ocasión, nos gritó que de ahora en adelante el gobernador de Jalisco era Julián Medina. Y nos habló de su gran consejero el doctor Mariano Azuela, desde ahora Director de Instrucción Pública. “Porque hay mentes que clarifican con su consejo a los que nacimos para otros entendimientos que no sea la justicia y la igualdad entre los hombres”. Y se puso a tirar balazos al aire. Y toda la gente le aplaudía entre gritos de ¡vivas! y ¡hurras! Yo entonces alcancé a oler, por primera vez, el olor de la pólvora que despide una pistola cuando se dispara.
3
Guadalajara, poco después, comenzó a odiar a Pancho Villa. Y no por lo que decían los catrines cuando Julián Medina les pidió juntar un millón de pesos a los ricos de la ciudad. “Haiga como sea —les dijo a todos los citados en el patio de Palacio— pero mañana quiero ese dinero”. Y todos, o casi todos, o todos menos uno que otro, o todos a la vez, salieron mentándole la madre, y otras tantas para el coronel José Zertuche, comandante militar de la ciudad, quien se apresuró a sacar la pistola y a tirar de balazos con los ojos para matarlos pero sin herir a nadie, porque la vista como dice un corrido “es muy natural”, sea amable o maliciosa.
No, no fue por eso, parece, que los habitantes de esta noble y leal ciudad se enojaron con el general Francisco Villa, sino porque el caudillo revolucionario andaba en su tren particular, un pullman de lujo donde vivía y dormía, yendo y viniendo por El Bajío, bien acompañado de una señorita de “buena sociedad” de Guadalajara. Las mujeres tapatías la hacían comidilla en las tardes de bordado y canasta. La mala reputación de ella afrentaba a todas. No era natural brincar de casta y recatada a puta descarada. Bueno, así se lo oí a Doña Hortensia Farías y Álvarez del Castillo e igual lo repitió la señorita solterona Navarro Velarde, justo cuando le avisé que ya estaba su pedido anticipado de tamales de la Capilla de Jesús para el día de la Candelaria.
Se rumoraba por esos días que el carrancista Manuel M. Diéguez regresaba con sus tropas; venía tan molesto que estaba dispuesto a castigar a la veleidosa Guadalajara, que como a la Helena de Troya, ultrajada pero seducida (¿no perdona lo primero a lo segundo o al revés?) Quiso lo que no quería tener pero al tenerlo, quiso todo. Volvió a la misma vaina: reduciría a cenizas la ciudad y todas las vírgenes tapatías serían violadas al igual que todos los efebos, y todos los mochos, con sus propios blasones religiosos, serían ahorcados. Hasta entonces, tuve un miedo de a deveras (si lo tuve realmente).
Fue entonces que Julián Medina, organizando la resistencia en las afueras de la ciudad, volvió a Palacio, pero una multitud ya lo esperaba y le impedía el paso para entrar. La gente le gritaba que cuándo volvería Villa para defender la ciudad y acabar de una vez con Diéguez y no ver cumplido su deseo de destrucción. Y lo empujaban los varones con el hombro, pero las mujeres lo llevaban a empellones hasta el quiosco francés de la Plaza de Armas, con sus vientres y sus pechos. Y el coronel Julián Medina, seguido del doctor Mariano Azuela, se dejaba arrempujar. Y no teniendo más aislamiento que el quiosco, se encaramó en él. Había algunos guardias con sus rifles apuntando a la multitud.
Julián Medina, solo, en el centro del sitio, alzó las manos para que la gritería se acallara. Yo, ese día, no había hecho mandados; tenía miedo de la revolución, del incendio y de las violaciones a tanta jovencita que me enamoraba todos los días. Pero estaba justito frente al gobernador, a unos cuantos escalones de la plataforma del quiosco. Se hizo silencio con chis de boca callando unos a otros para escuchar lo que pudiera decir Don Julián Medina. Finalmente sólo el resoplido de los caballos se escuchaba al estornudar.
—¿Cuándo va a venir el general Pancho Villa a la ciudad para defendernos? —gritó una voz dura, sin quebrantar, de macho entrón.
—Vendrá en dos días, el 17 de enero, en su Pullman —respondió sereno Julián Medina.
—¿Y a qué horas exactamente? —le grité casi en son de burla sabiendo que la exactitud del tiempo no importaba mucho entre nosotros.
Y eso enojó al coronel gobernador Julián Medina.
Le arrebató el fusil a uno de sus guardias, apuntó hacia el reloj de Palacio de Gobierno y le hizo un hoyo, justo en el V de su numeración. Luego desenfundó su colt revólver y marcó otro orificio más pequeño en el III del reloj. Con gran entereza, luego gritó:
—A las cinco y cuarto de la tarde. Para que no lo olviden jamás, cabrones.
4
Pancho Villa no llegó y la batalla se inició, según me lo dijo un moribundo, desde las seis de la mañana, nomás despuntando el sol por el lado de Tonalá. Venía la gente de Diéguez desde los cerros del Gachupín pero el encuentro con las tropas de Julián Medina se dio en las faldas del Cerro del Cuatro. Era la mañana del 17 de enero y no terminó hasta que pardeó la tarde y todas las cosas y las gentes vivas y muertas se hicieron un bulto oscuro en las laderas del monte. Fueron los villistas quienes abandonaron sus posiciones (sabrá Dios quién dio la orden de retirada). Por mandato de Don Manuel M. Diéguez, el general Murguía se dirigió al centro de Guadalajara para tomar posesión de la ciudad, entre la oscuridad de la noche, las velas incandescentes de los vecinos, y el parpadear de la luz eléctrica que no quería alumbrar a los nuevos vencedores.
Yo me acerqué al lugar de la batalla en ese atardecer, como un Thénardier de Víctor Hugo en la batalla de Waterloo, para recoger despojos de los muertos.
Fue así como poseo esta gran chaqueta de militar revolucionario y puedo contar a propios y extraños que yo fui general de la Revolución.
No me lo creen del todo pero hoy vago por toda la ciudad, pacífica ahora de aquella revolución y de otros cristeros que la enardecieron, para contarles toda clase de aventuras que viví en la Revolución.
Enrique González Martínez (Guadalajara, 1871-Ciudad de México, 1952). Trabajó como médico rural en Sinaloa. Será recordado como el último poeta modernista de México. Su obra poética fue abundante y muchos