Jalisco 1910-2010. Luis Martín Ulloa
comenzaba a retirarse.
Se acercaron tanto como el gentío se los permitía al portón del atrio: Agripina y Jovita estiraban sus cuellos y se paraban de puntitas con la gracia de bailarina clásica que nunca tuvieron. La primera buscando a su marido que en veces la hacía de panadero pródigo y esa noche de valiente defensor del templo y la otra para asegurarse que al menos las pinturas sobre los muros no hubieran sido profanadas con raspones o manchones de pintura y la imagen de la guadalupana siguieran ahí aunque hubiera perdido su riquísima corona de oro.
La atrocidad silenciosamente anunciada resultó en el llamado a otros 250 gendarmes más. Al toque de nuevas campanadas la gente que ya se iba regresó acompañada de otra más y formaron una valla a la cual se unieron Mercedes y las otras con tal de no dejar que los soldados recién llegados irrumpieran en el Santuario. La valla se volvió desvarío y luego motín infortunado.
De estar apretujadas en la entrada al atrio, las mujeres terminaron junto al portón principal.
—¿Y yo qué tenía que andar haciendo aquí? Si yo nomás venía a que vieras que la corona siguiera en la pared, mírala —dijo Mercedes sin descruzar los brazos pero instando con sus ojos verdes a Jovita para que mirara la corona suspendida sobre el marco dorado de la imagen—. ¿Ahora cómo nos vamos?
Siguió ella diciendo que prefería el alboroto alegre de las fiestas parroquiales y no éste de zumbidos de pistolas y griterío.
Afuera, el pueblo profirió vivas a su ¡Cristo Rey! y los soldados contestaron con balazos. Los campaneros hacían su parte detonando su furia contra las campanas y estas a la vuelta y vuelta resonaban con estruendo.
Adentro, humo vetusto de las veladoras y los cirios formaba una espesa neblina en cuyo fondo se ocultaba un sagrario vacío. El olor rancio de las flores marchitas se disolvía con el de la pólvora; los crisantemos y las rosas sobrevivían entre las aguas turbias de los floreros apretujados bajo el altar. La eterna letanía de los rosarios se repetía a la sombra de la virgen morena que parecía rezar con sus hijas, las buenas mujeres que nunca faltaban a rezar en aquellos tiempos o en estos cuando se apiadaban de los solitarios corredores de las iglesias.
Los hombres se apostaron en las puertas de madera añeja como su peso y a los federales no les quedó más remedio que retirarse un poco. Ese puñado de fieles desbordándose del atrio, se transformó en una muchedumbre frenética por defender el Santuario.
Mercedes y sus amigas al notar cómo esa querella apalabrada se volvía contienda, se replegaron bajo los muros pidiendo a los evangelistas allí retratados, no les tocara un golpe o un balazo. Si ya todo pintaba para porrazos, la cosa empeoró cuando se dejaron venir los refuerzos del ejército en compañía de la policía municipal. Se volvió un apretuje sin sentido: todos golpeándose contra todos. ¡Viva Cristo Rey!, gritaban algunos. ¡Viva!, contestaban otros con la garganta casi para desgarrarse.
—A ver si fusilados gritan ¡fanáticos pendejos!— gritaban los soldados y disparaban sin más hasta que en medio de todos, el oficial al mando, un hombre regordete con acento norteño que había aceptado el uniforme a cambio de una brecha de siembras, caminó hasta el frente de su piquete de soldados y muy resuelto se dispuso a entrar al edificio resguardado por beatas y algunos hombres de la adoración nocturna que llevaban al cuello sus distintivos y en las manos un machete y un devocionario.
Al verlo acercarse a la puerta principal, los campaneros atizaron el tañir de sus aliadas pero un disparo, aparentemente mal atinado mas con toque de advertencia, enviado por el oficial los hizo callar. Mientras este hombre cruzaba el umbral, intempestiva una mujer brotó de entre el gentío y se le acercó silenciosa y a placer. Cuando lo tuvo cerca, un cuchillo emergió con disimulo de su cintura y se levantó filoso y altanero para hundirse en la espalda del hombre quien, de un grito sordo, impuso de nuevo el silencio mientras su sangre brotaba a raudales tiñendo de un color oscuro y húmedo su chaqueta verde de oficial y la falda blanca de la mujer que temblorosa pero decidida seguía parada junto al apuñalado.
Jovita que no estaba acostumbrada a ver tanta sangre en compañía de lastimeros quejidos, seguía enganchada a los hombros de Mercedes en el intento de salvaguardar su mirada de aquel horror. Ya no le importaba la corona dorada de la virgen. Mercedes, en cambio, no perdía el asombro ante esa luz antes quisquillosa en los ojos del oficial que ahora miraba a su alrededor con la súplica de un caído.
Los soldados pelaron los ojos cuando su oficial de carácter inasible caía de bruces. Y los pelaron todavía más cuando la sangre terminó por derramarle la vida. Al verse solos, no dieron providencia de socorrerlo y dejaron que su sangre tiñera algunas losetas del atrio y la banqueta.
Ya no se oían rezos lejanos. De pronto todo se volvió sigiloso, como si fuera un Viernes Santo en agosto y el luto que ya se venía llevando se hubiera acrecentado hasta alcanzar las íntimas gargantas de todos ellos. El gentío veía con admiración cómo la aguerrida mujer recogía la pistola del herido y la entregaba a los hombres de la adoración nocturna quienes llevaban puestos sus distintivos rojos:
—Tengan esto…para que se defiendan —les dijo. Luego un hombre la jaló del brazo y la llevó entre la multitud como si fueran a la sacristía.
Agripina de inmediato reconoció en esa voz a Aurelia, una de sus compañeras en la Escuela de las Damas Católicas y vio que Gabino, su marido, era quién la llevaba tras de sí.
—Encontré lo mío —dijo y dejando a sus ofuscadas compañeras fue tras Gabino y Aurelia.
Mercedes y Jovita, al verse solas, abandonaron su refugio tras el portón y se enfilaron entre el apretujón también a la sacristía.
Al encontrarse con Agripina, Gabino advirtió:
—Llévatela, a donde sea, menos a la casa. ¡Pero ya!
—Te espero en la casa de Jovita —alcanzó a susurrarle a su marido antes de jalar contra sí a Aurelia, que refregaba su mano contra la falda con toda la tranquilidad de quien se embarra algo cualquiera y que sin ser algo turbio desaparecerá entre sus pliegues.
Jovita, todavía atareada por la gresca, deslizó con cuidado su mano bajo el brazo de Aurelia. No quería mancharse las mangas con sangre blasfema. Mercedes caminó tras ella y las cuatro muy juntas se deslizaron por el lado izquierdo del altar hasta salir a espaldas al Santuario.
Mientras tanto, al ver el desorden, el General Izaguirre y el joven Lauro Rocha acordaron dar tregua a la revuelta liberando a mujeres y niños primero. Tan apremiado estaba el General que no atinó a resolver la causante de su oficial herido. Cuando quiso hacerlo, Aurelia ya estaba en camino a la casa de Jovita y aunque hubo decenas de testigos y todos se conocían a fuerza de reuniones clandestinas del boicot contra el gobierno y sus leyes anticlericales a lo largo de la ciudad, se fingió olvido y nadie se atrevió a delatarla.
Ya resuelto aquel gentío, algunos que tuvieron la infortuna de pasar junto a los soldados fueron apresados y conducidos al cuartel Colorado bajo los cargos de participación en actos subversivos contra el Gobierno Federal.
A pocos pasos del Santuario, Aurelia renegaba por tanta cautela innecesaria según ella y mejor se dejó acompañar por las vecinas que regresaban después del tumulto a sus casas.
—Escóndete aunque sea un poquito, ten mi mantilla —dijo Jovita extendiéndole un velo negro brocado de rosas, mismo que Aurelia tomó sin ganas y con descuido colocó sobre su trenza.
Esa noche, Agripina y Gabino presidieron la junta clandestina y celebraron el divino atrevimiento de Aurelia con el atole y los tamales preparados esa tarde. Mercedes no pudo conciliar el sueño a pesar de los tés de tila preparados por su tía Milagros, quien de pasada preparó unos para sí misma con la esperanza de dormir un poco luego del susto de escuchar a su sobrina contar todos esos disparates y haber salido viva.
Aurelia no necesitó de tés. Durmió y despertó como si la noche anterior, sus manos no se hubieran coloreado con sangre ajena. Su falda reposaba en vinagre blanco para devolverle su color y quitarle las manchas de rojo vivo con que se había impregnado. No se imaginaba entonces que esa no sería