Sprinters. Lola Larra
Sprinters. Los niños de Colonia Dignidad
Lola Larra
© Editorial Hueders
© Lola Larra
Primera edición: octubre de 2016
Registro de propiedad intelectual N° 271.020
ISBN edición impresa 978-956-365-022-8
ISBN edición digital 978-956-365-212-3
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida
sin la autorización de los editores.
Diseño de portada: Inés Picchetti
Diseño interior: Valentina Mena
Ilustraciones: Rodrigo Elgueta
Fotografía de portada: María Luisa Murillo
Diagramación digital: ebooks Patagonia
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santiago de chile
Para Raúl Larraguibel, que siempreha alejado a los monstruos,reales o ficticios, que se cruzanen el camino de sus tres hijos.
I
Tobias se encargaba de los pollos. Klaus limpiaba las máquinas. Sophia degollaba los cerdos. La especialidad de Rainer era volver loca a la gente.
Tiene esa costumbre, un hábito de años. Cuando hace su caminata vespertina, entra al cementerio y visita la tumba sin nombre. Era una especie de juego que tenían de adolescentes y que ella ha perpetuado. Es una tumba de cemento, con una lápida grande, de granito, con su cruz dorada grabada sobre la piedra y una terminación curva, idéntica a todas las demás, excepto que en ella nunca se inscribió ninguna fecha, ningún nombre. Pero todos saben que la tumba pertenece a Hartmut, el primer niño que había partido así, de repente, tras una jornada de caza. Hasta su muerte, solo habían sido enterrados los ancianos. Los jóvenes estaban entrenados para sobrevivir, trabajar sin tregua, nunca enfermarse. Estaban bien alimentados, respiraban aire puro, todos gozaban de buena salud. Por eso, cuando pasaban por el cementerio siempre se las arreglaban para rozar la lápida (y no es que se pusieran de acuerdo: apenas unas miradas, leves gestos, imperceptibles para los tíos, porque no podían hablar entre ellos). Rozar la lápida era una especie de homenaje al pequeño Hartmut, un conjuro para que no les sucediera lo mismo que a él.
El cementerio colinda con el bosque y está en un lugar privilegiado desde el que se ven las montañas y el río. A Lutgarda le gusta visitarlo sobre todo en esta época del año, sobre todo a esas horas, cuando ya el calor ha bajado y el aire y la tierra y las piedras comienzan a enfriarse. El final del verano deja un polvillo sobre las hojas que las próximas lluvias se ocuparán de lavar. Quiere ser enterrada allí, ojalá en la tercera línea de tumbas, la que tiene menos vista pero que permanece más resguardada, amparada por tres nogales que indican el camino que se interna en la espesura.
Hartmut Münch murió en el bosque, me dice de pronto en un español trabado, de pie junto a la tumba. Y aunque ya conozco dos o tres versiones de esa historia, la invito a hablar. Fue a fines de los 80. Más de 20 años ya, agrega con un suspiro. Dijeron que había sido un accidente, que se rompió la cabeza al caerse de la parte trasera de un camión. Así lo contó a todos la doctora Gisela. Fue ella quien lo atendió cuando llegó al hospital de la colonia. El tío Wohri lo llevó desvanecido en el mismo camión del que había caído y, sin decir nada, lo dejó a las puertas del hospital. Una herida enorme le cruzaba la cabeza, de aquí allá (Lutgarda traza una línea en su propia cabeza, de un costado a otro sobre el parietal derecho). Tenía el pulso y la presión muy bajos, y ya no había nada, nada que hacer. En el hospital intentaron salvarlo, pero falleció media hora después de haber llegado. Tenía ocho años.
Tiempo después, a la policía le dio por hurgar en la muerte de Hartmut. Y llegaban y preguntaban, una y otra vez, cómo había sido, qué había pasado. La doctora Gisela tuvo que desplazarse hasta la comisaría del pueblo y declarar ante un juez (ella, que jamás salía aunque por su rango tuviera permiso para hacerlo). Nadie había notificado a las autoridades del accidente y ahora reclamaban por ello, nadie entendía muy bien por qué. Tampoco se había hecho autopsia del cuerpo. Simplemente lo habían enterrado de inmediato, en esa tumba sin nombre.
Todos los que se suponía que sabían algo tuvieron que ir a declarar. La enfermera Jetta. Los tíos. Los propios padres del niño.
El tío Wohri, no. Porque el tío Wohri falleció en un accidente aéreo pocas semanas después de la muerte de Hartmut.
Lutgarda baja la colina y espanta los mosquitos, como ahuyentando también los recuerdos. A sus pies, en una extensa llanura rodeada de campos cultivados y cercada por dos ríos, se despliega Colonia Dignidad, un poblado grande con casas de dos pisos, alargadas, y con techos de tejas de barro. También hay un estanque, barracones, el granero, las porquerizas, los establos, la fábrica de ladrillos, la lechería. Y, más lejos, la antigua pista de aterrizaje, la escuela y el edificio del hospital, ahora abandonado.
A fines de febrero los pastos están amarillentos y las cosechas recolectadas, la tierra preparada para el otoño. Lutgarda admira desde esa vista privilegiada su pueblo, su hogar. Allí ha vivido casi toda su vida. En contadas ocasiones ha salido, y solo dos veces por cuenta propia.
Camina unos pasos delante de mí. Se parece mucho a su hermana Agnes: es una versión más delgada, más alta, sin lentes, pero con la misma frente cuadrada, los mismo ojos –azules, siempre entrecerrados–, la nariz de punta abultada y el mentón grande y masculino. Hago el cálculo. Agnes me dijo que su hermana era cuatro años menor que ella. Entonces Lutgarda y yo debemos tener casi la misma edad, descubro sorprendida. Pero ella se ve, cómo decirlo... más gastada. No solo se trata de la ropa. Yo uso jeans, zapatillas, camiseta, más o menos la misma ropa que llevaba cuando tenía 20 años, si bien ya he pasado los 40. Ella viste una blusa con botones cerrados hasta el cuello y unas botas de trabajo que desentonan con su falda floreada y su delantal. Lo mismo que usaría a sus 20, supongo. Aquí todas las mujeres visten igual, tengan la edad que tengan. Los mechones de pelo, que sobresalen del pañuelo blanco amarrado en la cabeza, son grises. Mi pelo es uniformemente caoba; me tiño religiosamente cada dos meses, me pongo cremas y siempre uso protector solar. Su rostro, arrugado, con surcos profundos alrededor de los ojos y un incipiente damero dibujado en las mejillas, tiene ese tostado que no es el color parejo de unas vacaciones sino el quemado de la exposición constante al sol y al viento y al frío.
Me digo que ya he cumplido con mi parte. Le he traído el chelo de su hermana. He acarreado el instrumento casi 400 kilómetros en mi pequeño automóvil. Se lo he entregado. Accedí incluso a acompañarla en esta caminata. Pero tengo ganas de irme cuanto antes. Es la segunda vez que estoy en la colonia y no tengo nada más que hacer aquí. Traje el chelo, el objeto de una disputa que ha separado a las hermanas por años, y también una carta. Con ella, Agnes reanuda la correspondencia que mantuvo secretamente con su hermana desde que se escapó de la colonia y que terminó con el incidente del chelo. No sé exactamente qué dice la carta, pero –Agnes más o menos me lo contó–es una propuesta de reconciliación. Agnes no quiere seguir peleada con Lutgarda, su hermana pequeña, la más querida. Menos ahora que ha decidido perdonar todo lo que pasó. Olvidar. Perdonar. Hacer las paces con el pasado.
Desde que escaparon de la colonia, Agnes y su marido deambularon por todo Chile buscando un lugar, una casa, la posibilidad de una vida. Cuando los conocí, malvivían en Chiloé, pero antes ya habían pasado por dos o tres lugares y en cada sitio las experiencias fueron desastrosas. Luego los reencontré en Santiago, abrumados e