Sprinters. Lola Larra

Sprinters - Lola Larra


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en su trabajo.

      La camioneta sigue de largo y se detiene unos metros más allá, frente a un edificio de dos plantas pintado de blanco. Es el hospital de la colonia.

      ...y lo lleva al interior.

      Gerhard saca a Tobias de la camioneta...

       Fin de los TÍTULOS DE CRÉDITO.

       ARTÍCULO TRES

       La corporación “Sociedad Benefactora y Educacional Dignidad” tendrá por objeto prestar ayuda a la niñez y juventud necesitadas mediante su educación física y moralmente sana dándoles instrucción moral, escolar, técnica y agrícola a fin de que puedan labrarse una vida digna. Para cumplir estos fines, la Corporación se propone (...) proporcionar a los menores un verdadero ambiente de hogar, enseñarles el respeto por la dignidad humana y prepararlos y adaptarlos para ser miembros útiles de la sociedad.-

       26 de junio de 1961

       Estatutos fundacionales de Colonia Dignidad

       II

      La habitación del hotel huele a humedad y, para mi desaliento, está completamente cubierta por una alfombra color gris ratón, manchada. Tres días, son solo tres días, me consuelo tras ponerme el pijama y meterme bajo la colcha floreada. Ahora, parte de mis ingresos proviene de dar talleres de guión cinematográfico (aunque la mayoría de los que me contrata agrega la coletilla “y televisivo”). Una amiga, muy emprendedora, de esa raza de personas que sabe sacarle partido a todo, especialmente a las becas y fondos que da el gobierno, me acogió en su equipo satélite y cada tanto me llama para contratarme. Ahora el gobierno destina más dinero a proyectos que se desarrollan fuera de la capital, en regiones, y por eso ella quiso saber si estaba dispuesta a trabajar lejos de Santiago. Encogí los hombros, me parecía bien, necesitaba el dinero y no me importaba viajar. Mi primera designación fue Parral, el pueblo vecino a la Colonia Dignidad, donde debía dictar uno de mis talleres a, supongo, estudiantes aburridos, jubilados y amas de casa con tiempo libre y ansias creativas. Hace cuatro años vine aquí por primera vez y me hospedé en una pensión humilde pero más alegre que esta. No puedo recordar dónde quedaba exactamente, creo que en las afueras del pueblo, o tal vez en otro poblado más cercano a la colonia que Parral (¿Catillo, puede ser?). Una pensión que alquilaba habitaciones a turistas. ¿Qué turista puede venir a estos pueblos? Aquella vez supuse, y hoy lo confirmo, que solo se detienen aquí unos pocos e irremediables fanáticos nerudianos. Ricardo Neftalí Reyes, a.k.a. Pablo Neruda, nació por aquí cerca. En algún muro, en alguna calle, debe haber una placa, pero no me he preocupado de buscarla.

      Viajé a la colonia a principios del 2006, cuando acababa de regresar a Chile. Digo “regresar”, aunque la elección de la palabra no es del todo correcta. Nací en Chile, pero no puedo decir que regresaba; en realidad nunca había vivido en este país. Cuando tenía cuatro años mis padres se exiliaron en Venezuela y nunca más pisamos el Chile de Pinochet. Hasta principios de los 90, cuando ellos decidieron volver tras el plebiscito que reinstauró la democracia. Sin embargo, ni mis hermanos ni yo los acompañamos. Ninguno de nosotros tres guardaba relación con el país de mis padres. Ninguno de nosotros tenía ganas de ir a vivir a un país en el fin del mundo. Mi hermano pequeño se quedó en Venezuela. El mayor partió a Barcelona. Yo me fui a estudiar a Madrid, donde viví casi 15 años.

      Pero tras todos esos años, intensos, felices, estaba agotada del ritmo de mi ciudad adoptiva; mucho trabajo, mucha fiesta, mucho ruido, mucha soledad y, llegado el 2005, ya muy pocas perspectivas. Por eso la propuesta de un amigo productor de convertir en guión una historia a la que yo llevaba tiempo dándole vueltas, cobró sentido de pronto. Era una manera de escapar un rato de Madrid para investigar un caso lejano, estremecedor, del que se sabía bastante poco fuera del Cono Sur. La Colonia Dignidad, esa secta de alemanes que desde hace más de medio siglo habita en un enorme predio de más de 16 mil hectáreas a los pies de la cordillera de los Andes, en el sur de Chile, a él le parecía el material perfecto para una película, un caso con todos los elementos para fabricar un gran guión. Para mí había sido un tema del que atesoraba varias carpetas en mi escritorio y que llevaba en ese entonces ya más de seis o siete años obsesionándome.

      No sé dónde leí por primera vez sobre estos particulares colonos alemanes implantados en Chile en los años 60. Si acaso lo escuché en alguna conversación en casa de mis padres. O si seguí el hilo de alguna noticia en un periódico. O si apareció en una charla con amigos. Pero sí conservo una primera asociación, simple, ingenua y, también, muy nítida. Al escuchar (o leer) sobre Colonia Dignidad recordé inmediatamente la Colonia Tovar, una pequeña comunidad de alemanes que se había asentado en las montañas de Venezuela a mediados del XIX, a unos 80 kilómetros de Caracas. Íbamos con mis padres algunos fines de semana, porque era un típico paseo familiar de clase media, un saludable escape de la agobiante ciudad. A nosotros nos encantaba porque en ese trayecto que apenas duraba hora y media imaginábamos que íbamos a otro país, un país europeo. Por el camino entre montañas ascendía una neblina espesa y misteriosa y hacía cada vez más frío; allí también se cultivaban fresas y moras, frutas exóticas que no había en la ciudad.

      La llegada de estos colonos fue una epopeya trágica y terrible, llena de “elementos” dignos de ser contados en una película. Mi madre, a la que siempre le gusta explicarnos la parte oculta de las historias, compró en el pequeño museo del pueblo un folleto y lo leyó en el auto de regreso a casa. En 1842 habían embarcado casi 400 colonos desde Baden, una región ubicada entre Francia y Alemania, buscando un nuevo hogar. Tentados por las tierras y promesas que ofrecían los recién estrenados gobiernos de los recién estrenados países de América, arribaron a Venezuela. Antes de llegar al puerto de La Guaira algunos se enfermaron de viruela y tuvieron que mantenerlos en cuarentena, presos en el barco que los traía a su nuevo destino. Cuando por fin lograron desembarcar, ya la mitad había muerto. Los sobrevivientes se abrieron camino por la selva a machetazos, ascendiendo sin descanso, enfrentando la feroz naturaleza tropical, hasta que por fin encontraron un lugar remotamente parecido en clima y entorno a aquellas montañas que habían dejado en su Selva Negra. Con ahínco y tozudez, convirtieron el terreno en un predio agrícola fecundo.

      Ningún gobierno venezolano, a pesar de las promesas, les prestó ni la ayuda ni los suministros acordados. Construyeron sus casas solos, araron las tierras, plantaron sus huertos y se olvidaron del resto del mundo. Y Venezuela se olvidó de ellos. Hasta que décadas después, casi un siglo más tarde, a principios de los años 50, un joven colono rebelde y aventurero, cansado del estricto régimen establecido por sus mayores, se abrió paso de vuelta y rehízo el camino de sus bisabuelos. Se contactó con la embajada alemana y allí se sorprendieron de que hablara un dialecto germano del siglo anterior que ya no se usaba en ninguna parte de Alemania.

      En ese momento, desde el puesto del conductor, en la oscuridad del auto, mi padre, médico, hizo su aporte científico a la historia que contaba mi madre: como los colonos vivieron aislados durante décadas, solo se habían casado y reproducido entre ellos: familiares con familiares, primos con primos, cada vez más cercanos. Producto de la endogamia, se multiplicaron las posibilidades de que la descendencia fuera afectada por alelos recesivos deletéreos y deterioros genéticos. Por eso, entre los colonos recién nacidos eran abundantes algunas anomalías, taras, defectos.

      Ninguno de los hermanos en la parte de atrás del auto preguntó qué era “endogamia” o “deterioros genéticos”, pero yo me quedé con aquella palabra extraña y sonora: alelos recesivos.

      Siempre nos hospedábamos en un hotelito emplazado junto a un molino de agua. Era una copia de las casas bávaras, de techo rojo, paredes encaladas cruzadas con tablones de madera


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