Sprinters. Lola Larra
que usar ropa abrigada (¡suéteres! ¡gorros!) disfrutábamos merodeando por un pueblo que parecía de cuento de hadas.
Mi fascinación tenía que ver con la probable e inquietante cercanía de aquellos alelos recesivos de los que nos había hablado mi padre. ¿Qué eran, en realidad, los alelos? ¿Solo los sufrían algunos de los colonos o acaso todos los habitantes nacían con ellos, tal vez seis dedos en la mano, un dedo-pezuña en los pies, una deformidad espantosa escondida entre los pliegues de la ropa?
Yo quería ver los alelos. Y, a la vez, el riesgo de entrever seis dedos en la linda chica rubia que nos servía el desayuno en el hotel, me aterrorizaba. La Colonia Tovar era un pueblo de cuento que escondía monstruos tras las cortinas.
Un abismo de circunstancias separaba la historia de los colonos de Tovar con la Colonia Dignidad chilena. Pero a pesar de eso, no podía dejar de relacionar estos dos lugares, escondidos, herméticos, de espaldas al mundo. Y tal vez yo me interesé justamente por los colonos de Chile para seguir el rastro del monstruo. En el caso de Dignidad había muchos monstruos sueltos, muy a la vista, en la superficie. En eso tenía razón mi amigo productor cuando decía que tenía todos los ingredientes para una película. Era fácil reconocerlos con apenas leer los titulares de las (pocas) noticias que habían publicado en España sobre ella: conexiones con el nazismo, colaboracionismo con la dictadura de Pinochet, un confuso y desconocido modelo de secta, la trata de personas, oscuras redes internacionales relacionadas con el tráfico de armas y un último y todavía más, si cabe, escandaloso elemento: la pedofilia.
Aunque nunca había escrito un guión en mi vida, como llevaba tiempo leyendo sobre el tema y ya me sentía bastante confiada sobre mis conocimientos, acepté la oferta. “Lo harás bien; si ya has escrito libros, hacer un guión será un paseo”, me decía mi amigo productor. Los dos libros que había escrito eran una guía por encargo de cómo ganarse la vida escribiendo de 100 maneras distintas y una pequeña colaboración en una enciclopedia de rock latinoamericano.
Las noticias que había recopilado durante los primeros años de mi investigación, las que salieron en algunos periódicos extranjeros a principios de 1999, hablaban del descubrimiento de un subterráneo que confirmaba lo que ya muchos sabían: que la colonia había sido un centro de detención y tortura durante la dictadura. En ese momento, el líder de la secta, el Tío Paul, se encontraba prófugo, acusado de “abusos deshonestos”, un eufemismo para decir que había violado a niños colonos alemanes y también a niños chilenos que habría secuestrado. Por su parte, Pinochet estaba detenido en Londres, esperando el fallo sobre su posible extradición a España o su regreso al país.
Hasta el momento solo tenía notas sueltas, pero el descubrimiento de aquella sala de tortura por la que habían pasado y donde se asesinó por lo menos a 38 opositores de la dictadura, fue el inicio de una búsqueda de información más sistemática a la que dediqué mis ratos libres y que me llevó hacia atrás en el tiempo, hasta la fundación de la colonia en 1961 y a las primeras fugas de colonos, quienes denunciaron, sin que se les hiciera el menor caso, las atrocidades que sucedían allá dentro. La madeja tenía decenas de ramificaciones, cada vez más complejas y delirantes.
Pocos años después de fundarse, Colonia Dignidad cerró sus fronteras, convirtiéndose en un Estado dentro del Estado. Regidos por un sistema casi feudal, sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería, y trabajaban en condiciones infrahumanas (y de forma gratuita) para su señor, el Tío Paul. En la colonia, el señor era omnipotente para decidir el destino de sus siervos. Los hombres y las mujeres no podían vivir juntos; ningún matrimonio se celebraba sin el consentimiento del líder, los hijos eran separados de sus padres. Nadie podía circular libremente fuera de las fronteras de la villa. Sus habitantes no poseían documentos de identidad. Tampoco tenían acceso a televisión, radio o prensa. Muchos de los colonos eran tratados con fármacos, golpeados y castigados, e incluso se experimentaba con ellos en el hospital del recinto. Todos los colonos tenían que confesarse ante el Tío Paul cada día, y delatar a sus compañeros.
Los únicos que contaban con ciertos privilegios eran los jerarcas, una corte formada por unas seis o siete familias que llevaban los lucrativos negocios de la colonia.
Además de la agricultura (cultivo de trigo, principalmente, pero también de todo tipo de frutas y hortalizas) y la ganadería, regentaban dos restaurantes fuera de la colonia, en la carretera de Chillán y en Bulnes. Incluso en una época explotaron minas de titanio y uranio dentro de su terreno. Durante la dictadura se dedicaron al tráfico de armas (en 2005 se descubrió en la colonia el mayor arsenal de armas privado incautado en Latinoamérica). Y además de terrenos y casas, se supone que existen diversas cuentas en paraísos fiscales que nadie ha investigado aún.
Colonia Dignidad era, hasta hacía muy poco, un recinto con puertas de acceso controladas por guardias y una red de túneles y escondites subterráneos repletos de explosivos y armamentos. Sus aviones volaban sin anunciarlo a las autoridades chilenas. Sus guardias perseguían con perros entrenados a los que intentaban fugarse, e incluso ejercían el terrorismo fuera de sus fronteras: persiguieron a algunos fugados hasta la capital chilena. Hasta 1997, y a pesar de las numerosas denuncias, ni la policía ni los periodistas habían podido ingresar al lugar.
El 10 de marzo de 2005, tras una mediática persecución iniciada por la periodista Carola Fuentes, la policía encontró en una casa en Tortuguitas, un pueblo a unos 60 kilómetros de Buenos Aires, al prófugo más buscado de Chile, el líder de Colonia Dignidad, el Tío Paul, el Tío Permanente, como también le decían.
Le había entregado a mi productor un informe detallado con todos estos acontecimientos, con las fechas, los hechos, los protagonistas. Un informe corto y preciso, que no lo aburriera. Y le aclaré que yo no quería escribir exactamente una historia sobre “el caso”, o los muchos casos, de Colonia Dignidad. Le expliqué que ya se habían escrito varios libros, que se había filmado una decena de documentales –y también alguna película de ficción–, llenos de datos fieles, cronologías meticulosas, investigación detallada. Yo no quería dar cuenta de información que ya había sido bien reseñada en la televisión, en el cine, en la prensa y en libros. Me interesaban más las historias íntimas, un punto de vista cotidiano, una historia pequeña que descubriera el día a día de los colonos allí dentro. Más allá de la realidad terrible en la que estaban inmersos, más allá de las torturas a las que fueron sometidos, los trabajos forzados, las drogas con que los amansaban, yo quería saber (y contar) cómo vivían y qué significaba haber crecido completamente aislado: cómo piensa y cómo ve el mundo alguien que creció sin televisión, sin periódicos, sin noticias, sin poder caminar por la calle; alguien que nunca fue a conciertos o al cine o a fiestas o a un museo, una persona que nunca manejó dinero propio ni abrió una cuenta en el banco, que nunca se compró un libro, que nunca alquiló una casa; gente que se enteró a medias del golpe militar, que tal vez no escuchó de la guerra de Bosnia; alguien para quien eran ajenas las siglas OEA, ONU, FMI, los salarios mínimos, internet, el correo electrónico; una persona sin experiencias vitales como los noviazgos, el colegio, los matrimonios, la familia, los cumpleaños; personas que nunca disfrutaron realmente de un viaje o de un día libre. Y sobre todo me interesaba escuchar cómo los excolonos enfrentaban el proceso de regresar a una sociedad “normal”. Cómo se sintieron los que se fugaron y vieron el mundo casi por primera vez y cómo sobrellevaban la vida sin la “seguridad” y el “orden” que prometía la colonia. Nadie hablaba de eso.
También le dije que sentía que ya había leído todo lo que se podía leer a distancia. Ahora tenía que investigar in situ, entrevistar a los implicados, intentar acercarme y entrar allí. Por eso, a las pocas semanas de la propuesta y sin tener la más mínima seguridad de que realmente la compañía para la que trabajaba mi amigo productor se interesaría en desarrollar el argumento del filme y en pagarme por ello, comencé a planificar mi viaje a Chile.
Pedí permiso en mi trabajo, dejé mi piso en la Torre de Madrid, el mejor que había tenido nunca, y me fui a dormir a casa de Cecilia y Pablo, unos amigos que me hospedaron hasta el día de mi partida. Así es que ya estaba. Dejaría España, al menos por seis meses. Volvería a un país prácticamente desconocido, a pesar de que mi pasaporte de toda la vida ostentara en la portada el escudo de la República de Chile.