Sprinters. Lola Larra

Sprinters - Lola Larra


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En las afueras del supermercado en el que hago la compra cada sábado, la vi. Agnes estaba en el paradero de micros. Me reconoció al instante, aunque había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto. Yo la reconocí también: es inconfundible. No se parece a nadie. El pelo encanecido y ralo, acomodado primorosamente con un cintillo infantil; los lentes setenteros, enormes, rosados. Su ropa pasada de moda, las sandalias con calcetines. Su manera de estar en la calle, entre admirada y espantada. Le pregunté cómo se encontraba. Por formalidad, con temor a que una vez más me hiciera sentir que le debía algo, que ella y su marido necesitaban algo que yo podía pero no quería dar. Me abrazó, y sentí que realmente estaba contenta de verme. Le dije, tal vez porque quedé atribulada con el abrazo, que me habían invitado a Parral a dar un curso. Fíjese, qué ironía, voy a tener que volver allí, agregué. Se apartó un poco y me miró de arriba abajo.

      Entonces puedes llevarle el chelo a mi hermana, soltó de pronto, tan contenta y tan tajante, con aquella inocencia y aquella seguridad de cosa ya decidida, que tanto me incomodaba el tiempo en que los frecuenté.

      ¿A la colonia? ¿A tu hermana que vive en la colonia?

      Sí, sí, contestó, feliz. Y entonces fue cuando me contó a tropezones que por fin ella y su marido habían encontrado un lugar, un buen lugar, una comunidad armoniosa, con gente buena, dispuesta a ayudarlos. Se estaban mudando a una finca en Pirque. Y ella necesitaba deshacerse de aquel chelo. Y también hacer las paces con Lutgarda.

      Yo rebusqué en mi memoria. Intenté visualizar las decenas de páginas en las que había transcrito las entrevistas informales que le había hecho a Agnes a lo largo de varios meses. El incidente del chelo estaba en alguna parte.

      Cuando Agnes y su marido se enteraron de que los jerarcas de la colonia habían declarado la apertura, la pareja se atrevió, por primera y única vez, a regresar a aquel lugar en el que habían vivido y padecido la mayor parte de su vida, para pedir que les devolvieran sus cosas. Agnes se quedó en el portón y Lukas, su marido, entró para recoger los pocos objetos que les quedaban. Lutgarda no alcanzó a verlos. Estaba en la montaña, recogiendo piñones. Lukas cargó con algo de ropa y con el chelo. Cuando en la tarde Lutgarda regresó y le contaron que Lukas se había llevado el instrumento, maldijo por horas y envió a Agnes una carta despiadada en la que denunciaba que su marido había robado un instrumento que pertenecía a las hermanas. Agnes, intentando hacerla entrar en razón, respondió que el chelo era suyo, era ella la que sabía usarlo, no Lutgarda; echaba de menos tocarlo, agregó conciliadora. Pero Lutgarda nunca respondió. Desde entonces, las hermanas no se habían comunicado.

      El sol se ha puesto y la noche llega despacio, azul, morada, negra. A nuestra espalda, en la cordillera, varios relámpagos iluminan el valle. Una tormenta de verano, exclama Lutgarda. Se ríe como una niña y con los ojos cerrados levanta su cabeza al cielo, anhelando esa lluvia generosa que se llevará todo el polvo.

      La caseta de la entrada está rodeada por un muro de piedra del que cuelga una placa de bronce que anuncia a los visitantes la entrada a Villa Baviera.

      –Me gustaba más Colonia Dignidad, el nombre original –deja caer Lutgarda cuando pasamos junto a la placa.

      –Bueno, no hubo más remedio que cambiarlo –le contesto, aunque ella ya lo sabe. Ponerle ese nombre de fantasía fue una artimaña cuando perseguían a los jerarcas por diversas querellas fiscales a principios de los 90. Pero Lutgarda mueve una mano restándole importancia a mi explicación y me pregunta por mi película. Durante unos segundos no entiendo la pregunta, no comprendo de qué habla.

      –Agnes me contó en la carta quién es usted, que se conocieron porque está haciendo una película sobre nosotros. Que son amigas. Por eso le encargó traerme el chelo. Jamás lo hubiera entregado a alguien que no fuera de confianza.

      –Esa película nunca se hizo –le digo.

      Hacía más de tres años que el guión que había escrito sobre la colonia estaba archivado en alguno de los despachos de los varios productores por los que había pasado el proyecto.

      –¿Por qué? –me pregunta incrédula–. Después de tanto trabajo, tanta gente con la que habló...

      –No había dinero –le explico.

      –Allá afuera el dinero siempre es un problema –dice meneando la cabeza. Y entonces medita un rato largo–. Ya no le interesamos a nadie, ¿verdad? Creo que nos han olvidado. Así mejor. Mucho mejor.

      Nos quedamos de nuevo en silencio.

      –¿Va a estar en el pueblo mucho tiempo? –pregunta al cabo de un rato.

      –Solo hasta el sábado. Voy a dar un taller en la biblioteca. Cuando termine, regresaré a Santiago

      –¿Un taller?

      –De guión. A gente del pueblo.

      No sé si Lutgarda me ha entendido. No creo que haya visto muchas películas, tal vez ninguna. No sé si sabe lo que es un guión.

      –El guión es como la columna vertebral de una película (¿lo es?) –comienzo, pero me interrumpe, alegre:

      –Como lo que hizo usted con nuestra historia...

      Más o menos. O sí, eso es.

       SECUENCIA I: EL JOVEN ALEMÁN

       Exterior. Campo – Atardecer

      Plano general. Luz naranja y rosa de ocaso sobre un enorme valle cultivado. Vemos desde lejos un grupo de campesinas trabajando en el campo.

       Exterior. Bosque – Atardecer

      Escuchamos una respiración agitada. Un joven se esconde entre la maleza. Suda. Jadea asustado. Solo divisamos su espalda y su nuca.

      Se escuchan ladridos de perros. El muchacho comienza a correr.

      Plano medio. Las campesinas son rubias y todas van vestidas igual: trajes de paño, delantales blancos, pañuelos, el cabello ordenado en trenzas. El ambiente, el ritmo de las mujeres moviéndose entre los cultivos, la luz que cae sobre el valle, el gorjeo de los pájaros, el ruido de un arroyo... todo convierte la escena en un cuadro bucólico y decimonónico.

      El joven es TOBIAS, un muchacho rubio, alto y delgado. Su rostro añejado por el sol impide que adivinemos qué edad tiene. Podría tener 16 años o mucho más de 20. Evitando que lo vean las campesinas, Tobias logra alcanzar la orilla del río.

      Se lanza al agua y nada rápida y desesperadamente para alcanzar la otra orilla.

      Finalmente logra sortear el río. Seguimos escuchando a lo lejos el ladrido furioso de los perros.

      Algunos detalles empiezan a no concordar con el ambiente decimonónico de la escena anterior: alambres de púas y cercas electrificadas...

      Corte a... En el establo de una pequeña casa que parece abandonada Tobias descubre un caballo.


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