El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez
a mis amigas con dos besos. Detestaba que la gente la abrazara. Detestaba sentirse querida en un país extraño. Para ella, no éramos más que un reducto geográfico que se había quedado en el segundo mundo. La culpa era de la pasión y la emocionalidad que le dábamos a todo cuanto nos rodeaba. Solía decirme que era una dramática.
No puedo evitarlo, necesito el contacto con la gente, sentir que me quieren, que me necesitan, que están y permanecen a mi lado, aunque después sea incapaz de corresponder a un acto tan sencillo como un beso en la mejilla, un abrazo o un simple regalo.
Necesito limpiarme de toda esta grasa y este recuerdo sucio que tengo pegado a mi interior cada vez que entro por la puerta de casa y miro hacia el sofá y, sin querer, en mi recuerdo, la veo. Necesito una ducha, quiero esa ducha. Mi pelo gotea la mediana viscosidad del motero experto que transporta cosas ilegales. Llevo la ropa tan pegada al cuerpo por mis fluidos que necesitaré ponerme a remojo por completo.
No paro de sudar y ahogarme desde que se fue.
No tengo hambre. Ni sed. Ni nada.
Solo tengo ganas de verla en ese sofá con las piernas cruzadas y ver cómo se levanta y viene corriendo a abrazarme pese a haber dejado ese miserable trabajo en el que la gente no paraba de gritarme. Hubiera sido bonito vivir ese sueño.
Recuerdo lo que solía decirme Eve cuando entraba por la puerta en esas condiciones, que era como un peluche de una guardería pública después del recreo. Satinada, maltratada y con ese mohín en la barbilla que requería con máxima urgencia una limpieza completa. Era un objeto que venía sucio y que debería ser procesado. Yo abría los ojos como platos, sorprendida, porque a pesar de venir rota y desarmada de un mundo exterior que me había vapuleado, tenía la esperanza de que diera el paso que tanto necesitaba hacia mí.
Entraba en la ducha con la misma fantasía que nunca me atreví a contarle. Deseaba que entrase sigilosamente en el baño mientras yo tenía la cabeza sumergida bajo el agua.
Me hubiera encantado tener los ojos cerrados. Oír como el rasgueo de la tela del sofá anunciaba que había huido deliberadamente de la comodidad en la que se instalaba cada tarde. Sentir sus pies largos y descalzos crujiendo el suelo de madera mientras intentaba flotar por el pasillo en un intento de sorprenderme. Escuchar en la oscuridad de mis parpados cerrados cómo se abrían las bisagras de la puerta, despacio. Notar como entreabría ligeramente la cortina de plástico y cambiaba por un segundo la temperatura interior.
Pensar que cada gota que rebota en el azulejo de la ducha en realidad está golpeándonos a las dos desnudas. Yo, con mi cabeza hundida en el pecho para dejar paso al agua caliente en mis cervicales.
Tú, con tus enormes manos apoyándose en mi espalda. Tan frías, tan secas, tan pacientes.
Yo, con la piel resbaladiza por la grasa y el jabón y las yemas de tus dedos y tú, rodeándome con tus brazos. Queriendo recogerme y estrecharme contra ti. Volver a escucharte: Ich Liebe Dich. Ich Liebe Dich. Ich Liebe Dich. Imagino tus pechos apretándose contra mi espalda, mientras me susurras con tu voz de actriz rota que no vas a marcharte. Pienso en los besos que me darías entre tus brazos en el pliegue de mi cuello. Siento tu lengua arrastrando mi sudor, mi pena, mi rabia. Lamiendo las heridas que tengo en la clavícula.
Sigo soñando con los ojos cerrados en medio del pasillo mientras tú no estás y yo noto cómo deslizas tus manos por mi vientre y apoyo la pierna en la bañera para dejarte paso y tú abres mi vello púbico y buscas ese lugar que encontraste para reconciliarte cada vez que tuvimos a bien pelearnos y yo me humedezco de esa cosa tan extraña que parece ser agua pero en el fondo tiene una textura espesa y tú abres mi carne caliente e introduces uno de tus dedos dentro de mí mientras me inclinas ligeramente para que me apoye con las dos manos en la pared y yo me dejo llevar por ese traqueteo suave y tranquilo con el que me gustaría reencontrarte y tú jadeas en arameo que todavía no quieres que te deje y yo me agito como una lava volcánica encima de tu mano y tú empuñas cientos de señales de tráfico y yo me rompo en un bramido solitario mientras el suelo tiembla bajo mis pies.
Abro los ojos. Dos lágrimas espesas resbalan por mi cara.
Esa tarde la casa está silenciosa. Yo estoy sola. La misma sensación de desapego que llevaba sintiendo durante semanas me invade por completo. No quería recordarte. Solo tenía ganas de darle una patada a la puerta del baño, abrir a máxima presión el grifo con agua caliente y meterme debajo. Poner mi cabeza y mi pelo mugriento, mi cuerpo y ese pegajoso recuerdo de las calles madrileñas a remojo. Quería que se esfumara el olor a pis de mis botas, que desapareciera la nicotina de los fumadores pasivos, que huyeran de los poros de mi piel todos esos mendigos que me habían parado para pedirme dinero cada vez que aparcaba la moto para pedir un paquete. ¡Eh! Me llamo Raquel. He venido hasta la puerta de su establecimiento a consumar esta entrega, no deje, no permita, que mi aspecto le dé una imagen equivocada de la persona que hay dentro. Puedo enseñársela, puedo lavarla, acicalarla, perfumarla. Puedo convertirla en ese ser decente que normalmente es cuando se baja de su caballo de acero.
Y, sin embargo, al mirar el sofá vacío he vuelto a dejarme llevar por tu recuerdo. Eres una zorra. Te odio, me has dejado sola con este vacío, con este sentimiento de culpa, con esta permanente interrogante sobre si habré hecho las cosas bien o solo las habré hecho a medias.
Me has dejado sola, con estas palabras rojas que invaden mi mente a cada instante. Garabateo tu nombre y cierro el cuaderno.
Me limpio las lágrimas con el guante lleno de mugre y las extiendo por mi cara. Dejo el casco en la mesita de la entrada. Las llaves de la moto y del garaje dentro, junto con el mando a distancia de la puerta de acceso a la finca. Me quito los guantes, que están llenos de barro, y los tiro al suelo. Los tiro con rabia porque no me apetece limpiar la mesa de la entrada después y como ya no estás y nadie, porque yo así lo elegí, va a entrar por esa puerta a sustituirte, puedo dejar por medio lo que me plazca. Les doy una patada recordando lo que no me diste y, al acordarme de todos los quiebros que he tenido que hacer contigo para poder llegar a verte cada tarde en ese sofá, una lengua de fuego me sube y me nubla los ojos de color violeta. Me desabrocho la chupa de cuero lentamente, veo cómo se colocan mis pechos dentro del espacio que se va a abriendo al exterior. El aroma de mi sudor plagado de feromonas me sobrestimula. Evocarte todavía me excita. No puedo olvidar el olor de tu piel después del sexo. Por un momento, siento calma. Paso uno de mis dedos por el seno derecho y después lo pruebo. No sabe a nada. Humedecido vuelvo a pasarlo y al volver a mi boca un sabor salado me vuelve convulsa. Me gusta mi sabor, siempre he dicho que si pudiera practicarme sexo oral a mí misma no dudaría en hacerlo. Ha habido otras bocas, otras lenguas, otras salivas que han sabido devolverme mi sabor y siempre he disfrutado con él. Me gusta el sexo oral. Dota mi sistema nervioso de una potencia vital que me emociona. Termino de desabrocharme la cazadora de cuero, me la quito de encima, porque se ha vuelto pesada, porque he comenzado a tener calor, porque al igual que los guantes nadie me dirá dónde tengo que dejarla. No me perseguirás esta tarde por encima de tus gafas de metal. No querrás venir a la ducha. No querrás abrazarme. También la tiro al suelo y le doy una patada y me río, mientras van naciendo olas de amargura interna, porque me doy cuenta de que, aunque yo quisiera que alguien entrara por esa puerta y que me gritara porque he dejado la ropa tirada en el suelo, nada podría ser más lejano a la realidad. Quién va a quererme ahora que tú te has ido. Quién va a decidir que estaría mejor debajo de la ducha que allí haciendo un ritual absurdo de entierro de mi franqueza mientras los duelos que deberían haberse pronunciado la noche que te encontré con otra se escapan por la ventana.
Avanzo un poquito por el pasillo, como si fuera una china que tiene los pies muy pequeños, y tengo cuidado de no pisar mis cosas para no dejar las pruebas evidentes a quien algún día entre por esa puerta de que allí, tal día como hoy, se cometió un verdadero asesinato. Me desato el cinturón. Me doy cuenta de que estoy adelgazando, de que gracias a tener que preguntarme a mí misma si el problema fui yo he perdido por completo el apetito. Es triste darse cuenta de que una está enamorada de la comida y que en este momento no le apetece ni probarla. No sé cómo aguanto encima de la moto esas interminables horas de intenso tráfico. Cómo puedo resistir esa tensión circulatoria sin comida, sin venirme abajo, sin que nadie decida si entra sigilosamente en el baño o no. Me saco la camisa.