El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


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bum, bum.

      Se puso sobre ella. Pesaba mucho. La sujetó por las muñecas mientras Marta respiraba dificultosamente. El sudor iba escurriéndose por su rizado flequillo y caía en los oscuros y huidizos ojos de Marta. Sintió que iba a partirse. Sintió que iba a partirla. Sintió que el césped bajo sus rodillas y sus pies crecía. En los ojos de Marta leyó el miedo, el mismo que sienten los animales que son apresados y descuartizados, y eso lo llenó de rabia, porque él quería que esa llama que ardía en sus ojos fuese igual que la suya. No quería ver el temor, ni la inseguridad, ni la duda en ella. Quería ver el deseo, un deseo resplandeciente y terso como su propio órgano sexual. Marta se revolvió debajo de él, tensa. Muchas veces había deseado tener su cuerpo cerca, abrirse a ese fulminante sentimiento que no la dejaba estar tranquila. Lo quería, sí, pero no de esta manera. No con la violencia con la que la sujetaba.

      —Suéltame —farfulló muy seria mientras le miraba a los ojos.

      Toni se desplomó encima de ella, con la rodilla forzó que abriera las piernas. Pecho contra pecho, dejó que el suave calor de ella le invadiera. Una ropa interior de algodón empapada en sudor y en excitación recibió su pierna. Al contacto con el muslo de Toni, Marta gimió de placer. Sin querer. Llevada por una emoción nueva que anticipaba algunas sensaciones desconocidas para ella hasta el momento. No había nada entre ellos, solo ropa. La nuca de Toni, la espalda de Toni. Sus hombros, fuertes, fibrosos, evidentes como el rugido de un león, le hacían dudar de si quería que se quitara de encima o si por el contrario le apetecía que siguiera. El contacto con su cuerpo, piel con piel, su olor, un olor que sabía a desconocido y a íntimo, había desestabilizado todas sus barreras interiores. Movió sus brazos, ahora libres, en un gesto que iniciaba un abrazo, quería apretarlo contra su pecho. Dejarse llevar por la emoción de tenerlo cerca, pero él había escuchado lo que momentos antes le había pedido. Se hizo a un lado, como un amante que desierta en mitad de un acto sexual. Estaba avergonzado. La excitación y la culpa le abrieron los ojos ante el flagrante hecho de que ya no podían seguir viéndose, porque nunca se mirarían igual. Se giró, tumbándose bocabajo con la esperanza de que Marta no se diera cuenta. Le dolía. Sabía que tardaría un rato en deshacerse de aquella pulsión incómoda. Fijó los ojos en el columpio que seguía cortando el aire por encima de ellos, muy cerca. Siempre le habían dado miedo los columpios. Cuando era un crío, había visto una película con un payaso que secuestraba niños en un parque infantil. Recordó la sensación de vértigo que le producía recordar que había pasado demasiadas horas solo en el parque, esperando a que alguien viniera a recogerle y temiendo que ese desalmado fantasma con pelo encrespado y violento viniera a por él.

      Uno, dos, tres. Niños que desaparecen cuando los adultos miran hacia otro lado. Payasos vestidos de paisano. Degenerados que buscan pequeños hombres que permanecen solitarios y frágiles, esperando a que alguien les recoja en un parque mientras cazan hormigas y se las llevan a la boca. Toni cerró los ojos con fuerza. Vio la sombra de un extraño acercarse hacía él en aquella fría tarde de invierno, en la que él montaba en la oxidada herradura que era aquel tiovivo. Solo pero feliz. Deseando que llegarán las ocho y media de la tarde. Momento en el que subiría por su propio pie a casa a cenar. Instante en el que su madre aparecería por la puerta y le daría un abrazo, el abrazo seguro de las personas que te quieren. El que no titubea, ni se prolonga, ni busca otra cosa que estrecharte fuerte y romper todos los miedos que te aprisionan. Pero aquella tarde, aquella tarde el pequeño Toni estaba jugando a mojarse en el parque, estaba huyendo mentalmente del payaso que comía niños y sintió cómo un pie, un enorme pie, le empujaba de su montura con una brutal sacudida y le tiraba al suelo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Sintió que la respiración se paraba en su pecho durante unos segundos para volver a él espontáneamente. Al girarse bocarriba, vio el rostro desfigurado de un desconocido. Los oídos se habían ensordecido por la conmoción del golpe. Bum, bum, bum… Entre sordos latidos que amenazaban con romper lo poco que quedaba de él, escuchó como vociferaba, casi no podía oír lo que decía. Lo cogió por la cazadora y lo izó en el aire.

      Marta ventilaba más despacio. Se llevó la mano a la cara y con el dorso se limpió el sudor que le nacía de la barbilla.

      PLAZA DE LOS CUBOS, 3

      Les mandé a la mierda. Sí, unos días después de que Eve se marchara arrastré mi culo hasta el trabajo y, tras la primera llamada, el primer grito del día, solté los cascos encima de la mesa. Cogí mis cosas y me marché por la puerta sin dar explicaciones sobre nada. La gente cree que el hecho de que paguen un servicio les da derecho a gritarte. Se piensan que estás en la obligación de aguantar sus frustraciones. Nada más lejos de la realidad, de lo único que tenemos obligación los unos con los otros es de respetarnos.

      Volví a sentarme encima de mi moto. Fue lo primero que hice al llegar a casa. Arrancarla, sentarme encima, dejar que su rugido me invadiese. Necesitaba de nuevo esa libertad entre mis piernas, aceleré con el puño y me deje llevar por las calles madrileñas. Volví a sentirme libre y decidí que no volvería a encerrarme en una oficina atestada de personas que están atadas a una vida que no les hace felices. Puedo ser mediocre también en el mundo exterior y, si me apuras, puedo incluso ser feliz siéndolo. El tema es no dejarse llevar a un lugar en el que te griten sin darte siquiera los buenos días.

      Pronto recuperé mis contactos nocturnos y me dediqué a llevar algunas cosas de aquí para allá y de acá para allá y no me preguntaba, ni me planteaba, que llevaban esas cajas en su interior. Esto ya no consistía en repartir piezas de motores o aires acondicionados. No consistía ni mucho menos en ser alguien útil para el mundo del motor, no. Esto eran favores que se pagaban en negro, a los amigos de Angie, y que posiblemente no fueran del todo legales. Nunca he estado muy a favor de rozar la ilegalidad, pero la verdad es que tampoco me parece del todo lícito atarte a una silla treinta años porque un día firmaste el papel equivocado. Así volvimos a vernos. Yo a ella y ella a mí y a todas las cajas que yo transportaba haciéndole un favor inmenso al mismo tiempo que recuperaba una libertad que me era indispensable y casi siempre insuficiente.

      Llevo todo el día corriendo de un lado para otro. Habitualmente, a menos que tenga mil encargos, no suelo correr con la moto, pero en días como estos, en los que hay huelgas generales, atentados, colas interminables de voluntarios que te piden un minuto de tu tiempo, de tu atención, y los veinte dígitos de tu cuenta corriente; lo último que me apetecía era mezclarme con la masa informe de gente que va camino de alguna parte, porque siempre hay alguna parte a la que ir, eso es así.

      Lamentablemente, elegí un mal día para conducir por Madrid. Hay un atasco en cada esquina. ¿Quieres una prueba fehaciente de que la gente, la mayoría de la gente en su conjunto, está loca? Coge un medio de transporte privado cuando está lloviendo en hora punta. Ahora me acuerdo, aquí viven siete millones de personas, en este sitio tan gris en el que las carreteras se convierten en pistas de mantequilla que te perdonan la vida cuando caen cuatro gotas. ¿Crees que alguien se va a parar, siquiera, a ver si tras el último bote de su Lexus importado te ha escupido un río de barro y humo líquido? No tenía esperanza de que sucediera. Hace tiempo que dejé de creer en una sociedad que se vista por los pies y que tenga, cualquiera de las personas que nos rodean, un mínimo de sentido común, de educación o empatía hacia el prójimo.

      Efectivamente, la moto y yo estamos llenas de grasa de la carretera y de barro. Entregué todo a tiempo, menos mal. Cada loco con sus dosis, pero ahora tengo esa sustancia asquerosa que huele a gasolinera de medio pelo hasta en la cara.

      Recuerdo las tardes que venía de trabajar pringada de aceite, humo y sudor hasta la médula y Eve estaba sentada en el sofá de casa con las piernas cruzadas, mirando su portátil. La mayoría de las veces me miraba por encima de las gafas, emitía un gemido de disconformidad, como si hubiera venido a romperle su paz interior, y me lanzaba una sonrisa de condescendencia. Me gustaba ese gesto que hacía cuando levantaba la mirada por encima de las gafas de metal. Hacía que sintiera que alguien infinitamente más maduro que las dos juntas se había sentado entre nosotras. Eve tenía la costumbre de no saludarme físicamente. Decía que era una costumbre muy alemana,


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