El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


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los ojos en ella. Al aterrizar en suelo americano, una de las cosas que me había propuesto por encima de todo lo demás, incluso de realizarme como bailarina, era reconvertirme a heterosexual en cuanto pudiese o en cuanto las circunstancias idiomáticas me lo permitieran, porque era consciente de lo sola que iba a estar, sobre todo al principio. Me decía a mí misma que aquello que me había sucedido no estaba bien, que había sido producto de la inexperiencia y la juventud y que se basaba, sobre todo, en el conflicto natural que se da entre los dos sexos a tan temprana edad, pero algo dentro de mí que yo negaba con persistente contundencia se imponía contra todo pronóstico en mi lucha por aparentar ser más bisexual de lo que siempre he sido. Lo increíble que me resulta la intimidad con alguien que es igual a mí y lo fácil, simple y tácito que es despertar mis zonas erógenas a su contacto es algo contra lo que no puedo luchar, excepto si practico la abstinencia total y eso incluye no mantener cualquier tipo de relación afectiva con una mujer que no sea una amiga.

      Exactamente eso es lo que tendría que haber hecho en el momento que entré por la puerta de la academia de baile, pero fue verla vestida así, con esas mallas negras ajustadas que resaltaban sus redondas y musculadas piernas, y saber desde el primer instante que lo tendría difícil para resistir cualquier tipo de tentación. ¿No te ha pasado alguna vez que entras en una sala y fijas las vista en alguien sin querer y de pronto te imaginas cómo sería desnudo y caes en la cuenta de que te sobra todo alrededor? La gente, el ruido, la música, las centelleantes luces que luchan contra la tiniebla de los locales. Todo en torno a ti parece que se para. Tus oídos quedan ensordecidos y hasta el corazón parece que empieza a bombear menos intensamente. Parece que ha dejado de necesitar la sangre, el oxigeno, los sueños. Pronto su olor llega a ti; aunque en el mundo exterior huela a rata muerta y no quede más alternativa que sufrirlo, te invade. Llega un momento que te quedas parada por completo y ya no puedes obviar durante un minuto más su existencia.

      Cierras los ojos, la ves.

      Guiselle era la mujer más bonita que había visto en toda mi vida. Con razón todos los chicos que no eran gais de nuestra academia andaban como locos por ella. Era extremadamente atractiva, rotunda, con una fuerte personalidad que no reñía en ningún momento con su increíble talento para la danza. La primera vez que entré en la escuela y la vi haciendo una demostración de baile contemporáneo sobre la tarima encerada, deslizando sus pies como si estuviera bailando por una playa enorme, aplacando con sus manos, sus brazos y su pelo rizado unas olas inmensas, me quedé sin aliento. Supe que iba a tener serios problemas para disimular la emoción que me rompía por dentro cuando la tenía enfrente. Al bailar y arquear su cuerpo y llegar al suelo o alejarse de él, al rozar el espejo con la espalda o abrir las piernas o dibujar una figura en el aire, sosteniendo su cuerpo en cada vuelta más de lo que ninguno podíamos, yo sentía que un hilo fino tiraba de ella hacía mí y destapaba en mi cuerpo una piel arrasada por el dolor, por la distancia de un país que no me era propio, por la soledad que llevaba dentro y que me impedía reconocer el amor en cuantas personas se habían cruzado en mi camino y que yo había apartado de un empujón. Para mí, la vida era un baile representado por una lucha constante contra los elementos, contra las circunstancias, que siempre veía como nefastas, y contra mí misma. Para ella, el baile era solo baile y, por eso y por la rotundidad de su elegancia, era hermoso verla bailar y sentir que algo se te rompía dentro. Daría lo que fuera por volver a enamorarme así, sin poder ni querer evitarlo.

      El hecho de tenerla delante hacía que mostrase una timidez que no me era propia. Me dediqué a trabajar mucho los aspectos más puristas de la técnica, a crear relaciones de igual a igual con algunos de los bailarines con los que más afinidad sentía y quise mantenerme alejada de ella. Me conformaba solo con verla bailar, ejecutar, sentir los pasos y las coreografías que nos enseñaban. Después esperaba a que todo se quedase desierto y con uno de ellos, al que abrí la puerta para flirtear conmigo descaradamente, practicaba el cuerpo a cuerpo. A veces, simplemente danzábamos por la sala, aprovechando el silencio que nos daba la furtiva danza; otras nos batíamos sobre la madera como animales y desfogábamos, dando rienda suelta a nuestros instintos, toda la tensión sexual que se había acumulado en nuestro interior. Yo no lo quería, no al menos como sabía que la quería a ella. Al cerrar los ojos mientras tocaba mi cuerpo, me imaginaba estar siendo seducida por sus manos finas y elegantes que dibujarían en mí las cuarenta mil coreografías que habían aprendido, pero, al abrir las pestañas, me encontraba con John, el metro noventa y tres de hombre que había elegido para ser mi pareja en la tarima y fuera de ella. Sé que resulta cruel lo que voy a contar, pero es la única manera que yo encontré de sobrevivir con el corazón dentro del cuerpo, durante los meses que pasé intentando aprender a ser mejor bailarina sin dejarme todo lo que no podía tener en otro sitio por el camino.

      Se me fue de las manos, no me di cuenta de que John quería pasar cada vez más tiempo conmigo. En la escuela, fuera de ella, tomando un café. Muchas veces solo me dedicaba a escuchar e intentar entender lo que decía, porque todavía me costaba horrores comprender totalmente todo lo que tenía que decirme así que, simplemente, me limitaba a poner los oídos en modo de escucha alternativa y a no interrumpirle, captando, de tanto en tanto, su experiencia vital: cómo era su familia, cómo había dejado la universidad por el baile, la etapa que pasó bebiendo y solo bebiendo y cómo ahora se sentía plenamente realizado y esperaba, dios mediante, asistir un día a la audición de sus sueños. Me decía que yo le hacía gracia. Me decía que le gustaba hacer el amor conmigo encima de la pista cuando ya no había nadie practicando. Me decía que soñaba con visitar mi país y poder recorrerlo juntos de una punta a otra. Le gustaba que le mordieran las orejas y que le echaran el aliento en la nuca. Disfrutaba cuando le daba la vuelta y era yo la que parecía montarle. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que se lo hiciera así. Me dijo que nunca había conocido a una mujer que no tuviera prejuicios y le gustase tanto jugar en el acto. Alucinaba con el sexo oral, con la forma en la que lo practicábamos casi sin conocernos. Tan solo ver como mis labios iban descendiendo por su depilado y musculado torso mientras yo cerraba los ojos y me imaginaba los pechos de ella, hacía que sus ojos se quedasen en blanco y que su pene se pusiera, total, absoluta y completamente erecto. Hacía que recibiese mi boca sin ninguna resistencia. Para mí, era lo normal. Dos amantes que disfrutaban del sexo sin ir más allá, podría haber compartido mis silencios, mis cafés, mis mordiscos o mis juegos sexuales con cualquier otro que hubiera sido igual de atractivo y atento e igual de inocente y, la verdad es que no me di cuenta de que John, pasado un tiempo, me miraba con ojos distintos, porque yo estaba muy ocupada tratando de ocultar que, tras cada movimiento de Guiselle, mi corazón se precipitaba a un abismo sin fondo.

      Llegó el día en el que la tensión sexual que me desencadenaba tenerla cerca hizo que pasara de ser la chica tímida que está al fondo de la clase a convertirme en la arpía descarada que intentaba atraer su atención aunque fuera de malos modos. Como no conseguí más que recibir un par de broncas por parte de mi profesor, volví esa rabia contra mí misma y contra John, con quién realizaba cada vez prácticas sexuales menos provistas de cariño y más agresivas, hasta que llegué al punto en el que nada me saciaba, excepto tenerla a ella cerca, y le propuse una apuesta que a ambos nos pareció divertida, porque implicaba algo de peligro. Si yo conseguía seducirla antes que él, nos casaríamos en un casino de Las Vegas.

      No sé cuál fue el momento exacto en el que perdí el norte por completo, pero me volví loca de repente y decidí que podría seducir a cualquiera que se pusiera en mi camino sin tener que pagar ningún precio por ello. Nunca pude llegar a imaginar las consecuencias de tan estúpida e irresponsable apuesta. Para él no fue más que una anécdota divertida, una conversación trasnochada a la que no le dio la mayor importancia. Otra nota a pie de página más en nuestro historial emocional que hacía que su sexualidad fuese un poco más abrasiva de lo que ya era, puesto que imaginar a su novia con otra chica hacía que su excitación fuese más allá de lo evidente. Para mí se convirtió en una carrera de seducción a contrarreloj en la cual él y por tanto todo el mundo heterosexual me daba permiso para ejecutar de pleno mis deseos más íntimos y lascivos hacia ella.

      Me lo tomé en serio, todo lo que se lo toman las personas que están enamoradas.

      No me costó mucho entrar en ella. Era una persona afable, abierta, extrovertida, social, que disfrutaba ampliamente de la compañía de los demás. En cuanto le pedí ayuda


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