El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


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el futuro. Pronto os sentaréis todos en la misma mesa y, fracaso tras fracaso, dejaréis de miraros como personas que antes se degustaban las unas a las otras y comprenderéis cuánto de mentira había en vuestra cotidianidad.

      Toda la vida fingiendo que podías ser un gran chef y, al despertar, ¡oh, qué gran putada! descubrir que no puedes distinguir lo dulce de lo salado.

      Ni lo amargo de lo picante.

      Ni el odio del amor.

      Afligido, buscarás nuevas sensaciones que te lleven al extremo y en ellas no encontrarás nada más allá que un atajo de calorías insustanciales. Un postre, otro, otro y otro y al final la nada. El vacío, la inocuidad y la vida desfilarán ante tus ojos burlándose de ti, dejando ver cómo los demás lloran y ríen y disfrutan del sexo y son felices y, mientras, tú te quedas esperando a que en el último plato te sirvan algo que merezca la pena.

      Un día mirarás unos ojos de color castaño que te parezcan hermosos y después de cinco minutos caerás en la cuenta de que jamás podrás hacer que sonrían y te sentirás triste, porque para ti la tristeza es el sentimiento comodín. Lo más parecido al amor y lo más parecido al odio. Lo más parecido a volver a casa.

      Me toco la barba. He tenido que dejarme barba porque me han reconocido circulando por la zona. Varón de unos veinticinco años. Ojos y pelo moreno. Sin barba, delgado y fibroso, de aspecto aseado pero informal, de mirada fría, enfermiza, impenetrable y huidiza. Español. No sonríe. Nunca sonríe. Será porque la vida jamás le ha hecho ni puta gracia. Es él, sin duda alguna, es él.

      Avanzo con pasos gigantes de gacela tuerta dispuesto a perderme entre la multitud de una ciudad que no es ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Ni demasiado bonita ni demasiado fea. Entre el gentío estival, busco el anonimato, el calor, pasar desapercibido por lo que acaba de suceder. Busco la inflexión de mi pene, pero todavía, pese a mis anchos vaqueros, me delata. O eso es lo que yo creo, tal vez sea solo mi imaginación y es lo que pienso, pero no es cierto. Paso la mano por encima de la cremallera mientras camino, haciendo el amago de rascarme, como intentando disimular que aquello está a punto de explotar entre la gente, como intentando dejar de ser el pervertido que soy. Tengo la intención de saber si todavía está pidiendo guerra y lo consigo. No se baja. Cuando la palanca se acciona tarda un par de horas en volver a su sitio. La sangre fluye en el cauce de río caudaloso. No hablo de la palanca física, sino de la mental, la que se dispara cuando se me cruza el cable rojo con el azul. A veces, me pregunto si no sería más sencillo masturbarme y terminar con esto y dejar de sentir esta especie de vergüenza o de culpa, o de desesperación o lo que sea que no me deja ser una persona normal y corriente como los demás. Hay veces en que lo deseo. Ser una persona como los demás. Perder mi sensibilidad y mi tristeza y mis fantasmas. Convertirme en alguien absolutamente átono. Serlo o culminar estos intentos de asesinato, violación o suicidio que siempre se quedan en casi nada. En hogazas de pan venidas a menos que lloran en mostradores ante la mirada difusa de quien acaba de entrar por la puerta y no entiende nada. Estoy convencido de que no he sido capaz de llegar hasta el final porque algo hay dentro de mí que puede ser rescatable. Solo necesito una oportunidad.

      Una oportunidad en la que no se me vuelva a permitir intentar asfixiar a nadie.

      En la que dejen de darme pastillas.

      En la que pueda volver a enamorarme.

      Y tener sexo.

      Un sexo que sea parecido al amor.

      O al llanto.

      O a la asfixia.

      Durante algún tiempo, lo intenté. Mantener ciertas prácticas sexuales de riesgo en las que se forzara la intensidad del orgasmo mediante la asfixia. No encontré chicas que quisieran practicarlo conmigo. Después me di cuenta de que, en realidad, solo buscaba el amor dentro del amor y eso no me lo podía dar la asfixia.

      Siempre lo he tenido bastante difícil para ligar, pero, una vez que lo conseguía, se volvían locas por mí. Bastaba el hecho de que ninguna me importara lo más mínimo para que al final de un par de encuentros de sexo salvaje terminaran pensando que era el amor de su vida. La gente suele confundir la ansiedad sexual con el deseo. Donde ellas esperaban amor, yo solo quería eyacular, pero hay chicas que eso no lo entienden y, cuanto más duro realizas alguna práctica sexual, más se meten en el juego de la perversión y, sobre todo, en el juego del poder. Recuerdo la primera vez que practiqué sexo anal. Para una persona como yo para la que el blanco representa blanco y el negro representa negro, cuando alguien dice no, obviamente quiere decir no. Luego en la mente de un ser megasocial, como vosotros todos los que me rodáis, pueden surgir ciertas actitudes, impulsos o palancas que siembren la duda sobre las cosas que los demás exteriorizan o piensan, pero, en principio, la estabilidad de los ricos de alma para con el sistema se basa en el hecho de que cuando alguien dice que su plato está salado es porque verdaderamente lo está. Nosotros no podemos degustar, por eso confiamos ciegamente en los sentimientos del otro. Uno no se llega a imaginar ni en la peor de sus pesadillas que, cuando una chica te dice no mientras intentas penetrarla analmente, en realidad está diciendo sí. Por eso jugaba a deshacer el amor con aquella chica que había salido de alguna callejuela de mi parque. Una chica a la que yo, por lo visto, le gustaba tanto como para hacerlo conmigo sin perder la “virginidad”.

      Desde el momento en el que nos vimos estaba claro. Íbamos a tener un poco de sexo, confiando en que al final lo que hiciéramos no se convirtiera en sexo de verdad.

      HORTALEZA, 66

      Ha amanecido. Si hay algo que no soporto de la vida es que amanezca sin pedir permiso. Tengo que levantarme; si quiero cobrar y mantener este indigno y nuevo trabajo, tengo que levantarme. Yo no quería tener un horario esclavo, ese sueldo mísero, esta vida de mierda con la que se supone debería estar feliz y contenta, pero no me ha quedado más remedio. Hay facturas que pasan todas las semanas bajo la puerta. Mientras oigo cómo mi vecina grita a sus hijos, hay facturas que se cuelan en nuestros buzones. Este es el auténtico drama de la vida. Eso, aparcar mi moto. Coger el metro. Todo uno. Tengo que afrontar esta reconfortante semana en la vida de una teleoperadora venida a menos si quiero mantener este pisucho en el que me encuentro. No digo en el que me hallo, sino en el que me encuentro, porque no es lo mismo encontrarse que hallarse. Ojalá me hubiera hallado, el verbo hallar siempre me ha parecido digno de un pirata. Una debería hallar tesoros, miles de tesoros ajenos en las esquinas que nos hablaran de la vergüenza ajena, que nos hablaran de la humedad persistente de un otoño seco, que nos trajeran los recuerdos ebrios de una edad más temprana que nos hizo como somos ahora. La madre de la mierda.

      Me duele el corazón, cada vez que lo recuerdo, me duele el corazón. Leí en alguna parte que no es indicio de infarto, sino todo lo contrario, es señal de que todavía me late. Pregúntale a cualquier camarero. Te lo dirá, porque son psicólogos de barra y saben de lo que hablan, que lo mío es ansiedad. Así, pura y dura. Tócate los pies. Ansiedad. Que cuando me falta el aliento es porque algo me está produciendo angustia. ¿Hola? ¿Os presento mi vida? Un conjunto de ironías en el que la protagonista principal ha perdido el norte. La historia de una persona que está desarraigada y que consume libros de color rojo como si fueran caramelos. Era eso o drogarme. Cómo no voy a sentir ansiedad, decidme, cómo no voy a sentirme ansiosa si cada vez que intento rehacer lo poco que queda de mí me encuentro con eso que está ahí afuera y que da tanto miedo. Esas cosas que pululan por la calle y que nadie detiene. Por qué no hay un cuerpo de seguridad del estado que se dedique, por favor, a hacer controles sobre las personas que puedan tener serios problemas mentales. Es en serio, esta sociedad necesita una cura psicológica masiva. Hay demasiada ira en las personas. Casi siete mil millones de personas en el mundo, ¿me oís? Y la mayoría de estas personas están iracundas y ¿sabéis qué es lo que hay detrás de la ira? Una tristeza inmensa.

      Un mar de lágrimas que siempre está a punto de reventar.

      Doy fe, estoy pagando un alto precio cada vez que descuelgo el teléfono y atiendo a otro cliente furioso que me pide la baja. Ahora es mejor no pensar en ello,


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