El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


Скачать книгу
lacrimógenos en los que me convierto. Aquí, te escribo cartas que no conoces porque ni siquiera me contestas y me enfado con mis yoísmos y mis desplazamientos espacio-temporales. Vomito mis luchas contra el continuo goteo que van dejando tus zapatos en los sueños que tengo mientras voy ocultándome despierta. Descalza, me clavo el principio de tus tornillos de viandante sin identidad y siento que una sola lágrima no ha quedado, por lo visto y para siempre, inútilmente abandonada.

      Te das cuenta de todo y apoyas tu barbilla en mi hombro.

      Chica, puedo olerte y sentir como tu sexuado y brillante aroma se empapa en mi ropa. El calor de tu cuerpo me rodea. Es otoño, no sé si ya te lo he dicho, pero ha empezado a hacer un frío de cojones, aunque a ti todo eso parece darte lo mismo porque sigues en mi espalda. Oteando lo que otros, que parecen ser felices, están pensando en rojo para ti. Intentando con el simple gesto de abrazarme por la espalda que no llore. Y yo me siento, por lo visto, eficientemente rota.

      Estoy jugando a convertirme en Steve Jobs mientras siento como vas colándote en mi interior, pero para entenderlo debes estar sola unos cuantos años y comprender que, a pesar de estar caminando entre cientos de personas adictas al móvil, sigues estando sola. Tanto como el día en que naciste y alguien se olvidó que debías comer.

      Tienes unos preciosos ojos marrones que iluminan los oscuros senderos del alma de esta persona que huele a derrota. De mi carne corrupta y sucia no quedará nada ahí dentro, con todo lo que hay ahí dentro que quiera hablar sobre mí. De este dolor. De esta diminuta angustia, que no lo quisiera, pero parece ir aumentando al evocar el recuerdo de su mirada. A través del cristal los siento. ¿De qué se ríen todos mientras lloran? ¿Sobre qué escriben cada vez que están despiertos?

      ¿Con qué sueñan?

      ¿Con qué sueñan esta panda de infelices que se miran y se sienten y se huelen y se tocan?

      ¿Y tú, con qué sueñas?

      Por qué sueñas que me tocas.

      En la puerta de la librería me hallo frente a un cristal que rebota nuestra imagen sin contemplaciones. Chica blanca soltera busca libro que la quiera. Disimulando escruto títulos que puedan llamar mi atención y desatiendo el espectáculo de cariño que sucede ante mis ojos. Busco portadas que desplacen mi miedo y mi soledad durante doscientas páginas, puede que unos cientos más, pero hace un frío que parte el alma. No es ese tipo de frío que te rodea, sino más bien del tipo de frío que te penetra sin pedir permiso. Entra por tus pies, sube y sube por las piernas hasta quedarse colgado de tus entrañas. Pasarán años en los que el verano sea especialmente turbio y cálido, pero yo seguiré acordándome de aquella tarde en la que el cristal de una librería te devolvió una imagen inexacta de ti misma, mientras esos millones de cerebros que escupen el arte de una generación perdida se calentaban el corazón con las manos. Se hacían amigos porque no podían ser otra cosa. Una tarde en la que el frío, de pronto, pasó de ser un ente que te rodea la espalda a una placa de calefacción por inducción humana. Mira, tras de ti, alguien observa el mismo escaparate.

      Y observa lo que sientes.

      Y parece ser indudablemente bella.

      Ya lo veo. Yo, tú y ellos. Haciendo el amor en el mismo sitio donde dejamos atrás el rencor contra la vida. Y sus ojos buscando los míos en el reflejo del cristal. Y vergüenza, miedo, culpa, hastío, halos de emociones que no terminan de caerse al suelo; al darme cuenta de que había desdibujado la única máscara que he tenido a bien construir durante todos estos años. Para un día, para un solo día en el que he decidido ponerme las pinturas de guerra vas tú y me haces llorar. Joder, qué frío hace y qué caliente noto tu espalda pegada a mi cuerpo. No sé cómo lo haces, no sé cómo lo consigues, pero, durante un minuto, bajo la guardia y dejo que una de tus manos me acaricie un brazo mientras la otra me rodea la cintura. Gimo como un animalito. Me acuerdo de Eve con la cara de una desconocida entre sus piernas. Dejo que tu palma pase lentamente, peinando mi abrigo desde el hombro hasta la muñeca mientras te sostengo la mirada en el escaparate. Qué bonitos son tus ojos. No puedo dejar de mirar tus ojos. Intento pasar a través de tu mirada, ver, analizar, estudiar qué es lo que escondes detrás de esa emoción que me conmueve, pero tan solo veo un infinito halo de humanidad y cariño que me desarma. Me olvido de los artistas y me centro en ti, en lo que tú produces dentro de mí. Inmóvil, me convierto en adicta a tus gestos de amor casi al instante, como el perro que tras sentirse apaleado una y otra vez ve en los ojos de una desconocida la ternura que anda buscando.

      Se ha parado el mundo. El silencio lo rodea todo. Ya no hay voces atronadoras, ni ángeles que han venido a la tierra, ni mensajeros de otros mundos que escupen iras inciertas, párrafos inconclusos, ternuras que se escapan a la realidad. No hay libros rojos, ni versos, ni emociones, ni palabras, ni frases, ni recuerdos del presente. Cierro los ojos, sello mis pestañas. Quisiera guardar esa caricia dentro de mí para siempre, pero como no sé articular afectos, me despierto. Me despido de todos con las hebras de mis ojos: de los escritores, de ti, de los libros de color púrpura, del establecimiento. Inconscientemente, he comenzado a verter un pus sucio que revuelve tus caricias. Sudo mares de desgracia y tú pareces no haberte dado cuenta.

      Ya no tengo novia porque no soporto querer a alguien que al final terminará marchándose de mi lado, cuando descubra que no resulto graciosa si me enfado. No la tengo porque me han partido el corazón desde que me acuerdo, porque echo de menos que me abracen y me digan cosas bonitas al oído. No tengo novia porque para mí el sexo es importante y no puedo acostumbrarme a planificar mis polvos semanales por muy estable que sea mi relación de pareja. No la tengo porque no soy capaz de mantener un trabajo sin terminar discutiendo con mis jefes. No la tengo porque gracias a ojos como los tuyos he perdido la fe en el llanto. No, porque ahora me he convertido en dueña de mis orgasmos. Por eso, convulsiono frente al escaparate, fingiendo que me llaman al móvil y te aparto bruscamente de mí. Al volverme, te miro seriamente a los ojos, sin pestañear, durante más tiempo del establecido, con el objeto de que te sientas incómoda, pero tú no desvías la mirada. Tu gesto de cariño me desarma. Tú, gesto de ternura, y yo, hoja seca que tiembla en la calle. Solo dibujas un interrogante en tu rostro y me persigues con las pestañas mientras finjo que alguien me reclama y voy separándome, rápidamente, de ti.

      Pareces valiente, ya he comenzado a preguntarme a qué sabrás.

      ¿A qué sabrá cada cosa que hayas querido tener en tu camino?

      Me quema la espalda, la cintura, el brazo, la vagina. Estoy sudando. El frío no destempla las pulsiones sexuales que has despertado en mí. Comienzo a sentirme triste. Camino rápido. Llego hasta Callao y allí ando como un zombi, ya tan solo quiero perderme entre la multitud. A dónde voy a ir si todavía no sé si Eve se ha ido. Voy navegando entre las putas que asaltan los brazos de los hombres que caminan a mi lado. A veces me gustaría que una de ellas me pasara las palmas de las manos por el pecho, que me acariciara los hombros, que me viese atractiva. Quisiera sentirme tentada por la piel suave de un mujer en la que han estado cientos de hombres y conocer de primera mano a qué sabe el cálido murmullo de la mujer saqueada por mil bestias. En este orden de cosas caóticas que es la vida, yo debería ser la puta que paga la meretriz de la calle y la calle debería ser el lugar al que van los escritores que escriben los libros de color púrpura.

      U.S.A.

      Los meses siguientes a que consiguiera el empleo, en el que percibía un mísero e ilegal salario, acudía a mis clases de baile y emprendía una vida social tan gratificante como mi nivel idiomático me permitía. Fueron los días más felices que puedo recordar de mi vida. Veía que mis sueños, todo por lo que había trabajado y sacrificado tantas cosas en el pasado, iban cumpliéndose y me sentía feliz, en paz con el universo, sobradamente pagada por el destino y realmente esperanzada en el futuro. Lamentablemente, la felicidad es un estado al que nos acostumbramos demasiado pronto con la incauta esperanza de que durará para siempre, pero las deidades que habitan nuestro universo, con frecuencia, tienen alguna sorpresa preparada para nosotros.

      Siempre he tenido la habilidad de fijarme en la persona


Скачать книгу