El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez
que estuviese en la mejor de las formas físicas para enfrentarme a nada, pero igualmente entraron con una brutalidad que me hizo temer lo peor, me pidieron mi documentación y no de forma educada precisamente. Casi antes de que pudiera articular palabra, me habían tirado al suelo y puesto las esposas. Al decir que no tenía visado y que era ciudadana española, me metieron en el coche con lo que llevaba puesto de la noche anterior y me llevaron esposada directamente al aeropuerto. No me dejaron hacer la maleta, ni ir al baño, ni vomitar ni nada.
Llegamos allí por la puerta de atrás, por la que sale la gente que entra como no debe. No vi despedidas, ni niños, ni abuelos, ni padres que lloran al dejar a los hijos. No pude ver nada.
Me metieron en un cuarto con una luz indigesta, en el que un señor me explicó muy despacio para que pudiera entenderle, en un perfecto inglés americano, que no podía permanecer por más de tres meses en EE.UU. sin visado y que llevaba nueve. Siendo ciudadana europea, iba a ser deportada, lo que implicaba irse tal cual, con una mano delante y la otra detrás, en el siguiente vuelo junto a otros ciudadanos europeos en mi situación y que, extraoficialmente, podía dar gracias de que fuera así, porque si hubiera sido latina me hubieran puesto en un autobús tercermundista y acercado a la frontera con México, lugar en el que me habrían dejado a mi suerte en mitad del desierto. Se permitió la licencia, sabiendo que no podía hacer nada al respecto, de recordarme que en su país la homosexualidad no disfruta de un trato tan permisivo como en Europa. Quien me había denunciado lo había hecho a conciencia, asegurándose de que las manos a las que iba a parar me sacarían sí o sí de su país. Podría haberle rebatido, haberle insultado en castellano, haber puesto algún tipo de resistencia, pero sabía lo que sucedería si decidía retirarme el pasaporte y darme otro tipo de trato, así que firmé cuanto me pusieron por delante y permanecí callada hasta que subí en el avión que supuestamente me llevaría de vuelta a España. En el transcurso de ese tiempo, no pude apartar mi pensamiento de Guiselle, de lo que habría sido de ella, de John, cuando no volviese a verme, de todo el tiempo que había pasado en ese país, y al darme cuenta de que no podría volver en mucho tiempo allí me eché a llorar, siendo consciente de todo lo que había ganado y perdido al mostrarme tan obstinadamente orgullosa.
No tengo más recuerdos de lo que pasó desde que me comunicaran que volvía a suelo patrio hasta que llegué a España. Solo sé que no me quedaron ganas de volver a hacer la maleta en mucho tiempo. Regresé a la casa de mis padres con las orejas agachadas, temiendo lo peor, que no querrían volver a verme. Que me odiarían o me desterrarían o algo parecido, pero nada más lejos de la realidad, en cuánto mi padre abrió la puerta de casa y me vio, me dio un abrazo enorme. Nos echamos a llorar. Lo encontré más delgado, cansado, con algunas canas más en el pelo. En seguida buscó mi equipaje, pero yo no traía nada, llevaba más de cuarenta y ocho horas con tan solo mi pasaporte encima. Mi ropa estaba sucia, había intentado asearme todo lo posible en los baños públicos de la T4 del aeropuerto en Madrid, pero aun así mi aspecto era demoledor. Necesitaba un baño, un poco de comida caliente, una cama en la que descansar y, casi sin mediar palabra, mis padres, como siempre, me lo dieron todo.
Después dormí durante catorce horas aproximadamente, en las que entre sueños podía oírles conversar y elaborar teorías sobre qué habría sucedido conmigo. De dónde vendría. Incluso desarrollaron la idea de que una secta me había secuestrado y había conseguido escaparme. Aquello, mientras yo descansaba plácidamente, no dejaba de tener su gracia, conseguía que se me escapara una sonrisa. Conseguía que la alegría de volver a estar en suelo conocido fuese creciendo en mí, pese a lo mucho que recordaba a Guiselle y las ganas que tenía, por lo menos, de poder darles una explicación.
Al fin conseguí levantarme, y no solo de la cama, sino también emocionalmente. Encontré la fuerza para salir de mi antigua habitación y contarles a mis padres toda la verdad. Ya no podía seguir luchando por más tiempo con la desoladora sensación de mantener oculto todo lo que yo era, todo por lo que había terminado así. Al principio, se quedaron en shock. No sé si no pudieron asimilar bien el hecho de que, ante sus ojos, mi primera experiencia lésbica se había dado en suelo americano, si es que verdaderamente provenía de una secta que nos obligaba a bailar y las exigentes condiciones físicas en las que nos mantenían nos había llevado a ello, si es que concluyeron que finalmente yo no estaba bien de lo mío y necesitaba la ayuda de un profesional o qué, pero definitivamente se creó un silencio alrededor de las circunstancias por las que había regresado a casa que resultaba indignante.
Nadie quería hablar sobre ello. Simplemente siguieron con su vida, girando en torno a nada. Levantarse, trabajar, volver a casa y encontrarnos todos allí, tan tranquilos. Disfrutando de una comestible rutina que nos engullía por completo. Pasar un día y otro y otro en el que no había novedades, en el que yo a veces pasaba muchas horas sola tirada en la cama intentando recomponer todas esas partes de mí que parecían estar rotas. Intentando de vez en cuando hacer algún comentario al respecto que era sepultado de inmediato por su articulada intranquilidad.
Levantarse, no tener nada que hacer y llegar a la conclusión de que cada minuto que estaba quieta era irremediablemente quemado en la hoguera del tiempo y que no volvería a tenerlo nunca más.
Echaba mucho de menos la rutina de la que solía disfrutar cuando estaba allí. Levantarme temprano, salir con lo puesto y tomar el café de camino. Pasar la mañana practicando y hablar y tontear con John o Guiselle o con los dos al mismo tiempo. Integrarme como parte de una familia de personas que sienten lo mismo que yo, que comparten conmigo sus sueños, sus ideales, sus esperanzas y que no tienen ningún problema en quererme tal y como soy.
Tras un periodo en el que no hice nada, solo dormir y escuchar música, echaba mucho de menos el baile y, aunque mis padres volvieron a estar en contra de que dedicara mi esfuerzo y mi tiempo a ello, pronto encontré la manera de volver a hacer lo que me gustaba. Me inscribí en una academia céntrica que tenía fama de ser la mejor de toda la ciudad y me hice la promesa de limitarme a no perder la forma física, de no destacar en nada, de no volver a tener sexo y de no enamorarme.
Me acordaba mucho de Guiselle, cada vez que realizaba algún paso que ella me había enseñado o nos daban lecciones sobre lo que era innovador. Yo me limitaba a ejecutar todo cuánto había aprendido a su lado y siempre terminaba sola con el resto de la clase mirando lo que desarrollaba hasta el final. La mayor parte de las veces ni me daba cuenta de lo que sucedía, simplemente me dejaba llevar por la música, por mis recuerdos y por la emoción de sentir de nuevo sus manos sobre mi cuerpo; aunque fuera de forma ficticia, me devolvía a la vida. Una vida que cuando la tuve no supe disfrutar y que ahora echaba de menos. Una vida que ahora quería mantener lejos de mí.
Pensé algunas veces en llamarla. Al principio, de hecho, lo pensaba casi todos los días, pero después caía en la cuenta de que ella tenía un futuro brillante por delante y de que necesitaba a la persona que tenía a su lado en ese momento para ayudarla a conseguirlo.
Veréis, Estados Unidos no es España. Aquí no hay una cultura sobre la cultura y mucho menos sobre el baile, por lo que es relativamente sencillo, tras muchos años de sacrificio y esfuerzo, destacar, aunque sea en un ámbito local. Allí todo el mundo quiere ser artista. Las calles de Los Ángeles son un desfile continuo de personas que llevan consigo un guión bajo el brazo, literalmente, o llevan consigo la esperanza de ser actrices o bailarines o transformistas o cualquier tipo de disciplina que implique que has triunfado en el mundo del espectáculo. Los clubes nocturnos se llenan de personas con voces espectaculares, coreografías brillantes, monólogos sobre la vida que superarían al mejor de los relatos cortos que pudiera leerse en cualquier café de aquí. Es un país que supera en población por muchos millones al nuestro y luego sucede que se han dedicado durante décadas a distraernos a los demás mediante el arte, ya sea el visual, el auditivo o el literario. Estados Unidos es la factoría de sueños del mundo, por lo que es lógico, aunque nos duela admitirlo, que sea el sitio con más soñadores del globo terráqueo. Evidentemente, destacar en un mundo en el que hay tanta competencia es jugar en una liga de primer nivel y toda ayuda es insuficiente. Nada me hubiera dolido más que parar su sueño, porque yo, pese a ser una estúpida engreída y orgullosa, pese a ser tremendamente egoísta, llegué a querer a Guiselle como hacía mucho tiempo que no quería a nadie. Ni siquiera a mí misma.
Recordé