El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


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de hacer el amor en medio del desierto y también lo hizo la esperanza de seguir viajando, aunque fuera imaginariamente, a todos esos lugares que nos estaban esperando para vernos triunfar.

      Se volvió huraña.

      Me volví mezquina.

      Y al cabo de unos meses decidí que estar enamorada de otra mujer que no fuera yo era demasiado complicado y quise elegir a otra persona que me leyera. Seguí con mi mirada a ese chico tan raro que iba siempre a leer al parque. Tracé un plan y conseguí que al final se fijara en mi existencia y después conseguí que me leyera y que quisiera follarme a todas horas, pero no me di cuenta de que dentro encerraba un animal mucho más peligroso y salvaje que la simple rotura de un sueño. Lo que había dentro de él no podía comprenderlo, ni mucho menos dominarlo y antes de que terminara enamorándome perdidamente de su visceralidad, de su inquietante y brillante pensamiento, decidí marcharme muy lejos. A un lugar donde pudiera bailar, obviamente en la soledad de una ciudad en la que ya no buscaría quien quisiera leerme.

      Cuando alcancé la mayoría de edad, hice la maleta con cuatro cosas. En medio de la noche, dejé una nota a mis padres. Tomé un avión hacia el Mediterráneo y no volví a dar señales de vida hasta pasadas unas semanas. Se fraguó un gran drama cuando mi familia descubrió que me había marchado. No he comprendido hasta hace poco tiempo la dimensión del daño que les había causado, pero en aquel momento yo era joven, sentía que estaba por encima de todas las cosas y quería ser libre, tanto como me lo permitiese la vida.

      Mi único límite era físico. Llegaba hasta donde me sentía cansada, después paraba, tomaba aire y volvía a comenzar. Mi vida se convirtió en una huida hacia delante, siempre en busca de ilusiones que no sé todavía si conseguí satisfacer. Quebranté muchas de la normas que la sociedad tenía para mí, hice daño a casi toda la gente que me quería. Pasé por encima de los demás y eso es algo que creo que nunca podré perdonarme.

      Amaneció. Al llegar a la costa, no paré de buscarme la vida y de seguir haciéndome ilusiones. Iba a clases de baile, trabajaba de camarera los fines de semana en un pub, en el que después de las dos de la mañana me dejaban abandonar la barra y subirme a la tarima. Aquello no era exactamente lo que yo había soñado para mí, pero me permitía ganarme la vida y seguir haciendo lo que más me gustaba. Por supuesto, jamás me planteé que aquello no era una profesión, que no me daría para mantenerme, sino todo lo contrario. Tuve que renunciar a muchas comodidades para reunir una cantidad de dinero tal que me permitiese cumplir con mis sueños. Solo pensaba en convertirme en una estrella del pool dance. Seguí soñando con ir a Las Vegas y, tras mucho esfuerzo y sacrificio, al final conseguí el dinero suficiente para pagarme ese ansiado viaje.

      Sin embargo, el destino a veces tiene sorpresas para ti y Estados Unidos no es el país que yo había imaginado. Pensé que el mundo se rendiría a mis pies, igual que lo habían hecho todas las personas que se habían enamorado de mí y de mi forma de bailar, pero la realidad que me recibió allí fue diametralmente opuesta a todo cuanto yo había imaginado. Para empezar, no tenía ni la más mínima idea de inglés. No digo ya a un nivel en el que pudiera entender lo que la gente a mi alrededor me decía, sino a un nivel en el que pudiera leer las simples instrucciones del chaleco salvavidas del avión. Había planteado mi estancia de forma que pudiera subsistir durante mi primer mes allí casi sin comer, solamente pagando el alojamiento, porque tenía la esperanza de que en algún pub nocturno alguien me daría un trabajo, pero, al no entender el idioma en absoluto, me vi pidiendo por la calle.

      Al principio me importaba mucho. Era denigrante salir a la calle y extender la mano esperando que alguien quisiera darme unos centavos. Pensé que en cualquier momento iba a cruzarme con alguien que me conociera y que le contase a uno o a otra que, en realidad, la vida no me iba tan bien como yo había contado. Más tarde encontré una forma más creativa de ganarme la vida. Compré unas tizas, dibujé en el suelo un parqué de baile. Me hice con unos altavoces para enchufar mi reproductor y me dediqué durante horas a deslizarme por aquel suelo, que era incómodo, duro, frío y extremadamente hostil. Con el tiempo, conseguí que la gente se parase en la calle a verme, a pesar de que yo era incapaz de comunicarme con ellos y ellos eran incapaces de entenderme. Habíamos encontrado un lenguaje común con el que comunicarnos que se basaba en que yo bailaba mientras ellos me aplaudían. Pronto se corrió la voz y vino otra gente que quiso bailar conmigo.

      Al fin tuve la oportunidad de aprender, a un nivel hispano, su idioma y de vivir en un lugar que era diametralmente opuesto al albergue con baño compartido que yo había reservado para mí.

      Nuevamente, volvieron los sueños. Conseguí entrar en una academia en la que aprendí todo lo que quise. Obtuve un trabajo y, claro, como no podía ser de otra manera y sintiéndome tan libre como me sentía, volví a abrir mi corazón y mi cuerpo a otra persona que no tenía nada que ver con todo lo que yo había conocido en España. Me enamoré perdidamente, sin darme cuenta de lo que eso supondría para mí en el futuro.

      9

      Tuve suerte en la vida. Ese no es problema. Me hacen gracia las personas que se pasan la vida evaluando y analizando el pasado de los otros con el objeto de darle alguna salida digna a los crueles actos inhumanos que puedan cometer. Siento tener que llevarles la contraria, especialistas de la educación y la salud pública. Yo fui educado en una familia estructurada y rica que parecía quererme y que me dio, mientras pudo, todo lo que quise, necesité o anhelé. No tuve hermanos. No tuve disputas por los juguetes, todo, cualquier cosa, me era entregada sin la más mínima resistencia. Cuando cumplí los dieciséis años me di cuenta de que no era una persona normal. No, no lo era. Allí donde los demás decían que nacía el amor, a mí solo me crecía barba. Barba y semen. Incapaz de controlar mis impulsos más primarios, me dediqué a robarles a mis mejores amigas la virginidad por el puro placer de conseguirlo. Algunas veces mediante el juego, otras mediante el engaño, la mayoría mediante argucias y triquiñuelas. No me quedó tiempo para ser honesto, entendiendo la honestidad como un acto de valentía en el que los hombres, que dicen amar a las mujeres, realmente las aman y no quieren otra cosa de ellas que pueda ser, por ejemplo, follárselas. De hecho, en comparación con lo que hice, puede que el acto más honesto que esté cometiendo sea este, andar hacia la playa, confesando mis crímenes con la esperanza de que Dios o lo que sea que esté ahí arriba me perdone o me extermine. Ahora que sé que lo mío no tiene remedio, creo que lo mejor, aunque sea por puro interés, es pedir perdón a quién corresponda y esperar, con la vana fe del que se sabe culpable, que una deidad cualquiera, a la que tampoco le importé demasiado, me tienda la mano o me extermine. Alguien debe apiadarse de mí, es un hecho demostrado que no me arrepiento porque no quiera, sino porque no puedo. No sé gestionar mis emociones, eso es así.

      Es difícil de entender, pero creo que al final de estas palabras, confesiones o lo que sea, vosotros seréis capaces de estar en mi mente y yo habré sido capaz de estar en la vuestra. Olvidaos de todo cuánto habéis vivido, pues lo fundamental permanece inalterable, cuando uno no desea ver la realidad. Que si queremos ayuda. Que si la pedimos. Que si la necesitamos ¿Para qué necesitamos ayuda en un mundo en el que no podemos saborear la realidad? ¿Para qué ser más consciente de que lo que te rodea te está vetado de nacimiento? Nosotros, y cualquiera que haya perdido la capacidad de amar, lo que queremos es morirnos o, en el mejor de los casos, matarnos, o que alguien nos mate.

      Es sencillo.

      Imagínate que un día por la mañana te levantas y al sentarte a desayunar descubres que no distingues los sabores. Al principio, la gente que te rodea y que te quiere intentará encontrar una explicación que todos podáis entender. Después pasará el tiempo y tomaréis conciencia de que tus papilas ya no son lo que eran o, sencillamente, es que nunca ha existido la capacidad de degustar allí. Desesperados, buscaréis ayuda, con todos los recursos que tengáis. Iréis a uno y otro médico. Tú querrás ser un chico normal que disfruta con las hamburguesas, helados y el sabor salino de las chicas de su edad. Tus padres querrán que disfrutes comiendo como el resto de las personas, pero pasarán los días y los meses y, tras muchos especialistas, todos os daréis cuenta de que donde debería


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