El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez
azul, sucio, lleno de polvo y grasa por más que su madre se empeñara en lavarlo. Fue la mañana en la que se estampó contra una furgoneta de reparto que tenía mucha más prisa que él por abandonar aquel atasco infernal. Salió del carril contrario a toda velocidad y se lo comió de frente.
Se acordaba muchas veces de su beso antes de marcharse, como siempre lleno de sudor. Plagado de ese olor característico a grasa industrial y a colonia de supermercado. Su última frase, su última caricia en el pelo, su mano dura y áspera en la cabeza de una niña de quince años que jugaba a ser la mensajera del barrio y que adoraba a su padre. Después, el repiqueteo del teléfono rompiendo la tranquilidad de un ama de casa sobre las once de la mañana y el desgarrador grito de su madre. La ira de una mujer que no era nadie en la escala de triunfos que quieren hacernos creer que es la vida, pero que en ese momento lo era todo para su marido y su hija.
Raquel no se enteró de nada hasta que alguien no vino a sacarla del instituto.
Con quince años, estás ese día, por casualidad, en el patio, hablando con tus amigas, especialmente con una que sabes que te gusta. Lo único de lo que tienes que preocuparte es de que al compartir tabaco de contrabando con ellas no te pille el profesor que está de guardia y de pronto ves movimiento. Cuatro profesores que hablan entre ellos y se llevan las manos a la cabeza y después os señalan y se acercan a vosotras. Tú, acojonada, ni te mueves. Mientras tanto, el resto de tus amigas huyen como ratas despavoridas. Todas, menos esa que te gusta, que te coge de la mano y tu cuerpo tiembla de felicidad. Te llevas la otra a la espalda para esconder la mercancía y, sin darte cuenta, aprietas tan fuerte el cigarro con el que estabais jugando que se hace una pelota de hierba seca y sudor. Hasta te llega el olor a tabaco húmedo y tienes la sobria sensación de que vas a ser pillada en falta y castigada de por vida. Es tal el tono de seriedad entre ellos que incluso llegas a temer un castigo ejemplar. Pálida, comienzas a temblar cuando ratificas que efectivamente vienen a por ti con gesto grave y la mente, esa mente tan sumamente dotada para los trabajos automáticos, te vuela a mil por hora inventando millones de excusas con las que justificarte. La miras, a esa chica que te gusta, y ves cómo traga saliva. Con su aspecto adolescente y despistado, está tremendamente atractiva y un escalofrío te recorre el cuerpo.
Cuando los tienes cerca, te rodean, tú aprietas más fuerte los puños. Dispuesta a no soltar prenda así te torturen, en parte porque no es más que un juego de chiquillas que quieren ser adultas, en parte porque no estás dispuesta a traicionar a nadie, en especial a la morena de ojos castaños por la que te dejarías meter bambú bajo las uñas.
Alguien posa sus manos en tus hombros. Estás desconcertada, donde debería haber ira tan solo hay compasión. La de religión llora entre hipidos mientras se aprieta un pañuelo contra la boca y te quedas sin respiración, al darte cuenta de que el motivo por el que te están rodeando para sacarte del patio no es lo que tú imaginabas. No sabes lo que pasa, pero comienzas a intuir que va a dolerte mucho cuando te separan de ella y ves su mirada de preocupación y te guían lentamente hacia la puerta. En los ojos de tus compañeros de patio, de travesuras, de intercambios, de chuletas en un instituto público de un barrio pobre, no ves otra cosa que la tristeza, la compasión y la pena y te dejas contagiar por ese destino fatal que está a punto de poseerte, porque aún sin saber todavía lo que pasa eres consciente plenamente de que algo demasiado doloroso, incluso para ti, está a punto de cambiar tu vida para siempre.
Tu padre ha muerto.
Te sujetan para que no te desmayes, pero resulta imposible no caerse al suelo cuando uno de los pilares de tu vida se ha roto para siempre.
Después de aquello, pasan unos cuantos meses de silencio en casa. Empieza a irte mal en el instituto. No mal como antes cuando apenas ibas a clase, sino tan mal que no tienes ganas de volver. El médico firma una crisis reactiva para ti y tu madre. Os manda unas pequeñas pastillas que deberéis tomar para dormir y dejar de llorar, pero tú no haces ni puto caso, quieres pasar el dolor despierta porque sientes la necesidad de abrir los ojos y ver que tu madre sí continúa viva.
Durante unas semanas, no quieres ver a nadie. Tan solo te dedicas a hacer puzles con las piezas de un mecano que cogiste de la basura. Primero un muro, después un pequeño coche sin motor, luego un helicóptero. Añade más piezas. Aquello no funciona. Madre sigue haciendo croquetas infumables. Al final construye un tanque y le pone una flor de plastilina en el cañón. Vaga por las calles como un fantasma. Su amiga va a verla. Tiene la mirada distinta. Le besa en la frente y siente que algo vuelve a estallar dentro de ella, pero se queda en nada cuando al minuto siguiente vuelve a estar vacía y triste. Sola. Construyendo un pequeño objeto de metal cada noche. Roba tornillos en la oscuridad del parque mientras intenta atacarle un yonqui con el que se pelea, a quien rompe la nariz tras una explosión de ira y, al fin, un día de verano, cuando ya el frío ha decidido marcharse durante unos meses, viene a casa un viejo amigo de su padre. Tras un intenso encuentro, en el que les ofrece ayuda económica, le propone volver a su pequeño trabajo de recadera, sin peligro. Solo tiene que ir con su moto, de nuevo, a por piezas que de vez en cuando le faltan y a cambio le dará un pequeño sueldo. Le pregunta a su madre si es lo correcto. No contesta nada, mira al mueble vacío, por su padre o, mejor dicho, por la ausencia de él. Ella lo sabe, aunque él no se lo dice. Mira la silla vacía, en la que él solía sentarse y acepta, porque ya ha comprendido que necesita volver a buscar esa serenidad plausible que él había traído a casa después de cuarenta años de pelea con el mundo.
Con dieciséis años, Raquel deja los estudios. Aprende a conducir entre el espantoso tráfico de Madrid, con la pericia de un rutero experimentado. Se deshace de su cuerpo de niña y en una lata de Coca-Cola empieza a meter el dinero que le sobra con un objetivo muy claro: comprarse una gran moto y volar para siempre de ese pequeño barrio en el que los recuerdos parecen gotas de una lluvia de plomo que agujerean los tejados de una edad demasiado temprana.
Raquel no tiene prisa. Si hay algo que le ha enseñado la vida es que los grandes libros que una quiere escribir casi siempre deberían empezar a escribirse en pequeños capítulos. Por eso, cuando después de cuatro años ha reunido el dinero suficiente, consigue que alguien le venda, sin estar segura de que podría conducirla, una gran y vieja moto con más de quince años, pero con un rugido y potencia que le gusta.
Cuando por fin la tiene entre sus manos, aparca la Vespino con la que hacía de recadera menor del reino y se compra el mejor casco que puede pagar. Amplía su pequeño negocio. Se marcha cuando amanece, vuelve al anochecer y siempre encuentra tiempo para conversar con su madre, comprar el pan, visitar a nuevos y viejos amigos. A fuerza de hablar con el casco puesto, terminan por apodarle Mensaka.
En sus viajes a través de una ciudad superpoblada y maldita, se afana en encontrar pequeñas piezas de mecano que están descatalogadas y con las que pretende encajar el gran puzle que constituye su vida. Pronto compra un dietario pequeñito de color rojo en el que pretende anotarlo todo, cada céntimo que necesitará para volar lejos de esa ciudad que la consume. Lo anota todo con la precisión de un reloj suizo. Ya ha comenzado la cuenta atrás. Solo tres mil euros para no volver. Mensaka no tiene prisa. Es muy buena en una cosa: trazar un plan y cumplirlo a rajatabla.
Al fin entro. Al principio del tiempo que he perdido todo es oscuridad, pero, en el techo, una bola de cristal nos proyecta luces de colores que vienen a hablarme de todas las cosas que dejé de disfrutar con el paso del tiempo. Miro mis zapatos, con sus enormes tacones son un dique que me separa de la penumbra de la vida. Es izarme sobre ellos y sentirme viva. Aún me tiemblan las piernas, por el miedo, por el cansancio, por los recuerdos que no paran de aparecerse en mi vida como fantasmas en una pesadilla. Me dejo llevar, por los fantasmas no, por la música, dentro de mí resuenan esos timbales. Conozco esta canción, casi tan bien como he llegado a conocerme a mí misma. Voy deslizándome por la pista con los ojos cerrados, sintiendo que los distintos tonos de la bola del techo y su armonía van penetrándome. Me apoyo ligeramente en la espalda de este, que me ofrece su piel desnuda como el cobijo en el que habrán descansado todas las bestias del universo. Ahora salta y vuelo por el aire, tocando por un momento el cielo y sintiendo que vuelvo a ser libre. Abro los ojos. Aterrada, lo encuentro.
HOPE THERE´S SOMEONE