El libro rojo de Raquel. Mónica Martín Gómez

El libro rojo de Raquel - Mónica Martín Gómez


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la campanilla de la puerta. Un poco de aire fresco entra en el turbio ambiente que nos rodea. Un señor de avanzada edad acompañado de quien debe de ser su hija. Entran en la farmacia ajenos a nosotros y rompen nuestro flechazo. Le guiño un ojo a la farmacéutica y le lanzo un beso, solo con el objeto de provocar en ella un poco más de terror y lo consigo, porque pierde el equilibrio en las rodillas y se agarra al mostrador como si fuera una tabla salvavidas. Al darse cuenta de que va a salvar la vida, rompe a llorar, ante la atónita mirada de los nuevos clientes.

      Salgo corriendo del establecimiento como si hubiera robado algo, pero no me he llevado nada. Caigo en la cuenta de que me sigue doliendo la cabeza y avanzo hacia la playa. Puede que tras caer la noche pueda bañarme totalmente desnudo y el simple sonido de un mar que parece estar en calma consiga dormirme.

      Hay algo que ruge por debajo de mis piernas que no es un león, ni en realidad se parece a ningún otro animal salvaje. Es el tiempo que se desliza suave, pornográfico, aterido, dándole paso a una realidad triste. Veo mis botas de cuero rasgado pegarse al asfalto, esta noche igual que otras, solo quiero salir corriendo en sentido contrario y encontrarte. En la jungla que me separa de ti, voy caminando por las calles que tantas veces he visitado y que nunca me han hablado de lo que es el amor. Aprieto fuerte las manos hasta que se vuelven blancas. Siento cómo las lágrimas, el humo y esta cosa viscosa y roja está pegada a mi piel. Miro al cielo. Amanece nublado y plomizo. Parece que en cualquier momento va a empezar a llover.

      LA INGENIERA DE SUEÑOS

       MENSAKA

      De todas las posibles formas con las que ella hubiera imaginado ganarse la vida, jamás habría barajado la opción de convertirse en mensajera. En el barrio le llamaban Mensaka. Estaba tan acostumbrada a oír su mote y volverse que, cuando llegaba a casa y su madre le decía: “Raquel”, nunca se volvía.

      Su madre decía: “Raquel, cariño, trae de camino el pan” y Mensaka no se giraba. Luego procesaba la información e interiorizaba que su madre le estaba hablando, que podía oírla fuera del eco del casco que solía llevar puesto cuando se comunicaba con la gente y que solo le había pedido que no se olvidara de hacer lo que hacía todos los días. Comprar una barra de pan sin quitarse el casco en la panadería que hacía esquina. Tenían un chino justo debajo de su casa, pero no le gustaba comprarle el pan. Raquel, en general, no se sentía cómoda con la gente que no la entendía cuando llevaba el casco puesto.

      Desde pequeña le habían encantado las motos, los motores, los camiones. No tanto como deporte, sino como forma de entender la vida. Era feliz cuando se montaba en su pequeña moto. Estaba destartalada, vieja, despertaba a medio barrio cada vez que la encendía y al frenar soltaba un pequeño chirrido, pero no conocía otra forma de moverse por la ciudad y era su medio de vida. Iba a visitar a cuatro o cinco amigos de su padre que tenían talleres de reparación en la periferia de la ciudad y ellos le mandaban recados. Generalmente, lo único que tenía que hacer era comprar esas piezas de tamaño medio que no tenían en el almacén y traerlas todo lo rápido que el tráfico se lo permitiera.

      Después, le daban alguna propina, una lata de refresco y un bocadillo.

      En algunas ocasiones, le regalaban herramientas o cosas útiles para su moto, como unas alforjas pequeñitas de cuero o una linterna. Raquel era feliz sabiendo que, mientras perdía un tiempo que debería estar empleando en estudiar, hacía felices a otros ejecutando algo con lo que se sentía plenamente libre. Conducir su moto.

      Al anochecer, llegaba a casa. Veía a su madre preparando la cena para los tres y a su padre feliz. Gordo. Adusto. Concentrado en leer el Marca. Esperando pacientemente a que su madre pusiera la mesa. La miraba por encima de sus gafas, unas gafas que ya no valían para nada, puesto que sus carencias visuales no habían sido revisadas por un médico en años, y la sonreía. Siempre le preguntaba cómo había ido el día y siempre terminaban hablando de cómo este y aquel no habían podido con todo lo que tenían encima. Cuánto se puede tener encima en un barrio obrero en el que solo dependes de ti mismo y de lo honesto que seas para sobrevivir en un pequeño negocio, es algo difícil de explicar, puede tener que ver con el hecho de que seas capaz de ser feliz y de conformarte con las cosas. Así pasarán muchos días con sus noches y, con ellos, los años y al final podrás sentarte en la mesa de un cocina humilde, con tu mujer y tu hija, mientras serenamente lees el Marca o el As o cualquier otro periódico que no te hable de los de arriba y sonreirás. Sonreirás porque lo has conseguido, porque este era tu sueño.

      Olerá a sopa de pollo en invierno y en verano a gazpacho. Olerá al cuero de unas pequeñas alforjas que tu hija se ha ganado honestamente. Olerá a la mirada crítica de tu mujer que no está muy convencida de que ella se pierda nada. Olerá a una adolescente equilibrada y feliz que no sabe nada acerca del dolor de la vida y para la que has traído, después de cuarenta años de pelea con el mundo y de esa barriga y de esos callos en las manos, esa estabilidad plausible en la que todos parecéis adormeceros.

      En las grandes ciudades, el tráfico es el monstruo que consume la vida de los humanos. El tiempo vuela entre el humo de los coches y el ruido. Entras en un atasco sin darte cuenta, sin ser consciente de que allí vas a perder una o dos horas de tu vida metida en un coche sin hacer otra cosa que mover los pies automáticamente mientras el combustible, el tiempo, la sangre, el oxígeno, las ideas, los sueños y los rayos de sol se van perdiendo en las alcantarillas que desaguan las autopistas. Luego ves pasar una moto. Ves a ese jinete que va de negro de los pies a la cabeza, con su enorme casco y sus guantes y sus botas y sus quiebros y te gustaría, durante medio segundo, convertirte en él. Ir subida en un caballo de acero, sortear todas las dificultades de la vida. Ser como Mensaka.

      Raquel nunca se planteó ser otra cosa. En parte porque su familia disponía de recursos limitados, en parte porque alguna divinidad en el pasado se había encargado personalmente de truncarle la vida, en parte porque, aunque hubiera sido de otra manera, le daba una pereza horrorosa tener que enfrentarse a una selectividad, hacer una carrera y meterse en esa bolsa de personas cualificadas que después pasaban la mayor parte de su vida frustrados, bien porque no encontraban un trabajo que cumpliera sus expectativas, bien porque habían elegido una profesión de la que su familia pudiera sentirse orgullosa, pero que no les hacía ni por asomo la mitad de felices de lo que era ella con su moto cruzando la ciudad a 60 kilómetros por hora.

      Ella era plenamente consciente de lo infeliz que era la gente enlatada que se comía todos los días un atasco del tamaño de un campo de fútbol. Los veía metidos en sus coches, tocándose la frente, ajustándose el nudo de la corbata, acariciándose la entrepierna de forma automática. Buscando ese calorcito inesperado que sentimos los humanos cuando todavía estamos encamados al amanecer. Sentía sus miradas tristes clavándose con cierta envidia en su vieja SLX y, dentro de la pecera que la separaba del mundo, se sentía feliz de no estar entre ese millar o dos millares de personas que tenían un grandísimo vacío dentro que jamás sabrían cómo llenar. Porque puede que Raquel nunca consiguiese estar dentro de uno de esos coches que esa procesión de almas grises habían comprado a cambio de su tiempo, pero hay una cosa que tenía muy clara: dentro de su humilde forma de vida era raro el día en que sentía que hubiese perdido el tiempo. Luchaba contra la desolación y un futuro nada prometedor, contra la angustia y el miedo al futuro, contra la falta de apetito que le hacía parecer más andrógina de lo que en realidad le hubiera gustado y, a ratos, cuando nadie podía verla, contra la tristeza, un sentimiento que no estaba dispuesta a asumir.

      Ella ya había pasado por el día más triste de su vida, el día que, teniendo tan solo quince años, su padre se mató en un accidente de tráfico, conduciendo uno de esos coches que algunas de esas almas vestidas de gris llevaban ahora mismo. Porque tenía prisa por abrir de nuevo el taller, porque estaba haciendo lo que ella hacía por otros padres de familia en ese momento, porque él tenía que traer sus propias piezas y cada minuto que su negocio tenía la puerta cerrada suponía que su familia igual ese día no tendría dinero para comprar una barra de pan, en la panadería de la esquina.

      Ella se acordaba perfectamente de cuándo había sido la última


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