Y el mundo gira. Nathan Bouda
lágrimas no paraban de caer, podría ahogarme ahí mismo si no fuera por la alfombra que las absorbía. Era imposible detener el llanto.
Nadie me había enseñado lo que era ese dolor, no estaba preparado.
AUXILIO
Del otro lado de la puerta estaba mamá; pero en mi cuarto solo entraba mi llanto. Golpeó y golpeó, rogando que la dejara entrar, yo no podía moverme. Aunque me hablaba yo no entendía lo que decía. Sus palabras sonaban como un susurro lejano. Parecía querer derribar la puerta a golpes. Gritó mi nombre, su tristeza me angustiaba, estaba desesperada.
Respiré lento, una y otra vez.
Por un instante hubo calma, mamá ya no estaba del otro lado, y todo fue peor.
Las llaves tintinearon y la cerradura chasqueó.
Mamá logró entrar, se acercó a mí y me envolvió en sus brazos.
Mis ojos se encontraron con los suyos, sus ojos brillaban por las lágrimas; jamás los había visto tan verdes. En su mirada encontré seguridad y, en el suelo, lloramos juntos. Apoyé mi cabeza en su pecho, ella movió su cabello largo y castaño hacia un costado.
Su uniforme olía a alcohol y desinfectante, estaba junto a mi enfermera personal que acudía en mi auxilio. Sus brazos me sujetaron con más fuerza, acarició mi espalda y mi cabello. Sus dedos entre mis rizos me recordaban a cuando, de pequeño, acariciaba mi cabeza para hacerme dormir luego de una pesadilla. Volvía a ser aquel niño aterrado que necesitaba de su mamá.
El llanto fue cediendo, mamá secó las lágrimas que se abrían paso por mis mejillas, me besó la frente y luego las manos. Escuchaba su corazón latiendo con el mío, éramos uno, como al principio.
No sabía si aquella vez lograría consolarme, pero sentía todo el amor que ponía en mí. Aunque yo creía que nada podría calmar mi agonía, ella no estaba dispuesta a darse por vencida.
No sé cuánto tiempo estuvimos en el suelo, abrazados. Sin que me percatara, las lágrimas cesaron, la congoja se desvaneció y mi respiración se calmó. Aunque no el dolor en mi pecho, todavía no. Mamá me ofreció agua, negué con la cabeza y nos quedamos un rato más abrazados, en silencio.
El tiempo pasaba y con cada minuto ella me consolaba un poco más. En aquel momento ella fue mi cable a tierra, mi auxilio en una tormenta de angustia y dolor.
A veces, tener con quien compartir el silencio es necesario y mamá era experta en eso. Quisiera que nunca me suelte, desearía abrazarla por siempre.
ARREPENTIMIENTO
Guardo en mí lo que siempre quise decirle y ahora jamás podré. Dentro quedan sepultados estos sentimientos, en un cementerio de sueños, junto a todos los abrazos, besos y caricias que no le di, y mis ganas de amarlo de otra manera.
El sol de verano domina el día y las sombras bajo los árboles parecen de lo más reconfortante. Un artista dibujaría el paisaje con colores brillantes y vivos; en cambio, yo solo veo grises y muerte. Un día así, en el cementerio, es la ironía perfecta entre los momentos cálidos y fríos de la vida.
Hay tantos rostros conocidos, tantos rostros llorando.
Mi corazón se quiebra con cada paso que doy cargando el cajón, su cajón.
Veo como lo entierran y, con él, mis esperanzas.
Carla se acerca mientras tiran la tierra, sujeta mi mano y apoya su cabeza en mi hombro. No puedo pensar en su dolor ni en el de los demás. Hay un vacío que ni los abrazos ni las palabras de apoyo alcanzan a tapar.
De camino a casa solo pienso en Mateo: en su partida, en nuestra despedida. No tendría que haber sido tal cosa. De cualquier modo, para nada sirve pensar en ese último momento juntos. Él ya no está, se fue, y una parte de mí lo hizo con él.
Al llegar me obligo a subir las escaleras. Voy directo a mi cuarto, me tiro en la cama y vuelvo a llorar.
Tantas veces estuvimos juntos allí, jugando en la computadora, haciendo la tarea, teniendo nuestras charlas o peleando en broma. Por momentos, mi lugar se convertía en nuestro lugar: cuando nuestras risas inundaban el cuarto; cuando apoyaba mi cabeza en su hombro durante una de sus megapartidas de la computadora, o cuando solo se quedaba en silencio mientras yo tocaba la guitarra. Éramos felices.
No puedo estar acá, al menos no por ahora.
Busco un bolso y empiezo a llenarlo con ropa, un par de libros, el cargador de mi teléfono y el cuaderno donde están mis intentos de canciones. Lo justo y necesario para llevar a lo de mi abuela Lela, voy a pedirle quedarme en su casa por un tiempo. Es lo mejor, así no estaré solo y mamá se preocupará menos sabiendo que estoy acompañado cuando ella esté en el trabajo.
Apenas llego, saludo rápido y voy a la habitación que era de mamá para acomodar un poco mis cosas. Luego voy con Lela que está preparando té en el comedor. Tomar el té es algo que nos une.
Empezó como un juego entre nosotros. Cada vez que iba a su casa nos preparábamos uno. Ella iba por su caja de madera color verde que contenía una colección de tantos sabores como uno podría imaginar. Cada saquito era distinto y había un té para cada ocasión: cuando estaba feliz, un rico té de frutilla; la decepción se solucionaba con un sabroso y agrio té de limón; si estaba enojado, un grato té de boldo eliminaba el malestar del estómago.
―¿Té de frutos del bosque? ―me ofrece, acercando su hermosa caja a la mesa. Frutos del bosque, para aliviar la tristeza.
―Necesito más de un té ―respondo al sentarme. Mi abuela se acomoda justo frente a mí y me sirve una taza bien caliente.
―Yo también. Me vendría bien uno de menta para sentir lo que pasa en el otro y uno de durazno que ahuyente el miedo. ―Toma un saquito de cada sabor que menciona y los coloca en su taza―. Y creo que uno de manzanilla para ayudarme a escuchar mejor.
―No creo que haya un té para lo que siento ―digo con desánimo. La magia de los tés no va a funcionar.
―Hay que intentarlo ―indica con una sonrisa delicada―. Tal vez un té de canela, que aplaque los pensamientos, y un té de hierbas para hablar sin vergüenza ―propone mientras coloca los saquitos en mi taza
―De frutos del bosque también ―pido con una sonrisa pequeña.
―Añadimos frutos del bosque también. Un poco de limón, té de tilo para poder descansar y un té blanco que invite a la tranquilidad.
Dejamos reposar los saquitos el tiempo suficiente y luego les agregamos un poco de azúcar.
―¿Y?, ¿qué tal? ―pregunta después del primer sorbo.
―Así me siento, como este té. Lleno de sabores, pero imposible de distinguir uno del otro. Y no me gusta, no me gusta cómo me siento, de la misma forma que no me gustó cómo quedó este té. ―Aparto la taza de mi vista y contengo con fuerzas la angustia.
La Lela se levanta, se acerca a mí y me abraza por la espalda. Acaricia mis hombros y me besa la frente.
―Hay veces en que la vida se pone como ese té. No tiene sentido, o parece no tenerlo. Su gusto es raro, no es agradable al paladar y nos confunde. Lo bueno de tomar un té, es que si no nos gusta podemos tirarlo y preparar alguno que sí nos guste. ―Toma la taza y la vacía en la pileta de la cocina. Luego vierte agua caliente en la taza y le pone un saquito de té de frutilla―. La vida no es tan diferente, a veces tenemos que tomar un té raro para poder disfrutar del que nos encanta más adelante. Y sé que no es fácil, a mi edad me tomé varios tés amargos y asquerosos, pero te aseguro que ninguno me sacó el sentido del gusto y, antes de que me diera cuenta, estaba disfrutando de los sabores de todos esos tés que sí me agradan.
Una vez más