Y el mundo gira. Nathan Bouda
había sido tan especial... Aun así, preferí callar.
Dicen que el tiempo lo cura todo. ¿Cuánto hace falta?, ¿unas semanas?, ¿unos meses?, ¿unos años? No creo que haya tiempo que ayude realmente. Nada me hará olvidarlo y tampoco estoy dispuesto a hacerlo. Mi mente también se resiste, hasta lo más simple es suficiente para hacerme recordarlo.
La publicidad del colchón en la radio: Él tenía obsesión con la canción de esa publicidad. La cantaba a cada rato, en cualquier momento y lugar. Me acuerdo esa vez que había hecho su versión hardcore. Creo que nos reímos por una semana. Su voz nunca fue muy grave, así que me daba mucha gracia oírlo haciendo esa voz profunda y rasposa. Mientras cantaba su propia versión de la canción movía su cabeza como todo un rockstar y simulaba tocar una guitarra eléctrica. Después de esa primera vez se transformó en algo habitual, cada vez que escuchábamos esa canción poníamos la voz hardcore.
Tronar mis dedos: Siempre me reprochaba cuando lo hacía delante suyo. No porque le molestara, sino porque a él no le salía hacerlo con todos los dedos juntos como a mí. Lo intentaba siempre, pero solo podía hacerlos sonar de a uno. También le daba mucha impresión que me tronara el cuello. Me encantaba hacerlo delante de él y ver su expresión, era algo único. Se veía tan lindo poniendo esa cara.
Siempre fue muy expresivo, muy transparente. No era de los que disimulan lo que sienten. Si algo le desagradaba era fácil darse cuenta. Así era con cada emoción. Se mostraba tal cual era, y eso era encantador.
El envoltorio de alguna golosina: Nunca fue un chico muy comprometido con el medio ambiente. De todas formas, no olvido como se enfurecía cuando veía a alguien arrojando un papel al suelo. Cada vez que comprábamos golosinas, él estaba atento a lo que yo hiciera con el papel. Si tenía su mochila encima, lo guardaba allí; si no, lo metía en el bolsillo del pantalón hasta encontrar un tacho de basura. Era nuestra costumbre, cada vez que comía algo le daba el papel y él lo guardaba para luego tirarlo.
Hoy mi abuela me invitó uno de esos caramelos de ancianos, de los que tienen fama de durar treinta minutos y a él le encantaban. Cuando lo desenvolví, extendió su mano pidiéndome el papel y lo guardó en su bolsillo. No pude evitar pensar en él. Por un momento pude verlo, estaba ahí pidiéndome el envoltorio con una sonrisa en su rostro. El estómago se me estremeció y sentí felicidad por un instante.
El labial de cacao: Ambos siempre teníamos los labios secos y lastimados, yo más que él, pero yo nunca tenía labial de cacao. Una vez me dijo: «Lean, tenés que usar labial de cacao, siempre hay que estar listo para poder besar». Nunca me importó besar a alguien con los labios secos y tampoco nunca nadie se quejó. Mis labios humectados serían de una sola persona: él. Ayer, cuando acompañé a mi abuela a comprar sus medicamentos, me compré uno, y no por mis labios, más bien para recordarlo.
La visera de la gorra hacia atrás: Él decía que no le gustaba usarla para adelante porque le hacía las orejas grandes y tampoco quería meter las orejas dentro de la gorra.
Hoy vi a un chico de espaldas y llevaba la visera hacia atrás. Si bien no se parecía en nada a él, no tenía labios secos, ni un hoyuelo del lado izquierdo, tampoco tenía su altura y mucho menos su piel pálida, ver cómo llevaba la gorra hizo que lo recordara.
Él era de la clase de personas a las que les gusta coleccionar recuerdos, siempre decía «¡Fua!, ¡alto recuerdo va a ser este!». Teníamos tantos recuerdos juntos que podríamos llenar una habitación y aun así nos sobrarían. Al pensar en esto encuentro un poco de consuelo, al menos puedo tenerlo en mis recuerdos, aquí está seguro, feliz.
Aquí sigue vivo.
SUAVEMENTE
Hurgueteo en el dormitorio que solía ser de mi mamá. Mi abuela mantiene todo en su lugar y esa habitación no es la excepción. Si bien dormí ahí muchas veces, nunca sentí curiosidad por lo que guardaba.
Las paredes son de un color verde agua y están decoradas con unos cuantos posters de bandas de los ‘80 y frases escritas por mi mamá cuando era adolescente. Una de ellas dice «Quiero que me trates suavemente».
¡Qué frágiles podemos llegar a ser! Tratar suavemente, con delicadeza, tener cuidado al momento de hablar o decir lo que pensamos. Tal vez si pusiéramos en práctica eso de tratar suavemente habría menos violencia. Tal vez…
Mi abuela Lela me llama desde algún lugar de la casa. Estoy acostumbrado a no hacer caso a los llamados a la primera, es una costumbre que también tenemos con mamá. El cuarto llamado es el que vale, siempre y cuando los anteriores no estén acompañados de un ayuda o auxilio.
―¡Lean! ―Segundo llamado. Sigo revisando el ropero de mamá.
Encuentro una caja que me llama mucho la atención.
―¡Lean! ―Tercer llamado. Debería ver qué pasa.
―Lean, ya está la comida. ―Se asoma por la puerta, tomándome por sorpresa―. Con razón estabas tan callado ―dice con un tono pícaro al ver lo que estoy haciendo.
―Perdón... ―Me resulta extraño escuchar mi propia voz. Nunca fui de muchas palabras y desde lo que pasó casi no digo nada.
―No pasa nada. ―Hace una pausa y se queda observándome―. La podés abrir si querés, hay fotos de tu mamá y algún que otro casete. ―Lanza una sonrisa y le respondo con otra, una muy pequeña. Al menos todavía puedo sonreír.
Me quedo mirando lo que hay dentro de la caja un poco más: varias fotos, cartas de sus amigas y amigos, algunas postales... Seguiría, pero la verdad es que tengo hambre.
Mi abuela me espera con milanesas de pollo, mi comida favorita, con mucho limón y mayonesa. Me gusta estar con ella, me entiende. No trata de hacer que hable, no me llena de preguntas. Ella simplemente pasa a mi lado y me acaricia el hombro, el cabello o solo me da un pequeño abrazo. Agradezco tanto esos gestos, aunque no se lo diga, me hacen muy bien.
Al terminar de comer, levanto los platos y los lavo con rapidez, tengo ganas de seguir curioseando con la caja.
Encuentro varios casetes, entre ellos uno de Soda Stereo ―una banda argentina de los ‘80―. Leo la lista de canciones al dorso y entre ellas está «Trátame suavemente». Miro la inscripción en la pared y supongo que están relacionadas. Tomo mi teléfono, que de algún modo sigue funcionando a pesar del golpe, y busco la canción en YouTube.
Siento que la letra me habla directamente, la soledad dentro de mí, el miedo de no saber hacia dónde ir y el deseo de que me traten suavemente, de que él me trate suavemente.
Esa canción le habría gustado, podría agregarla a la lista de las tantas canciones que quise dedicarle y ahora nunca podré hacerlo.
FORMAS
Ya pasó un mes desde su partida. Mi sonrisa aparece de vez en cuando. No es igual a como cuando él estaba conmigo, aun así, es algo. Cuando estábamos juntos sonreía solo por su presencia, le encantaba hacer monadas y divertir a las personas y yo adoraba verlas. Con él, sonreír estaba garantizado.
Con Mateo descubrí que tengo varias formas de sonreír. Esto lo entiendo ahora, que puedo ver cada momento que vivimos juntos de manera diferente.
Sonrisa cómplice: Era una de las más frecuentes. Él siempre tenía en mente alguna idea loca para hacer. Cada vez que se le ocurría algo disparatado, como alguna broma, me lanzaba esa sonrisa de complicidad y yo le respondía con una igual.
La última vez que vi ese tipo de sonrisa fue poco antes de la fiesta. Estábamos en mi cuarto y el calor en Buenos Aires ya era insoportable. Él me preguntó si había algo fresco. Solo había sidra, que estábamos guardando para Navidad. Ahí apareció su sonrisa de complicidad.
No