Y el mundo gira. Nathan Bouda
no puedo distinguir cada cosa que siento. Sin embargo, hay algo que sobresale entre todas mis emociones: arrepentimiento.
Acostado en la cama comienzo a armar una lista mental de las cosas de las que me arrepiento.
No abrazarlo seguido por miedo a lo que dijera el resto: Soy un idiota. A él le encantaba envolver a todo el mundo con sus abrazos. Como era mucho más alto que yo, tenía que agacharse un poco para poder abrazarme. Me llenaba de ternura cuando lo hacía, eran de esos abrazos que te quitan la respiración y te llenan de vida. Mis favoritos eran los que daba cuando estaba muy feliz o se alegraba por algo; en esos me rodeaba la cintura y me levantaba del suelo, me apretaba con fuerza y después me bajaba. Que hermosos eran esos abrazos.
No haberle dicho lo mucho que me gustaba su sonrisa: Sonrisa de vampiro, le decía yo. Tenía unos colmillos grandes que hacían juego con su piel pálida, parecía un vampiro de una película de adolescentes. Pero el detalle que hacía que su sonrisa fuera realmente hermosa, era su hoyuelo. No eran dos, era uno, y estaba del lado izquierdo. No podía haber persona a la que no le gustara su hoyuelo, y él lo sabía. Le encantaba alardear de él, aún más luego de lo que una gitana le había dicho en la plaza.
Recuerdo que teníamos educación física e íbamos de camino al gimnasio. Siempre pasábamos por una plaza en la que solía haber varias gitanas tirando las cartas o leyendo manos. Nosotros nunca le habíamos dado importancia a nada de eso, ese día fue distinto…
―¡Ey, vos! El que tiene un solo hoyuelo ―llamó una señora sentada en uno de los bancos de la plaza. Tenía las manos cargadas de anillos y llevaba joyas por todos lados: pulseras, cadenas y aros grandes que tintineaban.
Sin duda se refería a él. Sorprendidos, y con un poco de desconfianza, nos acercamos.
―En esta vida se te dará la fortuna de finalmente encontrar a quien complete esa sonrisa.
―¿Completar mi sonrisa? ―preguntó Mateo, con los ojos bien abiertos y dando un paso adelante, intrigado por saber más.
Se sentó junto a la mujer y supe en el acto que teníamos para rato.
―La sonrisa es la carta de presentación del alma y la tuya habla de un alma que ama. En alguna vida pasada lograste encontrar el amor, pero alguien te lo arrebató. ―Mateo estaba fascinado, le encantaban esas cosas místicas―. Tu alma desde entonces ha seguido buscando aquel amor, vida tras vida, sin éxito. Esta vez será diferente.
―¿De verdad? ¿Cree que encontraré ese amor? ―La voz de Mateo estaba llena de euforia y vacía de recelo.
―Sin duda que así será. Habrá riesgos: estructuras que romper y prejuicios que ignorar. Confía en tu alma, ella es sabia y más aún cuando es impulsada por el amor...
―Llegamos tarde a clases ―interrumpí. La señora me incomodaba, su mirada era como la de un retrato antiguo que persigue y hurga en lo más profundo.
―¿Y de mi amigo qué podés decir? ¿Qué hay de su sonrisa?
Típico de él, siempre me tenía en cuenta. Aunque yo no deseaba saber nada, tenía la piel erizada y no era por el viento fresco.
―¿Qué sonrisa? ―lanzó la mujer con sarcasmo―. Un alma con miedo no sonríe. Está en él aceptar el desafío de buscar su propia sonrisa. ¿La buscarás? ―me preguntó la gitana.
Entrelazó sus manos, las joyas reflejaron la luz del sol, pero más brillaron sus ojos azules, que me miraban penetrantes, esperando una respuesta.
―Si, lo voy a intentar ―respondí con apuro.
Mi voz debió temblar, porque Mateo notó mi incomodidad, apuró una despedida y nos fuimos a clases.
Conociéndolo, sabía que vendría un cuestionario, cuestionamientos que no estaba preparado para responder. No hubiera podido aceptar ese desafío. Había un abismo de miedo entre Mateo y yo que me impedía aceptar lo que yo era y lo que sentía por él.
No haberle confiado mi mayor secreto: Mateo era mi mejor amigo, con él podía ser sincero. Pero tenía miedo; miedo de que se alejara y que no entendiera. No podía poner en juego nuestra amistad, arriesgarme a que todo cambiaría.
Imagino cómo habría sido si me hubiera animado a hablar. Quizás hubiese pasado en casa o en el parque, sentados en el césped, tomando y comiendo algo. Habría empezado con que tenía algo importante que contarle, con un poco de miedo. Y después de un silencio prolongado, le diría mi secreto: también me gustan los chicos.
Primero se habría sorprendido, luego se habría puesto pensativo, después habría bromeado y rematado con un momento serio. Me habría dicho que podía contar con él y que me amaba tal cual era. Todo habría terminado con un abrazo.
Más de una vez me imaginé ese momento y nunca tuve el valor suficiente para hacerlo realidad. Mi mayor miedo era que nuestra relación cambiara, que bromeara como si fuésemos novios. No lo habría podido soportar. ¿Cómo hubiese podido aguantar las ganas de besarlo cuando él insinuara con hacerlo?
A él le gustaban las chicas y seguro que no tenía problemas con tener un mejor amigo bi. Sin embargo, a mí no me habría gustado llevar ese rótulo: «el chico enamorado de su amigo hetero», por más cierto que fuera.
No haberle dicho que lo amo: Hoy ya no sirve de nada. No lo tengo, ni lo tendré cara a cara para decírselo. No tuve el valor suficiente para ver si él podía llegar a amarme también y permitirme completar su sonrisa. ¿Y si soy yo el responsable de que no encontrara el amor que su alma buscaba?… ¿Y si me rechazaba? Jamás lo habría superado. Tampoco me habría perdonado ponerlo en esa situación incómoda en la que los sentimientos no son correspondidos. No podría volver a mirarlo a los ojos de la misma manera, no luego de haberle confesado que lo amaba. Por eso preferí guardarme todo, esconderlo, conformarme con lo que teníamos.
Tal vez esa noche había sido el momento indicado. Tal vez, si hubiese tenido el valor, la tragedia jamás hubiera sucedido. Pero el miedo ganó. Una vez más.
Hoy más que nunca me arrepiento. Ya no hay miedo, solo arrepentimiento.
RECUERDOS
Los recuerdos no me permiten estar en mi casa, aunque no sirve de nada mentirme a mí mismo, no puedo evitarlos acá tampoco.
Llevo dos días en casa de la Lela. La mayoría de las personas recuerdan la casa de sus abuelos por el aroma de las comidas caseras, la mía no cocina ni aunque le paguen. Acá solo hay milanesas, si fuera por ella viviría a delivery. Eso era lo que más nos gustaba con Mateo, siempre que la visitábamos nos mimaba con pizzas, empanadas o hamburguesas con papas.
Aunque lo intento, no paro de recordarlo, Pienso en su sonrisa, en sus abrazos, en las noches tirados en mi cuarto jugando videojuegos y en las tardes en la plaza tomando mates.
Lo único que me queda de él, de nosotros, son los recuerdos. Y junto a ellos llegan la nostalgia, el arrepentimiento y el dolor.
Estos días recibí palabras de aliento y abrazos forzados. Por momentos ya no creo que me interese seguir. Cuando me siento así, me ayuda recordar su forma apasionada de vivir. Siempre admiré eso de él. Yo sé, tal vez más que nadie, que la vida que le había tocado no era color de rosas y aun así no dejaba que ni un minuto de su vida se desperdicie.
Ayer recibí un mensaje de la mamá de Mateo, dijo que le gustaría que vaya a su casa, que hablemos un poco y que puedo ver si quedó algo mío en su casa. Aclaró que no hay apuro, que me tome el tiempo necesario.
Él amaba a su mamá con locura, era su mayor admiración, y ella lo amaba con igual fuerza a él. Recuerdo como apoyaba la cabeza en su hombro cuando la saludaba y luego le besaba la frente. Hice eso mismo