Seda de Florencia. Pilar de Rosa
relación que mantenía con Nicolás. A su madre se le cayó el café y su padre se quedó como petrificado. El silencio se fue alargando sin que ninguno de los tres supiera cómo acabarlo, hasta que su madre se levantó y salió llorando de la habitación. Su padre seguía inmóvil, mirándola con unos ojos que no le conocía, tal vez ni había pestañeado desde que comenzó a hablar.
—Nunca pensé que pudieras hacer algo así —dijo con voz muy grave.
—Me gustaría que lo conocierais. Nicolás es un buen…
—No, tu madre no soportaría ver a ese hombre… y posiblemente yo tampoco. Además, no quiero hacerlo.
—No voy a dejarlo.
—No eres una niña, así que supongo que sabes lo que haces.
—Lo sé.
Al doctor Sousa le temblaban las manos, cogió el periódico y comenzó a leerlo; para él la conversación había terminado. Se levantó, se acercó a su padre y lo besó en la cabeza, no hizo ningún gesto ni de rechazo ni de aceptación. Cerró despacio la puerta y subió a la alcoba de sus padres, llamó a la puerta y entró en la habitación sin esperar respuesta. Su madre estaba sentada en el borde de la cama, la cara cubierta con las manos, los hombros temblando por los sollozos.
—Mamá…
—Vete, por favor —dijo sin moverse.
Volvió a llamarla con todo el cariño que fue capaz. Su madre levantó la cabeza y la miró.
—¡Dios mío, Teresa! ¡Qué vergüenza!
Intentó explicárselo, hacía años que María Rosa estaba ingresada, que no reconocía ni a Nicolás ni a sus hijos. Que él cuidaba de ella con todo el cariño del mundo, que iba a seguir haciéndolo, que iba a ayudarle en todo lo que pudiera. El llanto de su madre arreció, la besó en la cabeza, como había hecho con su padre, y la abrazó por los hombros. Su madre no la rechazó, pero no dijo nada ni se movió. Ya estaba dicho, ahora debían ser sus padres quienes reaccionaran. Se puso la gabardina y salió de la casa. Por un momento estuvo tentada de ir a ver a Adela para hablarle de Nicolás. No lo hizo al darse cuenta de que lo que buscaba en ella era consuelo, que le dijera que lo que hacía no estaba mal. Estuvo andando por el bosque hasta que empezó a hacerse de noche, luego se fue al taller y pidió una conferencia con Madrid. Mientras esperaba estuvo dibujando rayas inconexas que poco a poco fueron tomando la forma del esclavo Atlante. Se apoyó en la mesa y comenzó a llorar. Sonó el teléfono. Respiró con fuerza un par de veces antes de descolgar, no quería que Nicolás notara que había llorado. Él no preguntó por qué lo llamaba, nada más escucharla debió de figurarse lo que había pasado. Se lo fue contando muy despacio, con lo ojos cerrados para poder verlo sentado en el despacho de la tienda. Al otro lado del teléfono no se oía nada, pero ella sabía que la escuchaba con atención.
—Es natural que no lo entiendan —dijo cuando terminó de hablar.
Tenía razón, debía de tenerla porque ella a veces tampoco lo entendía.
—No hace falta que te conviertas en su defensor.
—¿Qué harán ahora?
—No tengo ni idea —dijo a la vez que se encogía de hombros—, pero no creo que me digan que me vaya de su casa. Menudo escándalo supondría. La hija de los Sousa viviendo en pecado… Igual que la de los Trasosmontes…
—¡Teresa!
—Necesitaba decirlo. El fin de semana me voy a Madrid, o quizá antes. —La idea se le había ocurrido en ese momento—. Tanto a ellos como a mí, nos vendrá bien estar separados una semana.
—¿Quieres que vaya?
—Esta vez prefiero ir yo, pero la próxima te pediré que vengas.
—Ya tengo ganas de ir.
Sonrió al colgar, la voz de Nicolás, como siempre, le había devuelto la tranquilidad; el beso que él le había mandado, sus palabras cariñosas la habían reconfortado. El fin de semana se iría a Madrid. Consultó el reloj, eran poco más de las seis, se quedaría hasta las nueve y así no tendría que encontrarse con sus padres a la hora de cenar. Tenía mucho trabajo, pero necesitaba irse unos días de Pontes. Lo organizaría todo para que su ausencia no se notase mucho. Aún debía perfilar un par de modelos. Si los terminaba esa noche, entre el lunes y el martes elegiría las telas, los bordados y los encajes. Si no terminaba en Pontes, lo haría en Madrid; para eso estaba el teléfono y el fax. Enfrascada en el trabajo salió del taller pasadas las nueve y media.
Al meter la llave en la puerta, Tecla salió a recibirla.
—Me tenías preocupada.
—Estaba en el taller, necesitaba adelantar trabajo —contestó mientras se quitaba el abrigo.
Tecla inclinó ligeramente la cabeza sin dejar de mirarla, era un gesto muy suyo cuando había algo que no entendía o no le parecía verdad. Las dos sabían que si un domingo necesitaba trabajar, lo hacía en su despacho.
—Tu madre tiene jaqueca, así que no ha cenado, y tu padre parece disgustado; nada más terminar de cenar se ha vuelto a la consulta.
—Sí, lo sé. Con este tiempo ya sabes que a mamá un día sí y otro no le duele la cabeza y mi padre tiene un paciente que le preocupa, debe de estar consultando libros —mintió.
—Claro, ahora mismo te llevo la cena.
—¿Hay pescado? —Tecla asintió—. ¿Te importa llevarme una tortilla francesa a la habitación? En el taller no había calefacción y he cogido un poco de frío.
—Claro que no me importa —comentó mientras se dirigían a la cocina—. Si has cogido frío, deberías tomarte un vaso de leche caliente con un poco de coñac.
Estuvo fuera una semana, antes de marcharse le dijo a su padre que si no quería que volviera, lo entendería.
—Esta es tu casa —respondió el doctor Sousa—. Eres mayor para saber lo que haces. —Y tanto que era mayor—. Lo único que te pido es que ese hombre no venga nunca a este pueblo. Como ya te dije, tu madre no lo soportaría y creo que yo tampoco. —Las mismas palabras que cuando se lo contó.
Asintió con la cabeza, le podía haber dicho que no se avergonzaba de su relación con Nicolás, pero no tenía sentido. Ella pasaría el menos tiempo posible en Pontes y ellos no dejarían de pensar que cuando estuviera en Madrid viviría con aquel hombre.
Su hermano le contó que lo habían llamado para preguntarle cómo era Nicolás y parecía que se habían quedado más tranquilos. María Luisa le prometió que en cuanto fueran a Pontes les hablaría de lo maravilloso que era y lo mucho que habían sufrido antes de tomar la decisión de vivir juntos. Su cuñada era así.
Al morir su padre, le pidió a su madre que dejara asistir a Nicolás al entierro. Doña Isabel asintió con la cabeza. Lo presentaron a la familia y a los amigos como un primo de María Luisa con el que el doctor Sousa se llevaba especialmente bien. Llegó en coche media hora antes de que empezara el funeral y se quedó sentado al final de la iglesia, pero la huérfana Teresa supo al instante que él había llegado. Al acercarse a dar el pésame, abrazó a Lucas, a María Luisa y a ella y, cuando tendió la mano a la viuda del doctor Sousa, su hija le dijo al oído: «Es Nicolás», y entonces doña Isabel se abrazó al amante de su hija y comenzó a llorar, mientras decía algo que ni Nicolás ni Teresa fueron capaces de entender. Si Pontes se creyó o no que aquel hombre era familia de María Luisa, le fue totalmente indiferente. Sus compañeras sabían quién era hacía mucho tiempo. Y ya que era un primo de su cuñada, alguna que otra vez fue a Pontes cuando iban María Luisa y Lucas, manteniendo las apariencias por su madre. Seguro que a su padre le habría agradado Nicolás, incluso podrían haber sido buenos amigos. No fueron fáciles las relaciones con sus respectivas familias… ¡Cuánto sufrió! Miró su libro y sus gafas. A él le encantaba su lencería y que le hablara de la marcha de la cooperativa, muchas veces le enseñaba a él, antes que a nadie, sus diseños y los comentarios de Nicolás