Seda de Florencia. Pilar de Rosa

Seda de Florencia - Pilar de Rosa


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Trasosmontes. Y ella no se había dado cuenta, no se había dado cuenta de nada. Odiaba a Elena y se odiaba a sí misma por estúpida. Los ojos le escocían y la piel le quemaba. Si pudiera sentir el frío de Ribadeo. Todo el mundo mirándola como aquella otra tarde… El nacimiento de Venus… su dibujo… El deseo de desaparecer, de no volver a abrir los ojos como aquella otra tarde… Se sentó en el banco de madera en el que tantas tardes se entretenía leyendo y soñando.

      Cuando se despertó amanecía. Miró hacia el cielo, sí allí estaba Venus, un planeta ardiente e inhóspito sin nada que ver con la mujer rubia y hermosa del cuadro de Botticelli. Notaba el cuerpo entumecido. Abrió y cerró varias veces las manos, luego movió los brazos y las piernas lentamente. Debía irse a su habitación, Tecla no tardaría en levantarse y por nada del mundo quería que la viera allí. Subió con el mismo sigilo que había bajado, la casa seguía en silencio, ningún ruido llegaba del pueblo. La ventana de su habitación seguía abierta de par en par, tal como la había dejado. Vio su vestido tirado en el suelo. Lo levantó y lo miró con asco. Si su madre y la modista le hubieran hecho caso no habría hecho el ridículo con aquel espantajo. Lo dejó encima de la descalzadora, cogió la pluma de su escritorio, le quitó la funda y la sacudió con fuerza. La pechera se llenó de pequeñas manchas azul oscuro. Ya nunca se lo podría volver a poner.

      «Ya entonces apuntabas maneras», se dijo riéndose de sí misma la anciana de la bañera. Se apoyó en las barras del baño para levantarse y luego en las de la pared para salir. Envuelta en el albornoz salió a su alcoba, la nieve seguía cayendo. El marido de Carmiña debía de haber empezado ya con la poda de los árboles. Se puso el pijama y dejó la bata encima de la descalzadora. Si todo sucedía como suponía, en unas semanas tendría allí a la señorita Rovira. No sabía por qué la llamaba «señorita», quizá estuviera casada, debía de tener ya más de treinta años. ¿Qué iba a contarle de los inicios de Seda? Podía decirle que había viajado con sus padres a Italia y que allí había encontrado su inspiración, en las tiendas de lencería de Roma y Florencia. En realidad, no se había fijado en ninguna, pero suponía que en la Roma de la dolce vita habría tiendas con camisones similares a los que diseñó, aunque no de la misma calidad, nadie podía trabajar igual que las chicas de la seda.

      Al meterse en la cama cogió el libro que había dejado en la mesilla, Final de verano, acostada era imposible leer El molino, solo había llegado a la página veinticinco cuando las líneas comenzaron a entrecruzársele. Se giró y dejó las gafas y el libro encima de la almohada del otro lado de la gran cama que ocupaba.

      —Nicolás —dijo en voz alta.

      Mientras él vivió, si no se iban juntos a la cama, dejaba el libro y las gafas encima de la almohada de él y la luz encendida. Era una especie de código entre ellos, si el libro estaba encima de su almohada le estaba pidiendo un beso, un beso que muchas veces no era sino el preludio de otros muchos besos y caricias. Si estaba muy cansada o por algún motivo debía levantarse temprano, apagaba la luz. Desde que murió, todas las noches dejaba sus gafas, su libro, últimamente su e-book, encima de la almohada de él, seguía siendo de él. Si se despertaba de madrugada, besaba aquel libro o la pantalla como si el espíritu de Nicolás lo hubiera tocado y lo dejaba encima de la mesilla, como habría hecho él. Otras veces, dormía toda la noche con la luz encendida, alguna de esas mañanas se le saltaban las lágrimas porque pensaba que esa noche el espíritu de Nicolás no había pasado por su alcoba. Era una tontería, lo sabía, pero no podía remediarlo.

      Una noche, al principio de empezar a trabajar para ella, bien avanzada la noche, Gisela vio luz por debajo de su puerta y llamó pensando que quizá no se encontraba bien. Le dijo que no se preocupara que a veces se dormía leyendo.

      En su vida solo había habido dos hombres: Santiago y Nicolás. En realidad, solo uno: Nicolás. Santiago había sido la fantasía de la joven Teresa que tenía mucho tiempo para imaginar, poca cabeza y mucha timidez. A veces pensaba que si no hubiera sido tan apocada, habría conocido algún chico en Ribadeo, como les había pasado a sus amigas. Desde hacía mucho tiempo solo veía la parte positiva de lo que le sucedió durante su juventud, pues de haberse relacionado con algún chico tal vez se habría casado con él, no habría existido Seda y Nicolás no podría haber entrado en su tienda. Cerró los ojos, la silueta de Nicolás se dibujó en algún lugar de su cerebro. ¡Qué elegante era! No en vano su sastrería era una de las mejores de Madrid y él llevaba como nadie los trajes que hacía.

      La tienda estaba prácticamente terminada cuando una mañana entró Nicolás para presentarse, así se conocieron. No fue el primero, otros dueños o encargados de las tiendas cercanas habían ido a saludarla y a decirle que podía contar con ellos si necesitaba algo. No fue un amor a primera vista, a los treinta y tantos esas cosas no pasan. Aunque Nicolás decía que lo suyo fue un auténtico flechazo. No era muy alto, aunque sí más que ella; eso no era difícil. Delgado, los ojos y el pelo muy negros; al poco de conocerse le empezaron a salir canas y eso le hizo aún más atractivo. Se sintió especialmente fascinada por su mirada, una mirada franca e intensa. Siempre miraba de frente, nunca bajaba los ojos, ni siquiera lo hizo cuando ella le dijo que no. También sus manos eran muy hermosas, sobre todo por la forma que tenía de moverlas al hablar o cuando marcaba con jaboncillo en la tela, pero especialmente cuando manejaba la cinta métrica. «Tómame las medidas», le pedía ella y él se reía, pero comenzaba a hacerlo muy serio. No dejaba de mirarlo mientras lo hacía, su soltura, el ruidito de la cinta al moverla para medir los hombros o la cintura. Nunca le dejaba terminar porque se abrazaba a él y lo besaba.

      —¡Nicolás! —suspiró en voz alta.

      Cuando se conocieron, él tenía cuarenta años y una mujer a la que se le había ido la cabeza como a Marce, solo que a María Rosa le sucedió mucho más joven. Al cumplir los treinta empezó con los primeros síntomas y a los treinta y cinco pasaba más tiempo en las casas de reposo que en su hogar. Una vez, de las muchas que la ingresaron, ya no salió. Una historia como la de Jane Eyre, solo que la mujer perturbada no era violenta ni prendió fuego a la casa donde vivía ni murió en un incendio. Primero murió Nicolás y bastantes años después María Rosa. La enfermedad de su mujer hizo sufrir mucho a Nicolás y si no le destrozó la vida fue por su fortaleza de carácter. Ella no fue responsable del dolor de su marido y sus hijos, ¡qué terrible y cruel enfermedad! «María Rosa no es la mujer con la que me casé, es una pobre criatura que no sabe dónde se encuentra. ¿De veras crees que lo nuestro es un matrimonio?», le había comentado Nicolás. En la época en que lo conoció, él sentía por su mujer el afecto que se siente por los desvalidos, le dolía ver que nada quedaba en María Rosa de la mujer que se enamoró, nada salvo su cuerpo; porque seguía siendo muy guapa y el buen gusto y el cuidado de su marido se reflejaban en los vestidos que llevaba y en sus peinados; una vez a la semana la visitaba una peluquera. La mujer madura y responsable que era Teresa lo quería y sin embargo le dijo que no cuando le propuso que vivieran juntos. Sus creencias la obligaron a decir que no. Solo de pensar en convertirse en la amante de un hombre casado se ponía enferma; aun así, lo quería. Más de una vez deseó que María Rosa muriera pronto, tardó en darse cuenta de que esos deseos eran peores que el hecho de estar con Nicolás y juntos atender a aquella mujer enferma.

      Después de que le dijera que no, que no podía convertirse en su amante, él no volvió por su tienda durante más de dos años, no se vieron ni un solo día a pesar de lo cerca que estaban. Dos años perdidos.

      Pasado ese tiempo, un día, al cerrar la tienda, lo vio, la estaba esperando en la calle. Comenzaron a caminar uno al lado del otro, sin decirse ni tan siquiera hola, luego él comenzó a hablar. Su hijo más pequeño, el último que le quedaba en casa, se casaba. Su mujer seguía ingresada y ningún médico le había dado ni la más remota esperanza de que se curara. Iba a seguir cuidando de su mujer, ella iba a estar siempre en las mejores clínicas y, si algún día se encontraba, donde fuera, un medicamento que la pudiera mejorar o sanar, costara lo que costara pediría ese tratamiento para María Rosa. Estaría todo lo pendiente de sus hijos que ellos quisieran, y terminó diciéndole:

      —Teresa, no te pido que vivamos juntos, solo que me dejes compartir una parte de tu vida, la que tú decidas.

      Se echó a llorar. Habían pasado dos años y lo seguía queriendo


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