Seda de Florencia. Pilar de Rosa

Seda de Florencia - Pilar de Rosa


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Aníbal iba tan mojado que Gisela se lo llevó por la puerta de la cocina para que no manchara todo el suelo; por la misma razón dejó el paraguas en el porche y en la entrada se quitó el abrigo y las botas. Ya en el salón, se dejó caer en el sofá. El cansancio del día empezaba a hacer de las suyas, de buena gana se pondría el pijama y se iría a la cama. Desde la cocina oía los ladridos de Aníbal; Gisela debía de estar secándolo.

      —¿Quiere que le prepare un té o le traiga un chal? —le preguntó Gisela entrando en el salón. Debía de pensar que había sido una temeridad salir con ese tiempo, sabía que los pulmones eran su punto flaco. Quizá tuviera razón, pero no se arrepentía, todavía notaba el aire frío y húmedo de Pontes en sus pulmones, pero no como una sensación desagradable, sino limpia.

      —Después del madrugón de esta mañana, prefiero cenar pronto para irme a la cama. —Consultó el reloj, eran cerca de las siete. Las ocho era una buena hora de tomar un caldo caliente.

      Gisela subió a abrir las camas y ella fue a su despacho en busca de un libro. Casi siempre que estaba en Pontes rebuscaba en la biblioteca de la familia, libros envejecidos muchos de ellos con las páginas amarillas. Novelas que la joven Teresa había leído hacía muchos años y que aún recordaba, u otras que en su momento no le habían llamado la atención. A veces, al releerlas, se llevaba una grata sorpresa; el libro era mejor de lo que recordaba. Otras, lo dejaba a la mitad porque le parecía insufrible. Dudó entre coger Al final del verano o El molino del Floss. Recordaba que El molino le había gustado, aunque lo recordaba bastante trágico. Además, recordaba a la escritora George Elliot, mientras que el nombre de Rosamunde Pilcher no le decía nada. El único inconveniente de El molino era su tamaño. No era muy apropiado para sujetarlo en la cama. Se decidió por los dos, uno para leer en el salón y otro en la alcoba; sonrío ante sus razones en la elección de los libros. Regresó al salón, encendió la lámpara de pie y se sentó a leer. La tranquila campiña inglesa apareció ante sus ojos, pero no tardó mucho en abandonarla. El comentario de Gisela sobre su amistad con los Trasosmontes había abierto una puerta que llevaba mucho tiempo cerrada.

      Aquella noche no llovía ni hacía frío; muy al contrario, era calurosa. Una de esas noches en que los duendes andan sueltos, duendes nada favorables para ella. En realidad, no fueron benévolos para ninguno de los habitantes de Pontes.

      Antes de montar en el coche, su madre le había dicho a su hijo que quería disfrutar de la fiesta y que le hiciera el favor de no estropeársela. Lucas asintió y le prometió que solo se dedicaría a bailar. La joven Teresa iba muy nerviosa, aunque su nerviosismo nada tenía que ver con los problemas de la fábrica. Todos le habían dicho que estaba muy guapa. Había aceptado sus alabanzas sin creérselas, el vestido que llevaba no le favorecía. Era guapa, pero con una belleza sosa, como de muñeca de cartón piedra. La cara es el espejo del alma y su alma era de una sosería total; así fue hasta que David la sedujo.

      En el vestíbulo del pazo esperaban los dos Santiagos, la abuela Julia y Nita; una vez más no estaban presentes ni Elena madre ni su marido para recibir a los invitados. Se acercó a besar a Santiago abuelo.

      —Teresiña, cada día estás más guapa —le dijo después del beso—. ¡Qué feliz va a ser el hombre con quien te cases! ¿Verdad, Santiago?

      —Verdad, abuelo. —El joven Santiago le sonrió. Por unos momentos le recordó al hombre con el que había cenado en Lugo; también él la besó en las mejillas. Más bien hizo ademán, se sintió enrojecer al tenerlo tan cerca—. Espero que me concedas unos cuantos bailes.

      Notó que un fuego le subía por el cuello hasta la frente. Trató de sonreír.

      —Estaré encantada —¿Fue capaz de decir esa frase tan larga?

      Elena estaba con María, siempre María, que llevaba un vestido muy sencillo, pero con un corte mucho más moderno que el suyo; a su lado, no cabía ninguna duda, parecía una señorita de provincias, para que lo iba a negar. Elena, tan exagerada como siempre, seguro que había tenido una trifulca con Nita acerca del vestido que se había puesto.

      De puertas adentro del pazo (ese pazo que a Gisela le parecía bonito y que en realidad lo era) el desaire del pueblo parecía haberse olvidado. Todas las luces de la planta baja estaban encendidas y en el jardín, junto a la casa, se habían colgado multitud de farolillos. Las mujeres y los hombres lucían sus mejores galas; todos sonreían. Esa noche notaba, o creía notar, todas las miradas fijas en ella. «Desde luego Teresa es mucho más guapa». «Sí, es guapa, pero tan sosa. A cada palabra que dice se pone colorada», pensaba que cuchicheaban. En su desconcierto por los sentimientos que Santiago pudiera tener hacia María se le había olvidado el incidente de la mañana y pensaba que el único tema de conversación, aquella noche, eran las relaciones del trío formado por Santiago, María y ella, al que no era ajena la que consideraba su mejor amiga.

      No tardaron mucho en pasar al comedor de gala del pazo. Los manteles de un blanco impoluto, la vajilla de Sargadelos, la cristalería portuguesa, los cubiertos de plata, la araña que pendía sobre la gran mesa refulgente. El abuelo tenía que demostrar opulencia a sus invitados tanto en la ornamentación del comedor como en la cena; por ello, al marisco siguió el pescado y al pescado la carne, y luego los dulces. Ella dejaba que le sirvieran, esparcía la comida por el plato y la dejaba casi intacta. Santiago estaba sentado entre su abuela y Nita, pero hablaba con todos los comensales que había a su alrededor; ninguno mencionó lo sucedido aquella mañana ni el inminente cierre de la fábrica. Se comentaban chismorreos, noviazgos, bodas, bautizos presentes y pasados. Ella había soñado, después del viaje a Lugo, que esa noche Santiago anunciaría su compromiso.

      Terminados los brindis salieron al jardín donde iban llegando los invitados de segunda, lo que no habían sido invitados a la cena, pero sí al baile. Siguieron los fuegos artificiales y los ¡oh!, y los ¡ah! de los invitados. Tras recuperar la noche su oscuridad y sus estrellas, comenzó el baile. La misma fiesta de siempre, los mismos invitados de siempre. Sin embargo, todo era distinto, se notaba en el ambiente, se respiraba en el aire, aunque ella no supiera interpretar los motivos. Si hubiera escuchado a su hermano, se habría enterado de lo que en realidad estaba pasando. Para ella, fue una suerte creer que Santiago estaba enamorado de María, así se libró de emparentar con aquella familia.

      —Te veo muy seria esta noche —le comentó Santiago cuando la sacó a bailar. Ante su silencio, añadió sonriendo—: No tienes por qué preocuparte, han aprovechado este día para desairarnos, pero mañana volverá la tranquilidad a Pontes. —Asintió mirándolo a los ojos y él apretó ligeramente su mano, como cuando se quiere consolar a un amigo. Agradeció que Santiago pensara que estaba preocupada por el incidente de la plaza, así no se ponía en evidencia ni necesitaba decirle nada; con la mirada había bastado. Él conocía de sobra su timidez, conocía desde pequeña a Teresa, era la única amiga que su hermana tenía en el pueblo. —¡Qué bien bailas! —le dijo cuando el vals terminó y ella posiblemente le diera las gracias, roja como la grana, por aquel cumplido. ¡Qué tonta, qué tonta podía ser! Le gustaba bailar y lo hacía bien, pero le daba vergüenza que se lo dijeran—. Me gustaría que siguiéramos bailando —Pensó que mentía—, pero ahora tengo que cumplir con mi deber de anfitrión y bailar con unas señoras gordas que me pisarán —Se soltaron las manos—. En cuanto acabe con ellas, espero que me concedas unos cuantos bailes más.

      Su deber de anfitrión con las señoras gordas y las señoritas sosas. Elena no se separaba de María. Lucas se acercó a ella mientras Santiago se alejaba.

      —¿Me concede este baile, señorita? —trató de sonreír a su hermano—. En esta casa son todos unos cretinos, salvo Elena madre y su marido gracias a que el aguardiente no les deja pensar.

      —¡Lucas!

      —Estoy diciendo la verdad. He ido a saludar a tu amiga Elena, estaba con esa chica de Madrid y me la ha presentado. ¿Sabes lo que le ha dicho? —Negó con la cabeza—. Que a nuestros padres les gustaría que ella y yo nos casáramos. Antes muerto que casado con esa arpía. No sé qué podéis ver tú y Miguel en ella.

      —Miguel. ¿Qué Miguel?

      —Su primo. No te hagas la sorprendida, no rompes


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