Seda de Florencia. Pilar de Rosa

Seda de Florencia - Pilar de Rosa


Скачать книгу
En una época pensó que sí, pero se equivocaba como la paloma de Alberti. Afortunadamente empezaba a llover y no necesitaba ninguna excusa para no pasear junto al gran muro de piedra que bordeaba el jardín.

      —La verdad es que hace mucho tiempo que no los veo. Será mejor que volvamos, está empezando a chispear. —El pazo y el recuerdo de sus habitantes aún tenían la virtud de ponerla de mal humor.

      Llamó a Aníbal y abrió el paraguas. Mientras lo hacía miró desafiante al viejo pazo. Al fin y al cabo, si Seda de Florencia había nacido se lo debía, al menos en parte, a lo que sucedió el 25 de julio de 1955, la fiesta de Santiago Apóstol.

      En ese día, desde que tenía recuerdos, todo el pueblo iba a misa por la mañana y cuando terminaba, en la plaza, se servía una comida que Santiago Trasosmontes pagaba, siempre lo mismo: pulpo, empanadas y vino. Antes de empezar a comer, los que todavía no habían felicitado al abuelo y al nieto se acercaban a ellos, luego se comía hasta que no quedaba nada y de vez en cuando alguien gritaba: «¡Viva don Santiago!» Y la gente de la plaza respondía: «¡Viva!». Santiago Trasosmontes sonreía satisfecho como si de un señor feudal se tratara. Otros años todo el pueblo parecía divertirse con la comida, la música y el baile, pero en 1955 todo fue diferente. A la salida de misa, prácticamente todo el pueblo se marchó a sus casas, a pesar de las grandes cacerolas donde se cocía el pulpo y de la mesa a rebosar de empanadas y de las barricas de vino. Las mujeres que se habían ocupado de preparar la comida bajaron los ojos.

      —Era de esperar —comentó su hermano entre dientes—. Solo a ellos podía ocurrírseles que la gente se quedaría.

      —¿Qué pasa? ¿Por qué se han ido todos? —preguntó a Lucas.

      Había oído hablar de los problemas de la fábrica. Elena, a pesar de lo poco que se veían, le había hablado de ellos y también Tecla y Paquita; pero no podía suponer que fueran tan serios como para hacer aquel desplante a don Santiago y a su nieto. Uno al lado del otro, ambos con el ceño fruncido, nunca se había fijado en lo que se parecía Santiago a su abuelo.

      —¿Nos vamos a casa? —preguntó Lucas dirigiéndose a sus padres.

      —Nosotros no podemos irnos. Santiago y Julia son nuestros amigos —musitó su madre mientras su padre se dirigía hacia el grupo de la familia Trasosmontes—. Y tú tampoco, así que vamos a felicitar a los Santiagos.

      Lucas puso mala cara, pero acompañó a su madre sin rechistar, al igual que hizo ella. Tampoco para la joven Teresa aquel año era igual que los otros. Su amistad con Elena se estaba enturbiando, la estaba dejando de lado por culpa de esa amiga que se había traído de Madrid, María, y además estaban todas esas habladurías acerca de Santiago y la madrileña.

      Su padre estrechó las manos de los hombres y se inclinó levemente ante las mujeres. Su madre besó a doña Julia y a las Elenas. Elena madre parecía a punto de llorar y su hija miraba la plaza vacía con los labios apretados. A una seña de don Santiago, dos mujeres se acercaron con vino y un plato con trozos de empanada.

      —¿Has visto qué forma de comportarse? Vaya disgusto que le han dado al abuelo —le dijo Elena cuando estuvo a su lado—. Claro que esta nos la pagan, vaya si nos la pagan. Después de que el abuelo se preocupa por preparar la fiesta, con el dinero que se ha gastado. —Miró despectiva hacia las calles del pueblo—. ¡Panda de desagradecidos! Fíjate quiénes se han quedado: el alcalde, el juez, vosotros... Ninguno de los obreros de la fábrica ni sus mujeres. Espero que la fiesta de esta noche haga que se le pase el disgusto al abuelo. —ni María, la amiga madrileña de Elena, ni ella hicieron ningún comentario.

      Una de las mujeres les ofreció un vaso de vino, las tres cogieron los vasos de la bandeja y aparentaron beber. No se quedaron mucho tiempo, ninguno lo hizo. La fiesta no tenía ningún sentido sin los invitados. Mientras regresaban a su casa, su hermano le fue comentado a su padre que hacer ese alarde cuando estaban pensando en cerrar la fábrica había sido una temeridad, según él demasiado bien se había comportado la gente.

      —¡Ojalá suspendieran la fiesta de esta noche! No me apetece nada ir.

      —A mí tampoco —le contestó el doctor Sousa a su hijo—, pero tenemos que ir.

      Tampoco ella quería asistir a esa fiesta. No soportaba ver juntos a Santiago, Elena y María. ¡Dichosa María! ¿Por qué la habría invitado Elena? Según le había contado su amiga, se habían conocido en Madrid, en las clases de francés y, como se llevaban muy bien, la había invitado a pasar unos días en el pazo. No era muy guapa, pero sí tenía un gran desparpajo y sobre todo era muy simpática, en otras circunstancias podían haber sido amigas. A la semana siguiente de su llegada se habían desatado las habladurías. Según parecía, las relaciones entre Santiago y María eran muy cordiales.

      —Está a punto de cerrar la fábrica y solo piensa en esa forastera —oyó que decía Petra a Paquita, mientras planchaba.

      —¿De qué te extrañas? Ellos son así —le contestó.

      Tecla dijo en voz bien alta, seguramente porque vio que su señorita Teresa se acercaba:

      —Habladurías, solo son habladurías del pueblo.

      Se quedó como si la hubieran metido dentro de un bloque de hielo o de mármol. No podía hablar, no podía respirar, no podía moverse. Fue después de escuchar esas palabras cuando se dio cuenta de que cuando salía por el pueblo las mujeres se la quedaban mirando y cuchicheaban y la sonreían como a una niñita que acabara de quedarse huérfana. «¡Pobre Teresiña!», dirían cuando se alejaba. Quizá solo fueran los cotilleos propios de un pueblo pequeño y provinciano. Una forastera joven había llegado al pazo de los Trasosmontes, era normal que se desataran las lenguas. Esa chica había llegado como una amiga de Elena, solo eso.

      Era verdad que en esos días se murmuraba de las relaciones entre María y Santiago, pero se hacía para criticarlo por su falta de conciencia. Lo cierto era que a nadie, o a casi nadie, le preocupaba realmente si Santiago se había enamorado o no de la forastera, porque a Pontes lo que le preocupaba en aquel verano era el cierre de la fábrica de herramientas. Y mientras aquella tragedia se cernía sobre el pueblo, a Teresa Sousa le abrumaba el dolor al sentirse traicionada por Elena, su amiga desde la infancia, y olvidada de Santiago.

      Al poco de llegar María, fueron las tres a Ribadeo, a la playa de las Catedrales. Se sintió aislada. Elena se comportó como la bruja que era, no hacía más que hablar de Madrid, un tema en el que ella apenas podía intervenir pues a su timidez se le añadía su ignorancia; en aquella época solo había estado un par de veces en la capital. María trató de cambiar la conversación preguntando cosas de Ribadeo, de la playa, del paisaje, como si no le interesara la conversación de Elena. Comieron en Rinlo y cuando volvieron a Pontes las invitó a pasar a su casa a tomar un refresco. A María le encantó el jardín de los Sousa; por ser ella quien lo cuidaba, sus palabras la halagaron.

      —Desde luego es muy mono —dijo Elena ante los comentarios de María—. Aunque es un poco pequeño.

      Aquellas palabras se le clavaron como si fueran alfileres. ¿Por qué su amiga hacia ese comentario tan despectivo si sabía el interés que ella ponía en su cuidado? Si se le comparaba con el del pazo, era pequeño; pero también era cierto que la enormidad del jardín de los Trasosmontes era su única virtud, si es que lo era. Eso es lo que debía haber contestado. El problema es que en esa época no se atrevía.

      —Yo no lo encuentro pequeño —rebatió María—. Mi casa sí que es pequeña —añadió riéndose.

      No podía dejar de compararse con María, aquella chica tenía todo lo que a ella le faltaba. Era cierto que ella era más guapa, pero frente a su sosería y su timidez estaban su carácter alegre y su desenvoltura; debía reconocerlo, le tenía envidia. Por eso Elena prefería estar con María y no la llamaba tan a menudo como otros veranos, por eso Santiago debía haberse olvidado de lo que hablaron en Lugo.

      La lluvia comenzaba a arreciar, no había sido muy buena idea la del paseo. Volvía de malhumor porque además de mojarse se había enredado con los hermanos


Скачать книгу