Seda de Florencia. Pilar de Rosa
dará nunca. Pero ya verá cómo le gusta, es muy trabajadora.
Marce dio la talla, claro que la dio. No alcanzó la maestría de Juana, conseguirlo era prácticamente imposible, pero a sus trabajos no se les podía poner ninguna pega. Era muy responsable y cuidadosa, por eso bordaba muy despacio y, para no retrasarse con sus labores, algunos días se llevaba una tartera y comía en el taller. Incluso cuando se casó y tuvo hijos, siguió haciéndolo. Según le contó Adela, había llegado a un acuerdo con su marido y era él quien, una o dos veces por semana, se ocupaba de los niños a la hora de comer. Un matrimonio adelantado a su tiempo.
Un díaque a Teresa se le había hecho tarde terminando los cuadrantes del siguiente trimestre, se encontró con Marce comiendo de pie en la cocinilla del taller y le preguntó si pasaba algo.
—Quiero avanzar un poco el trabajo. —La joven empresaria sabía que Marce era la más lenta de todas las trabajadoras, como también sabía que era muy responsable, por eso le dijo que no hacía falta que se quedara. Marce, mirándola a los ojos muy seria, le respondió—: Sí que hace falta. —Carraspeó y añadió—: Las dos lo sabemos.
No volvió a decirle nada después de aquel día. Cuando Marce consideraba que iba atrasada con el trabajo, se quedaba algunas horas más, a mediodía o por la tarde; era ella quien marcaba su ritmo de trabajo y nunca se retrasó con sus entregas. A los setenta y tantos le diagnosticaron Alzheimer.
Quizá la proposición de Martina y de la señorita Rovira no fuera tan descabellada. Si se hablaba de ellas, las chicas de la seda, y de su empresa en aquella universidad, cuando murieran o perdieran la memoria, Seda de Florencia seguiría viva. Carmina le seguía hablando de Marce y su enfermedad.
—Por lo que me dijo Merche, desde las Navidades ha empeorado muchísimo.
—Cuánto lo siento, a ver si llamo a su hija.
—Merche sí está aquí, al poco de terminar las Navidades se volvió.
—Antonia, Rufina, Campos, Juana, Sole, Rosalía, Carmen, Brígida, Merche, Asunción, Marucha y Rosario. Hemos quedado para mañana por la tarde, así que ya queda poco para la decisión ¿Podrías preparar una tarta o unos bollos para la merienda? Si no te viene bien, lo dejamos para otro día.
—¡Como que van a poder esperar más! Dé gracias de que no se presenten esta misma tarde.
—¿Vendrás?
Negó con la cabeza.
—Vendré por la mañana para preparar la tarta, pero a la reunión no.
—Si no estás seremos trece —le dijo sabiendo que había heredado el espíritu supersticioso de su madre.
—No trate de enredarme porque con Gisela serán catorce, seguro que a ella le gustará mucho escuchar sus historias. Son las chicas de la seda las que tienen que reunirse. Además, si las veo a todas juntas me acordaré mucho de mi madre y me pondré a llorar. Ya sabe lo llorona que soy.
Dolores había muerto hacía algo menos de un año. En su entierro fue la última vez que se reunieron todas las que quedaban vivas. Hasta Marce estuvo, quizá fue la última vez que salió de la residencia. Su marido fue el que decidió que no podía faltar al entierro de su tía Dolores. La recordaba como perdida en la iglesia, pero no ajena, al menos no del todo, porque a ellas las reconoció.
Nati fue la primera que murió, de leucemia, a poco de cumplir los cuarenta, le siguió Adela de un cáncer y a ella María. En los próximos años morirían todas, salvo que hubiera alguna inmortal. Era natural, iban teniendo muchos años.
—Hablando, hablando se te ha hecho tarde —dijo al escuchar las dos en el reloj de la escalera.
—No se preocupe, nosotros somos de comer tarde, nos acostumbramos en Madrid. ¿Qué quiere que les haga para mañana?
—¿Qué voy a querer? Una tarta de Santiago de esas que solo tú sabes hacer, y unas magdalenas o alguno de tus bizcochos… si no es mucho trabajo.
—¡Qué cosas tiene! Ya sabe que me encanta cocinar y más si es para Seda de Florencia. He dejado el caldo encima de la vitrocerámica. Le he dicho a Gisela donde he dejado todas las cosas. Mañana vendré sobre las diez.
—Cuando tú quieras, no tengas prisa.
—No se levante, que ha dicho que estaba cansada —le dijo al ver que hacía ademán de levantarse.
—Tengo que subir a quitarme los zapatos, así aprovecho. —Se dirigieron juntas a la puerta y se besaron al despedirse. —Hasta mañana, que descanse bien.
—Es lo único que pienso hacer en lo que queda de día. Muchas gracias por todo.
—¿Cuántas veces me va a dar las gracias?
—Aunque fueran mil más me quedaría corta.
—¡Qué exagerada! Gisela, hasta mañana —dijo mirando hacia la escalera. La aludida se asomó por la barandilla para despedirse.
—¿Caliento ya el caldo? —preguntó Gisela cuando la puerta se cerró.
—¿Has terminado con las maletas?
—Me falta guardar unas cuantas cosas mías.
—Pues termina de colocar tu ropa y luego comemos, salvo que tengas mucha hambre —dijo mientras subía.
—Me he comido unas magdalenas, así que no tengo prisa.
Cuando murieron sus padres, de eso hacía ya muchos años, la primera planta de la casa se tiró entera y para ella se construyó una especie de suite con alcoba, baño y saloncito en una de las esquinas de la casa, para que los niños no la molestaran, habían dicho su hermano Lucas y su cuñada María Luisa. Sus sobrinos nunca habían supuesto una molestia para ella, pero lo cierto es que aquella habitación, que ocupaba el espacio de la antigua habitación de sus padres y la suya, siempre le había resultado muy cómoda. En la planta baja se había dejado una alcoba junto a la cocina, que se llamaba «del servicio», pero Gisela ocupaba la que llamaban «de invitados» cuando la acompañaba a Pontes. En el resto de las habitaciones, otras tres, ni siquiera entraban cuando estaban ellas dos solas; de la limpieza se ocupaban las mujeres que mandaba Carmiña cuando lo consideraba necesario.
El cansancio pareció remitir al entrar en su habitación. Desde la ventana miró el jardín, estaba prácticamente igual que cuando empezó a cuidarlo con quince años, igual que cuando había pasado por sus caminillos de la mano de Nicolás. Abrió el armario y algunos cajones, toda su ropa estaba perfectamente ordenada, como a ella le gustaba. Cogió las zapatillas del zapatero y se sentó en la descalzadora. Antes de ponérselas, se masajeó los pies. ¡Esta Martina! Se lo había pedido su nieta. ¿Cómo se lo iba a negar? ¿Y cómo se lo iba a negar ella a Martina? Si siempre la había apoyado en todos sus proyectos.
Martina la llamó un viernes, ya anochecido, para decirle que habían ido a verla su nieta y una amiga que trabajaba con ella, Jimena Rovira se llamaba. Al parecer, estaban muy interesadas en hablar de Seda de Florencia en la universidad en la que trabajaban. Al principio, no entendió lo que quería decirle y Martina volvió a explicárselo.
—He quedado con esa señorita en que te llamaría y que si no tenías objeción le daría a mi nieta tu teléfono para que te llamen ellas. —La voz de Martina le decía que tanto su nieta como su amiga escuchaban con tanta atención la historia que les contaba sobre Seda que no había podido negarse. Por su tono, se dio cuenta de que estaba muy ilusionada.
Martina era de su edad y cuando lo de la fábrica ya estaba casada. Su marido fue uno de los hombres a los que detuvieron. Siempre fue muy decidida. Al día siguiente del incendio fue a ver al párroco y gracias a él consiguieron enterarse de que la Guardia Civil había llevado a los hombres a la cárcel de Ribadeo. Fue ella quien animó al resto de mujeres para ir a verlos. Durante el tiempo que estuvieron en la cárcel, los días de visita se levantaban antes del amanecer para coger el autobús de línea hasta Villaodriz y allí el tren hasta Ribadeo. El marido de Martina, Lauro, estuvo más de dos años preso,