Seda de Florencia. Pilar de Rosa

Seda de Florencia - Pilar de Rosa


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más tupidas, satenes y pongés, menos encajes y más bordados. Resultaba curioso que la que mejor trabajaba con las transparencias y los encajes de aguja más sutiles no quisiera ponérselos. No tuvo mucha suerte en su matrimonio y no porque Marcelo no fuera un buen hombre, sino porque a los nueve años de casados tuvo un accidente de coche, mientras hacía el reparto de la leche. Una vaca se cruzó en su camino y, al intentar frenar, la helada de la noche hizo que perdiera el control de la furgoneta. No iba muy deprisa, pero dio una vuelta de campana y se rompió el cuello, entonces no había cinturones de seguridad. Se quedó viuda con poco más de treinta años y con tres niños. Afortunadamente, estrecheces no pasaron nunca, pues además de su trabajo siguió con la vaquería.

      Durante bastante tiempo fue como una sombra. Llegaba al taller, decía buenos días y se ponía a trabajar. Antes de marcharse recogía, decía adiós y poco más. No participaba en las conversaciones del taller ni en las canciones, mucho menos en los chistes o en las bromas que se gastaban las unas a las otras. Su hermana movía la cabeza de izquierda a derecha con cara seria. Muchas veces se dirigía a ella directamente, con una pulla inocente o una pregunta, pero no lograba obtener de ella más que un monosílabo. Tardó en reponerse, ninguna dudó que si lo hizo fue gracias a su hermana.

      Una noche después de cenar, Rufina se presentó en casa de su hermana cuando estaba acostando a los niños, esperó a que terminara y, cuando los niños estuvieron en la cama, juntas fueron a la alcoba de Antonia. Rufina cerró la puerta de la habitación y, señalando la foto de la boda que estaba encima del comodín, le preguntó: «¿Crees que a él le gusta ver cómo te estás portando?». Cogió el retrato y lo puso bocabajo. Sin tardar un segundo, Antonia cogió la foto, la abrazó y le gritó a su hermana: «¿Qué haces? ¿Para qué has venido?». Sin amilanarse, Rufina aguantó la ira de la mirada de su hermana mientras le decía: «Ya está bien de tanto lloro. Tus hijos ya han sufrido bastante con la muerte de su padre para que encima tengan que cargar con tu amargura. Ellos necesitan una madre que les ayude a jugar y a reír. Si vas a seguir con esa cara de resentida y sin dejar de suspirar y de lamentarte, creo que lo mejor será que me los lleve a mi casa, allí con sus primos tendrán más fácil volver a ser niños alegres y tú podrás llorar a tus anchas sin que les destroces la vida». Antonia la miró con odio. Por un momento Rufina temió que le tirara el retrato a la cabeza, quizá fuera el llanto quien se lo impidió. Se dejó caer en la cama de matrimonio que durante tantas noches había compartido con Marcelo. «Tienes razón… tienes razón… pero no puedo, de verdad… que no puedo…», balbució entre sollozos. Rufina se sentó en el borde de la cama y la abrazó. «No hay peros que valgan. Mañana te quiero ver bien peinada y arreglada en el taller y, por la tarde, los niños salen a jugar a la calle. Luego os venís a cenar con nosotros y, mientras, les cuentas un cuento o les pones la radio para que lo escuchen. Igual que hacías cuando vivía Marcelo». Antonia asentía con la cabeza entre hipos.

      Antonia contó esa historia muchos años después de que ocurriera, mientras estaban desmantelando el taller. Todas estaban recogiendo sus objetos personales, ese día había más lágrimas que risas en aquella sala luminosa que habían compartido durante tantos años, fueron muchas las historias que se relataron ese día. Ella salía del despacho cuando vio a Antonia con un pequeño marco entre sus manos. Lo había visto muchas veces en su mesita de labores, luego un día se le cayó y se rompió el cristal, y Antonia lo guardó en el cajón de los hilos, talvez esperando un nuevo marco o un cristal que sustituyera al roto. Antonia besó el retrato de Marcelo, tenía los ojos llenos de lágrimas. Tras unos instantes, se acercó a su hermana y la abrazó.

      —Pero ¿qué haces?

      —¡Dios mío! ¿Qué habría hecho yo sin ti? —le dijo sin soltarse de ella.

      —Pobres de las hermanas mayores, ni con cincuenta años podemos librarnos de las pequeñas.

      Con la foto de su marido en una mano y un pañuelo en la otra, Antonia les contó la historia.

      —Tus compañeras van a pensar que has empezado a chochear —dijo Rufina cuando su hermana terminó de hablar.

      Todas las miraban. A pesar de sus palabras, Rufina tenía los ojos brillantes por las lágrimas, como su hermana. Hasta ese día, ninguna supo a qué se había debido la reacción que Antonia tuvo a los seis o siete meses de la muerte de Marcelo, aunque todas sospechaban que Rufina había tenido algo que ver. Un día, ya se acercaba el verano, Antonia llegó con un vestido azul oscuro y al cabo de un rato empezó a tararear, muy bajito, las canciones de la radio y cuando su hermana se metió con ella le contestó. Fue una fecha feliz para el taller.

      La voz de Antonia al otro lado del teléfono y detrás de ella la de Rufina. Les preguntó por sus hijos, hablaron de la salud y sobre todo de la propuesta de la amiga de la nieta de Martina. Confirmaron que se verían la tarde siguiente para comentarla entre todas y tomar una decisión. Antonia le dijo que, en cuanto colgara, llamaría a Merche y esta telefonearía a Juana, que avisaría a Sole… La misma cadena desde que se formó la cooperativa. La habían establecido en función de la cercanía de las casas, porque en aquellos tiempos la mayoría no tenía teléfono. La misma cadena no, faltaban algunos eslabones.

      Al colgar pensó que si sus compañeras aceptaban la propuesta de la señorita Rovira, la llamaría para que viniera a Pontes; debía ser allí donde se preparara «el caso» de Seda de Florencia. Tendría que repasar con Merche todos los libros. En el EES querían un montón de datos para hacer diagramas estadísticos, cuánto se vendía, cuánto se ganaba, qué gastos tenían, cuánta gente trabajaba… Sin duda, esos datos eran importantes, pero Seda era mucho más que esas cifras, alta costura en lencería para señoras y señoritas, eso debía de quedar muy claro en la exposición que se hiciera en el EES. Alta costura, eso decía la publicidad de la tienda que ponían en el Blanco y Negro y otras revistas de moda femenina: Ama, Telva… Tenía guardados muchos de los números donde aparecían sus anuncios y todas las maquetas. Incluso, hicieron anuncios para el cine que solo se proyectaban en las salas de estreno. Pero su taller ya no era su taller sino el centro de mayores, sino fuera porque si iba por allí le harían montones de preguntas se acercaría a ver aquel edificio una vez más. Tiempo tendría. Por dentro la distribución había cambiado, pero seguía siendo su taller. Ya era hora de salir de la cama. Cuando bajó, Gisela estaba en el salón viendo la televisión.

      —Voy a darme un paseo.

      —Pero señora Teresa, si es casi de noche —dijo Gisela.

      —El perro y yo necesitamos salir. ¿Verdad que sí, Aníbal? No tardaremos en volver. —El perro había entrado en el salón al mismo tiempo que ella.

      —Me voy con usted.

      —Gisela, no hace falta. Voy con Aníbal y el móvil.

      —A mí también me vendrá bien andar un rato.

      Se puso las botas y el abrigo forrado de piel. Después, cogió la correa de Aníbal, que se dejó hacer sin dejar de mover el rabo.

      —Sujétale un momento —dijo mientras se ponía el gorro y los guantes.

      Salieron al porche. No hacía demasiado frío y no llovía, en media hora estarían de vuelta. Decidió caminar hacia la salida del pueblo. Con el día que hacía, no encontrarían a nadie por aquel camino. A esas horas las mujeres estarían en sus casas o en el centro de mayores.

      Después de unos minutos soltó a Aníbal, que empezó a correr hacia delante y hacia atrás para regresar a su lado, su paso no era el más adecuado para un pastor alemán joven.

      —Qué pena que una casa tan preciosa esté siempre cerrada —oyó decir a Gisela cuando pasaban junto al pazo.

      —Tal vez a sus dueños no les guste o quizá no les resulte cómoda —dijo por responder algo a su comentario.

      Carmiña le había dicho que Elena lo quería convertir en un hotel de lujo, pero Santiago había dicho que no, que el hogar de sus abuelos jamás se convertiría en hotel,. Elena tendría que esperar a que muriera Santiago, estaba acostumbrada a esperar, aunque probablemente el nieto del patriarca Trasosmontes hubiera estipulado en su testamento que el pazo era intocable, caviló la anciana


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