Seda de Florencia. Pilar de Rosa
primo Miguel! A Lucas no le gustaban los chismes… No podía ser. Elena era su amiga, su mejor amiga, siempre habían dicho que entre ellas no habría nunca ningún secreto. Un zumbido se adueñó de su cabeza, por unos segundos lo vio todo negro—. ¿Qué te pasa?
—Tantas vueltas… —acertó a decir.
—Está bien, no giraremos tanto.
Sí, mejor seguir bailando, aunque tuviera ganas de salir corriendo y vomitar, que nadie se enterara que la mejor amiga de Elena era la única en el pueblo que no sabía lo de su primo. Cuando terminó la música se dio cuenta de que Santiago se acercaba a su hermana y que hablaba con María. Elena hablaba y se reía, María y Santiago permanecían en silencio y se miraban, después él le tendió la mano y la sacó a bailar. Algo crujió en el interior de la joven Teresa y, a partir de ese momento, fue como un velero al que se le ha roto el palo mayor.
—Lucas, no me apetece bailar más.
—Ahora no me puedes dejar, sabes lo que me gusta el swing y nadie lo baila como tú.
—De acuerdo, pero luego nos vamos.
—Me parece bien, esta fiesta no tiene sentido. A ver si convencemos a mamá.
Terminado aquel baile, se acercaron a sus padres para preguntarles si se iban. Su padre no lo dudó un instante, no era hombre de fiestas sociales. Además, había cumplido con su amigo, al igual que por la mañana había permanecido en la plaza comiendo empanada y bebiendo vino, pero su cuerpo y, probablemente sus ideas, le decían que era el momento de regresar a su casa.
Se despidieron del abuelo Santiago, de la abuela Julia, del nieto que acababa de dejar a María para pedir a su abuela que bailara con él, y siempre educado les preguntó:
—¿Tan pronto? —¿Fue sincera esa pregunta o pura cortesía?
—Mi madre está un poco cansada —contestó Lucas. Su madre era la única a la que le apetecía quedarse, pero no contradijo a su hijo.
Al entrar en su habitación, la desdeñada Teresa deseó que comenzara a soplar el viento del Nordés y con él llegara la nieve, una nieve que la aislara del mundo. Salir al jardín, en medio de esa nevada, hasta que el frío le llegara hasta los huesos, coger de nuevo una neumonía y que la fiebre le subiera a cuarenta grados y olvidar durante días y días lo que había pasado esa noche. Olvidar que Santiago y María se miraban con los ojos brillantes mientras bailaban y que, cuando lograra despertar de ese sueño febril, Elena fuera a visitarla para contarle que estaba enamorada de su primo Miguel. Elena le mentía, ¿desde cuándo? Se clavó las uñas en las manos. ¡Dios Santo! ¡Cómo podían hacerla sufrir tanto aquellos dos hermanos! Los odiaba, los odiaba a los dos, y también a María. Si se moría, poco importaba porque después de esa noche su vida carecía de sentido; pero esa noche el viento estaba en calma y no había ni una sola nube en el cielo, solo hacía calor, mucho calor. Un calor que impedía hasta el respirar.
Esa mirada entre María y Santiago, esa mirada ¿qué significaba? Se quitó el vestido sin dejar de llorar y se puso su camisón rosa palo, con manguitas globo, entredoses y lacitos. ¿Por qué sería tan sosa? Se puso la bata, también con lazos y entredoses, antes de asomarse a la ventana (en sus camisones de seda nunca había habido ni un solo entredós, ni un lazo, salvo el que sus clientas se hicieran para ajustarse una bata).
El jardín delante, a la izquierda la mayoría de las casas del pueblo, a la derecha, aunque no lo veía desde su ventana, el pazo de Santiago. Cada mañana, cada tarde, cada noche veía el mismo paisaje. Quizá Santiago estaría en su habitación, tal vez él también estaría asomado a la ventana. ¿Qué le importaba a ella lo que estuviera haciendo o dejando de hacer Santiago? Se lo imaginó en el jardín, con la mano de María entre las suyas. No podía ser. Elena y María serían las que estarían juntas comentando lo que había pasado esa noche, sentadas en la cama de alguna de ellas. Elena y María juntas hablando de la fiesta… Santiago bailaba con María, miraba a María… Esa mirada… Recogió el vestido del suelo y lo dejó sobre la silla del tocador, olía a colonia, a su colonia, un olor fresco y suave, olor de bosque en un día de lluvia, siempre había tenido un buen olfato. Qué suerte tenía su hermano de trabajar en Madrid. Podía ir al cine y al teatro cuando quisiera, podía pasear sin que nadie le conociera, sin que nadie murmurara cuando se detenía a mirar un escaparate. ¡Elena! Tan bruja como su tía Nita. Era ella quien la había engañado. «¡Pobre, con lo guapa que es la señorita Sousa y ya ves! ¡Quién lo iba a decir!», le parecía escuchar decir a las mujeres del pueblo. No, esa chica no podía casarse con Santiago, ¿qué interés podía tener Elena en que esa chica se casara con su hermano? María era alegre, simpática, tenía estudios, seguro que era una mujer de carácter, una mujer que sabría enfrentarse a Nita…
Oyó un pitido desde la cocina, alguna señal de un electrodoméstico que Gisela debía de haber activado. Luego escuchó su voz, debía de estar hablando con sus hijos o con su madre. No podía entender lo que decía, pero su voz reflejaba cierta tensión; no hablaba con ese tono lento y dulce con el que se dirigía a ella. Supuso que los niños, una vez más, se habían peleado y de resultas de la disputa la abuela les había dado un cachete a ambos. Cuando eso ocurría, a Gisela se le saltaban las lágrimas y durante un buen rato su rostro se oscurecía.
—Son cosas de niños —le solía decir cuando la veía así—. De haber estado allí lo único que habría cambiado es que el azote se lo habrías dado tú.
Gisela asentía, tal vez pensando que eso es lo que le gustaría hacer: poder dar un pequeño azote a sus hijos cuando se portaran mal. Se levantó a cerrar las persianas del salón y durante unos instantes se quedó mirando la noche. Una noche que, sin duda, iba a ser muy fría.
A los pocos minutos, percibió la presencia de Gisela. Al girarse se dio cuenta de que tenía los ojos enrojecidos, pero no hizo ninguna pregunta. La voz de la joven todavía temblaba cuando le preguntó dónde servía la cena. Normalmente, la tomaban en el comedor, pero esa noche le indicó que en la mesa camilla que había en una de las esquinas del salón y que habitualmente servía para jugar a las cartas con su hermano y su cuñada, así no se tenía que alejar del agradable calor de la chimenea.
Nada más terminar la cena, de nuevo el caldo de Carmiña, si bien solo con fideos, y un vaso de leche, se despidió de Gisela. Habitualmente solían ver un rato la televisión juntas, pero después del ajetreo de aquel día lo que le apetecía era un baño bien caliente y meterse en la cama.
—Estoy agotada, me voy a la cama. Mañana no tengas prisa por levantarte, tú también necesitas descansar.
Se dieron las buenas noches y comenzó a subir despacio la escalera mientras un montón de ideas se mezclaban en su cabeza: Seda de Florencia, sus compañeras, los Trasosmontes… Una punzada en el corazón le advirtió de la ausencia de Nicolás. Se agarró a la barandilla de madera y cerró los ojos. «¡Ay, Nico!, ¡cómo te echo de menos!» Ya en su habitación se dirigió al cuarto de baño y abrió los grifos. Mientras la bañera se llenaba buscó un pijama, eligió uno de lana de seda de color malva y una bata a juego, terciopelo casi morado con los ribetes de la seda del pijama. Sobre los setenta había empezado a diseñar batas que hacían juego con varios pijamas y camisones. Una bata de Seda de Florencia, si se cuidaba, duraba eternamente. Los pijamas y los camisones eran otra cosa, había que lavarlos a menudo y, por mucho cuidado que se tuviera, la tela se deterioraba ¡afortunadamente para Seda! Dejó el pijama y la bata sobre la cama y se alejó un poco para contemplarlos, sonrió. Al levantar la vista, se dio cuenta de que unos copos diminutos, como tímidos, habían empezado a caer. La noche iba a ser muy fría; tocó el radiador, estaba ardiendo. Debía haberle advertido a Gisela que no apagara la calefacción, que solo bajara el termostato un par de grados. Entró en el baño, echó un poco de aceite en el agua, colocó una almohadilla en el borde de la bañera y entró con cuidado. ¡Qué delicia! Debía tener cuidado de no cerrar los ojos porque se quedaría dormida.
Aquella otra noche, después de esperar a que su familia se durmiera, la joven Teresa bajó al jardín descalza, para que nadie la oyera. Ese jardín del que Elena había dicho: «Es muy mono». ¿Cómo la habría descrito a ella? Es ñoña, es cursi,