Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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porque mataron lo que le quedaba en este Reino, murió de dolor y pena, ¡me cago en los muertos de Justino!

      Zadí calló y nada dijo, se acercó al cura nuevo y ayudó en lo que mejor sabía, limpiar heridas y sanarlas, a los muertos que los entierren los soldados. Ordené que baldearan con agua la entrada a la villa, que recogieran los restos de los allí muertos y que enterrasen a todos, al maestro pedí que lo asearan y enterraran junto al lobo, creo que él lo hubiera deseado así.

      “No hay más muerte que la que te llega vivo”.

      J. García, maestre de campo en Flandes.

      Los tres soldados que sufrieron el ataque del lobo sanaron con el tiempo, hoy son buenos vecinos junto a sus familias, tienen sus casas en tierras del Higuerón, Rodrigo Montero, Pedro del Barco y Francisco Quexada. Ninguna culpa tuvieron con nada de lo ocurrido aquella triste mañana en la Torre Albarrana, nada pudieron hacer para evitar la muerte de tres inocentes y un buen animal por culpa de un soldado borracho. Todos los años en el día de los muertos llevan flores hasta la tumba donde se encuentran enterrados los restos de Enrique y del lobo, igualmente a sus dos compañeros, a Justino lo quemaron ese maldito día por mala persona y peor compañero.

      “Con el sigilo de la luna en el estanque

      me sumergí en el silencio de tu amor.

      No lo denunció el vigía de la noche

      pero tú lo percibiste en la oscuridad”.

      Shakîr Wa´el

      Don Fernando en su llegada al sitio quedó abatido por lo ocurrido esa sangrienta mañana, como si fuese un espectador más del final de una tragedia griega escrita por Eurípides, esperando una zona tranquila y preservada de sangre y encontrándose al héroe anónimo víctima del destino, protagonista sin heroicidad como los del dramaturgo de Salamina. El rey reflejaba en su rostro el dolor y la rabia que contenía en su interior, no era ese el primer ejemplo que debían dar los suyos, menos aún asesinando a una persona querida y respetada en la zona. Zadí, que nos acompañaba en una habitación de la Torre Albarrana, miraba en silencio por la pequeña ventana que daba a la plaza bajo El Lizón, días antes nos disparaban por esa misma abertura, hoy ofrecía paz donde antes hubo guerra. Don Fernando inició una conversación apagada, triste, con tonos de amarga despedida.

      —Pedro, deja todo este lugar en orden hasta la llegada de don Francisco Henríquez, luego reúnete en cuanto regrese la reina de Sevilla con nosotros.

      —Así será, señor.

      —Procura que los que aquí queden sean leales a la Corona, merecedores de su suerte y respetuosos con nuestras leyes. No cabe la duda en la ejecución, amigo, ante quien ose sublevarse le advertís con la espada del Reino.

      —Se hará como ordenáis, don Fernando.

      —Cuando terminemos de doblegar Ronda bajaremos en dirección a la costa para establecer al ejército y acometer Málaga llegado el momento. Si necesitas de rapidez en respuestas y no llegan con tiempo, encárgate por tu propia cuenta y saber, como te he dicho, actúa con firmeza. No obstante, cuídate, siento que este final sea tan cruel para ti que no mereces más desconsuelo, ya con el sufrido bastante llevas por dentro.

      Con esas palabras se alejó el rey, nunca volvería por Setenil, nunca que yo supiese. Los rumores que rodeaban a los reyes eran muchos y uno de ellos era que el rey, hasta su muerte, visitó cada cierto tiempo la iglesia del Real de San Sebastián, siempre en secreto. No dudo que así fuera, pero tampoco doy certeza de ello, aunque se cuenta que sí existe una prueba que lo corrobora, una corona real tallada donde siempre se sentaba, en la esquina del banco de la última fila. Los reyes disponen a su antojo del tiempo y don Fernando pasó años por aquí cerca, puede que alguna vez visitara el sitio, es su hijo quien está enterrado bajo la iglesia, ¿quién puede poner en duda tal afirmación?

      En la mañana del veintiocho de septiembre de mil cuatrocientos ochenta y cuatro, parte con destino a Ronda el ejército desplazado a Setenil. Pasarán ocho meses hasta la entrega del sitio al rey don Fernando. Sitiada y dominada, la resistencia se hace fuerte tras sus murallas, manteniendo cautivos a más de doscientos prisioneros cristianos, lo que prolonga el tiempo de conquista. Los reyes, ante la reciente batalla de Setenil, prefieren la espera a la sangría de un asalto por la fuerza, los aledaños de la muralla se convierten en próxima parada para el pueblo andante que sigue a la tropa, lugar donde ubicarán su nuevo lugar de faena.

      “Recuerde el alma dormida,

      avive el seso y despierte

      contemplando

      cómo se pasa la vida

      cómo se viene la muerte,

      tan callando;

      cuán presto se va el placer,

      cómo, después de acordado,

      da dolor;

      cómo, a nuestro parecer,

      cualquiera tiempo pasado

      fue mejor”.

      Jorge Manrique

      EL NUEVO PÁRROCO

      La desgraciada noticia del maestro derrumbó todo lo previsto para ese día, nada quise, solo recordar las palabras habladas y los momentos vividos. Fueron muchas las tardes, las noches, las risas, los poemas y los caminos. ¿Quién mejor que un amigo nacido judío, criado entre cristianos y afincado en tierras moras puede explicarte Setenil? Él me mostró con paseos y miradas fascinadas la belleza de cada roca, de cada grieta en el tajo, de sus verdes huertos y azules horizontes, de religiones escépticas y amores de corazón, de amistades verdaderas y sentimientos arraigados. ¿Quién puede explicarte el amor a una tierra mejor que alguien que lo aprendió? El maestro Enrique, el amante de Arica la bruja, manteniendo el silencio como palabra y la atención como respuesta, cuanta gloria le acompañe como paz nos deja, en mi alma prendera siempre la llama de su amistad.

      Pospuse la visita a Olvera y quedé esa tarde con don Jaime, el nuevo párroco. Tras dar entierro seglar al maestro y su lobo, y una ceremonia cristiana a los soldados, volví a la villa para tomar algunas decisiones sobre la forma en que enfrentaríamos las restauraciones que se pretendían para Setenil. Quedé con don Jaime en casa para comer algo y conocerlo más profundamente, necesitaba saber qué tipo de hombre dejaba el cardenal Mendoza a cargo de cristianizar la zona. Supuse que sería un lacayo del cardenal, uno más, otro engreído con la palabra de Dios en la boca y no en el corazón, supuse mal.

      “Mira que estoy a la puerta y llamo.

      Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”.

      Apocalipsis 3:20

      El buen hacer de la cocinera aderezó la situación, Atina, que así se llamaba, era una mujer de unos cuarenta años que preparaba los higadillos de los pollos de manera que era difícil decir que no, ese día, además, acompañó lo cocinado con un dulce de membrillo y un almodrote. La mesa dispuesta en el interior de la vivienda, no en su patio exterior, para dos comensales, con los cubiertos de plata y los platos de barro que contradecían mucho sobre la mesa, una servilleta para cada uno, pan y una jarra de vino en el centro. Carima, la otra señora que ayudaba en la casa, callada y muy trabajadora, trajo unas uvas pequeñas y blancas, era nieta de musulmanes, su padre en cambio era castellano, afamado escribiente de la villa y amigo de Salomón.

      Conversaba Carima en la entrada de la casa con el señor párroco cuando llegó con las uvas del huerto. Rápidamente llamó la señora Atina para sentarnos a la mesa, yo me aseaba un poco y cambiaba de ropa, una túnica árabe de color blanco sirvió para la ocasión. Al bajar saludé a don Jaime y pasamos al comedor ofreciendo asiento a mi huésped. La tarde era agradable cuando comenzamos a charlar de lo sucedido esa mañana, primer día en el pueblo y eso se encontraba, comentaba el cura. Bajo la luz de varios candeleros, y el olor a albahaca de las plantas de las rinconeras, comenzamos a cenar charlando sobre el futuro que se nos presentaba en Setenil.


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