Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio
rescatar de un incendio en Córdoba, en casa de sus padres. El incendio lo empujó en busca de nuevos vientos y acabó en Setenil tras oír a un amigo que necesitaban un almotacén. La casa se encontraba como la dejé, aunque habían limpiado la sangre, seguro que por orden de don Alonso, en el rincón derecho había una pequeña mesa donde estaban depositados varios poemas en papiros y, a un lado de la pared, la narguileh, donde se quemaban para aspirar hierbas aromáticas que desconocía hasta llegar a Setenil. Las paredes adornadas con telas de colores vivos alegran la estancia y la ventana abierta daba a los campos de encinas y chaparros, mostrando esa profundidad que ofrece la noche en la villa, ocultando a los ojos el asombroso paisaje que rodea a la fortaleza. Los cojines situados alrededor de un brasero que prendían en frías noches de invierno, se utilizaban para acomodarnos para leer o contar historias. Recogí lo que fui a buscar y sin hacer ruido me dirigí hacia la entrada bajando las escaleras con un nudo en la garganta que no me permitía ni tragar aire.
Raissa había salido de la habitación llamada por el mínimo ruido que hice, se detuvo observándome desde arriba, apoyada en la barandilla de madera, vio mis dudosos pasos y el vistazo a la cocina, percibió mi dolor en esa ojeada que dio, nada dijo manteniéndose callada, tal vez ya le hubiesen contado lo ocurrido. Antes de salir miré arriba y la vi, no distinguí quién era, pero supuse que era la partera de la reina, según me dijo don Fernando, quedaría con ella hasta su recuperación. Detuve un instante mis pasos cruzando la mirada con ella, levanté la mano en señal de saludo.
—¿Se encuentra bien doña Isabel?
—Sí, mucho mejor, ahora duerme.
—Buenas noches, señora.
—Buenas noches.
Y salí a la calle dejando la vivienda en descanso, iluminada por el velamen encendido en los candelabros dormidos. El destino nos brindaría oportunidades de volver a cruzar nuestros caminos, tantas veces que terminaríamos uniéndolos, quién hubiera podido decirlo en aquellos momentos repletos de soledad y amargura, tan vacíos de cualquier felicidad.
Una vez afuera escuché voces y el inconfundible sonido de los aceros al chocar en el aire. Junto a la entrada al sahn, cuatro soldados rodeaban a un pobre hombre mientras este alzaba una espada que seguramente encontró en el suelo junto a algún cadáver. Ni siquiera contaba con fuerzas para blandir el arma y terminó por arrodillarse pidiendo clemencia por su vida a los soldados que lo encontraron en una de esas rebuscas para asegurar la casa donde se hallaba la reina. Me acerqué a curiosear, los guardias advirtieron mi presencia y se apartaron, entonces el hombre al verme se arrodilló a mis pies. Al mirarlo reconocí en su cara sucia por el barro la mirada de Hudhayfa Isalám, un comerciante que visitaba la villa varias veces en temporada para adquirir mercancías y ganado de la localidad, un amigo que para Salomón y Zoraima era mucho más que eso, casi un familiar, fue mi gran valedor a la llegada al pueblo. Solicitó mi compasión y clamó por su vida desde el suelo, agarrado a mis piernas como un chiquillo, le ayudé a levantarse y pedí a los soldados que se retirasen.
—Pero, Hudhayfa, ¿dónde te has metido? ¿Cómo has llegado a esta situación?
—Amigo, Pedro, es muy largo de contar. —Trató de no caerse mientras, desconfiado, prestaba atención a los guardias—. Al comenzar todo me escondí en los baños, me pilló de sorpresa toda esta vorágine de acontecimientos pero conseguí mantenerme a cobijo, sin embargo, al final me descubrieron, no quiero explicarte todo lo que llevo pasado.
—No me lo expliques, no hace falta, amigo. Te acompaño para que puedas darte un baño y comer algo en una de las casas de la villa, en ella quedarás tranquilo y con libertad para actuar, pero con la llegada de la mañana tendrás que abandonar el lugar, al menos hasta que pasen unos días.
—Gracias, Pedro, ni que decir tiene que me iré, y que volveré para compensarte, prometo que lo haré, sabes que lo puedo hacer y cumpliré con mi palabra —relataba nervioso.
—Para nada hace falta, pero si te empeñas, todos los regalos a los reyes y detalles con los suyos solo te pueden generar beneficios en el futuro. Más pronto que tarde, al-Ándalus pertenecerá a la Corona de Castilla y Aragón y es mejor estar en este lado del río.
Dejé a Hudhayfa en una de las viviendas para que pudiese comer y lavarse, despidiéndonos y quedando en volver a vernos cuanto antes. Dos días después, antes de partir la reina, envió al campamento tres carros con viandas, otro carruaje con bailarinas de los países al otro lado del Mediterráneo y músicos que amenizaron la jornada con sus bailes eróticos y sonidos agradables. Para mayor detalle con los reyes, obsequió a cada uno con un caballo blanco de raza árabe, preciosos ejemplares que causaron la admiración de la reina que se los llevó para Sevilla. Unos meses después fue recibido en audiencia por la reina, a quien volvió a llevar un regalo, esta vez un libro, y cayó tan bien a doña Isabel que lo incorporó como uno de los jefes de la nueva administración de comercio con el exterior.
Yo volví al campamento, necesitaba dormir y descansar. Al llegar a la cuesta de subida al Real crucé camino con mi amigo Lázaro, correo real y mensajero durante el sitio que colgó el morral de misivas para tomar una espada y escalar como el más valiente de los escaladores del marqués durante el asalto. Nos saludamos y terminamos junto al fuego de la entrada a mi tienda, allí me contó que llegaba de Ronda, que las noticias no eran muy buenas porque al parecer, los moros del sitio, tenían prisioneras a muchas familias cristianas y eso iba a complicar mucho el rendir la ciudadela. La guerra se alargaba y continuaba el camino, con cada paso un obstáculo, con cada piedra que se interponía en el camino hacia Granada, una fuerza que fuese capaz de destruirla, esa era la grandeza de los reyes, que no se detendrían ante nada ni nadie.
Hablamos sobre lo que esos días se rumoreó entre los corrillos de dimes y diretes, la llegada de un abad italiano que venía en busca de una reliquia al parecer que se encontraba en Setenil, una cajita pequeña que contenía arena con sangre de cristo y púas de la corona de juncos marinos con la que se coronó a Jesús a modo de sorna por los romanos, dijeron que fue traída hasta el lugar por un mester de clerecía que a su paso decidió dejar en la mezquita a modo de ofrenda, todo a modo de agradecimiento por la hospitalidad recibida o para evitar llevar encima el relicario. Así que el cadí se hizo con ella tras marchar el clérigo.
Como todas las historias, esta no llegó más que hasta comprobar que el susodicho cadí imaginaba en sus pensamientos, erráticos, para dar vida a una leyenda bien arropada y así poder asegurar un buen dinero por parte del cristiano que quisiese pagar por la reliquia tanto como le fuese posible creer que valdría. Maneras de sobornar como esa hubo a miles cada año y en cada lugar, cada religión es perseguida por sus creencias y sus vestigios. Cierto es que se vio al señor cardenal acompañado de un espigado señor de la curia romana, sin embargo, al averiguar sobre las anotaciones a modo de locura que el cadí guardaba celosamente en uno de sus libros, desistieron de la idea, o al menos eso percibimos nosotros pues nada más se habló del tema. Y es que Setenil está situado en esa línea fronteriza que separa a veces lo mundano de lo celestial sin dejar de ser irreal, quedó la duda, más por ganas que por verdad.
Al despedirme de Lázaro me di cuenta sobre la cantidad de adioses expresados desde que me levanté esa mañana, Setenil terminaba por convertirse en una pieza de tantas conquistadas, una iglesia más en el entramado de la cristianización y repoblación de al-Ándalus.
“¡Buen alcaide de Cañete, mal consejo habéis tomado
en correr a Setenil, hecho, se había, voluntario!
¡Harto hace el caballero que guarda lo encomendado!
Pensaste correr seguro, y celada os han armado.
Hernandarias Sayavedra vuestro padre os ha vengado;
ca acuerda correr a Ronda, y a los suyos va hablando:
El mi hijo Hernandarias muy mala cuenta me ha dado;
encomendéle a Cañete, él muerto fuera en el campo.
Nunca quiso mi consejo, siempre fue mozo liviano
que por alancear un moro perdiera cualquier estado.
Siempre