Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio
tranquilidad, sabedora de sus dotes y de a qué se enfrentaba, fuese la preñada una reina o una criada, para ella era un nuevo parto que afrontar.
Una nodriza acompañó a la reina, ocupó la habitación de al lado para caso de ser necesaria su aportación por alguna urgencia o para dar descanso en la lactancia a la reina. Era una mujer de unos veinticuatro años que parió dos meses antes, de constitución sana y unos pechos no muy grandes pero sí firmes, quedó a la espera pues nadie requirió de sus servicios. Partiría de vuelta a su casa con la remuneración prometida y un buen cerón de comida en la mula prometida que le regalarían.
Los esfuerzos realizados por la reina y Raissa terminaron por traer al infante a este mundo, como se presagió, sin vida, sin más alma que la perdida. Cortaron el cordón umbilical y procedieron a asear a la reina que en el esfuerzo quedó abatida y dormida, ayudada en parte por un brebaje que le dio a tomar la partera nada más terminar la extracción. Recogieron y limpiaron todo, dejando descansar a doña Isabel, fuera esperaba don Fernando, que fue informado al instante sobre la muerte de su hijo, ahogado por el cordón umbilical en una mala postura que tomaría en el vientre. Nadie se tomó el parto como algo extraordinario, la mitad de ellos no terminaban bien y de los que llegaban a nacer con vida, uno de cada cuatro moría días o semanas después. Alcanzar la edad de catorce años se consideraba todo un hito para los jóvenes de esta época. Hay que tener en cuenta que cuando no te mata la deficiente higiene, lo hace el sarampión, la viruela o cualquier otra enfermedad, estaba igualmente la mala alimentación, el hambre que caminaba por estas tierras partidas en reinos y en donde el trabajo escaseaba y la pillería crecía.
Raissa, con el delantal manchado de sangre y ligeros síntomas de agotamiento, entregó un trozo del cordón umbilical al rey y este le sonrió agradeciendo su esfuerzo. Miró la gelatinosa cuerda pensando en si era ese conducto el que había ahogado a su hijo, no obtuvo respuestas, solo silencio y consejo.
—Debería pasar, señor, la reina se encuentra ahora agotada pero necesita del calor de los suyos, nunca es fácil digerir la pérdida de un hijo, acérquese hasta ella y agarre su mano, a pesar de encontrarse adormecida se lo agradecerá. Yo volveré pronto y ya quedaré con ella hasta que se restablezca definitivamente.
—Gracias, Raissa, te agradezco que hayas venido tan rápido. No esperábamos que se pusiese de parto, aún quedaba cuenta. Has hecho todo lo que has podido y más, sabré recompensarte.
—No es necesario señor, el cuerpo es sabio, puede que el bebé llevase muerto más de una semana, a pesar de lo que dice don Juan, no creo que el camino realizado haya tenido nada que ver. Son muchos recién nacidos o por nacer los que se pierden o mueren al dar a luz, y le aseguro que en muchas peores condiciones que las que ha tenido doña Isabel han nacido y han muerto, nada que ver con nada.
—Lo sé, ella es precavida con todo, aunque sigo pensando que le hubiese venido mejor el descanso. Y soy de los que piensa que se nace vivo o muerto sin tener en cuenta las condiciones, creencias o rezos que nos pueda ofrecer la vida.
La partera no dijo nada, bajó las escaleras de la casa y se dirigió al patio, sentándose bajo el limonero y cerrando los ojos, un día agotador, repleto de idas y venidas, con la muerte de un infante y una guerra infinita en medio de todo. Raissa, hija de padre moro y madre cristiana, se encontraba en Ronda cuando la avisaron, su madre, que con ella se hallaba visitando a unos familiares, había dado paso a la hija en estos menesteres por su buen hacer y por la edad de la madre, ya mayor. La joven, ayudaba con los heridos en campaña y ejercía de partera donde requerían de sus servicios, hoy aprovechaba el desplazamiento a Ronda para ver a los suyos y, de paso, conseguir vendas muy necesarias esos días. Su padre murió al poco de nacer ella, un enfrentamiento y una ballesta que le atravesó la garganta se lo llevaron. Muchacha de belleza sublime, con un fuerte carácter que la mantenía soltera y codiciada, aunque ella nada quería saber de nadie en esos momentos de guerras y viajes junto a su madre.
Al despertar, doña Isabel, recibió consejo de don Juan para reposar durante dos días, los aceptó de buena manera aunque no dejó de señalar que debía partir en esa fecha para seguir con lo previsto en su viaje. Era de vital importancia llegar a Sevilla para una reunión en la que se determinaría la situación que tomaría el Reino frente a cuestiones como la Santa Inquisición, la expulsión de los judíos y el valor de la Santa Hermandad en la lucha para el sometimiento de la nobleza, hasta ahora respaldada por una coalición interna de los nobles al no querer perder sus privilegios. Era transcendental para los reyes esa vista con distintos enviados de cada parte implicada, quería estar al frente para dejar clara la postura de la Corona y respaldarla con su presencia.
Esa noche, con el fresco viento que regalaba la ventana que daba a Los Cortinales, Raissa pasó a su lado todo el tiempo, leyendo para doña Isabel libros de aventuras sobre generales legendarios que tanto le gustaban, como Alejandro el Macedonio o los romanos que se convirtieron en emperadores, las batallas eran de su agrado y también le leyó textos que citaban algunas de ellas y otros donde algunos griegos dejaron escritos sobre leyendas increíbles.
Con la claridad de la mañana fue celebrado el bautizo del infante a pesar de su muerte, se le llamó con el nombre de Sebastián, estaba ya decidido y así lo querían los reyes en caso de nacer varón. El cardenal, en un acto privado y repleto de sentimentalismo, ofició de manera legítima el bautizo para así poder ser enterrado como católico, cuestión importante para todos, más estando en tierras que pertenecieron a los infieles.
“Vi que manaba agua del lado derecho del templo,
y habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.
Lectura de la profecía de Ezequiel 36, 24-28.
Poco más tarde compareció, ataviado con hábito talar, don Pedro González de Mendoza, y pronunció la misa pro defunctis por el fallecido infante que se celebró en el Real donde se emplazó el campamento, quedando para el resto como Real de San Sebastián, donde se le dio cristiana sepultura. Los reyes asistieron vestidos de negro al réquiem, la reina, a pesar de su estado, quiso estar presente, mostrando un rostro juicioso que valoraba el respeto con el que la tropa acudió alrededor de todo el lugar. Soldados arrodillados con cabeza gacha durante el tiempo que la misa duró, abatidos por el dolor de su reina, tratando de recordar oraciones que se presentaban olvidadas al requerir sus letras a la memoria. Los presentes mantuvieron un silencio celestial, donde el trinar de los pájaros era el único sonido que acompañaba las palabras del cardenal mientras cada cual rezaba a su manera, entre olvido y disimulo hasta quien a bien expresaba sus buenas prácticas como cristiano. El púlpito desde dónde se dirigió a los presentes, fue traído para la ocasión desde la cercana Olvera, mostraba en su cara delantera la talla de una cruz cristiana sobre un monte, los laterales estaban cerrados con una barandilla de madera a cada lado para mayor seguridad. Como buen conocedor de la Iglesia católica, el cardenal oficiaba sin necesidad del libro litúrgico, de memoria, imponiendo su voz por encima de todas las cosas, el ritmo pausado y melancólico otorgaba al momento un aura suprema de respeto.
“Requiem æternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis”.
“Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua”, con esa frase del introito terminó de oficiar el rito católico.
Tras media hora de misa se procedió a llevar al infante hasta el sepulcro, una pequeña caja de madera con la cruz de Nuestro Señor en la tapa superior y portada con las manos por cuatro capitanes, uno de cada compañía, que llevaron el féretro con solemnidad hasta el lugar elegido donde quedó para siempre su cuerpo. Una vez dada sepultura y acabados los pésames, la reina entregó al cardenal, para que se lo hiciese llegar a quien fuera menester, un escrito con la orden real del levantamiento de una iglesia en honor a San Sebastián sobre su sepulcro. Luego acabó todo, volviendo poco a poco el martillar del trabajo y el intensivo e imparable movimiento de un ejército en pos de un desalojo campal y una marcha triunfal.
Doña Isabel se retiró a la casa de la villa en su carruaje, era necesario que descansara para restablecerse con firmeza. El rey por su parte quedó en el Real de San Sebastián para atender a aquellos que requerimos su atención. A pesar de no ser lo más indicado en ese momento, comprendió que la