Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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tenerlo todo atado, bien tejido y sin descosidos.

      —Señor, creo que lo mejor es que me retire, y si en algún momento la reina decide acabar con lo expuesto o tiene alguna necesidad en la que pueda ayudar, volveré en cuanto reciba aviso.

      —Continuaremos con lo hablado. Pedro, haz favor de avisar a don Gonzalo y al cardenal, de don Rodrigo ya me encargo yo.

      Se levantó y desapareció entre las cortinas que separaban la parte donde la reina se encontraba del espacio donde tuvimos la reunión. Al instante una sirvienta entró con unos paños blancos bien doblados y sujetos sobre ambas manos, otra pasó por delante de mí con un baño de agua caliente y tras ellas el médico de la reina.

      —Don Pedro —me saludó con una inclinación de cabeza y sin más dirigió sus veloces pasos en busca de doña Isabel.

      —Suerte, don Juan —le dije casi sin que me oyese.

      Luego me acerqué a la puerta de salida, aparté las cortinas con los colores de Castilla y abandoné la tienda suspirando por haber pasado el trago de esa reunión, al menos de momento, y preocupado por el estado de la reina, la vi decaída en el momento en que levantó la mano para descansar un poco. El rey llevaba razón en parte al acusar a su cabezonería el hecho de encontrarse en Setenil sin necesidad de ello, pero tras lo hablado con algunos soldados amigos, también puedo afirmar que su aparición y el momento elegido, transformó a don Fernando y a la tropa en un poderoso adversario que entre sangre y valor consiguió hacerse con el sitio. Doña Isabel no es reina cualquiera, es la reina, una mujer por encima del bien y del mal, ante nadie baja la cabeza y ante su presencia todos nos rendimos, Dios la guarde mucho tiempo con nosotros, de ella depende todo, aunque a veces sea, como dice don Fernando, exigente consigo misma al querer manejar todo.

      La tarde se tornaba calurosa cuando inicié camino hacia la tienda del señor Gonzalo Fernández de Córdoba, los soldados continuaban con sus trabajos y algunos celebraban la victoria con juegos y apuestas. Se aproximaba la hora de comer y el campamento se llenaba del olor a migas que preparaban los cocineros y de carne asada, ese olor característico que desprendían los cerdos empalados sobre las ascuas de una buena hoguera de leña. Algunos soldados veteranos se veían solitarios al borde del terreno que dividía el campamento, alejados de la algarabía que formaban los jóvenes, llevaban muchas batallas a sus lomos, se descubrían cansados ya de tanto tiempo alejados de sus familias. Son muchos los años de guerra, cuando no con unos, con otros, la fuerza de veteranos estaba cansada y querían conseguir una buena paga con la que poder retirarse.

      Setenil es un buen lugar para quedarse, para volver a empezar una vida, todos los llegados acabaron prendados de su belleza, del lugar. La Corona prometió tierras y casas a quienes los siguieran en esta aventura, muchos de los que allí prestaban servicio lo recordaban entre ellos, soñaban con una guerra que acabase pronto y poder asentarse en un sitio como este.

      Al llegar a la altura de la tienda del señor Gonzalo, observé cómo se dejaba llevar por la atención de unas señoritas expertas en unos beneficiosos masajes tras la batalla. Decidí esperar fuera, dando un paseo por el borde de la cornisa, observando los humos que subían en dirección al cielo desde las casas de la villa, la muralla destrozada por la trasera de la mezquita, o mejor dicho, de la iglesia, pues ya se vislumbraba una cruz cristiana en su pináculo. En el campamento de don Francisco Ramírez, en el cerrillo frente a la villa, levantaban ya todos los avíos que durante el sitio se utilizaron. Una columna formada por cerca de cuatro mil hombres se dirigiría a Ronda por la vereda de El Quinto, todo terminaba allí para Castilla y Aragón.

      Cerré los ojos y respiré profundamente, en esos momentos quería pensar en Zoraima, su dulce y melodiosa voz llegaba hasta mis oídos recitando, como tantas veces, algún poema escogido de su favorito Ibn Quzman. Conseguí sentarme apoyando la espalda en el tronco de un árbol, volvieron a surgir lágrimas de mis ojos, volvió a corroerme la soledad que se siente al verte sin el ser querido y amado, derrumbé mi voluntad sobre el suelo, sin consuelo, sin amor, maldiciendo a esta guerra por separarnos. Faltan las palabras, abundan los recuerdos y aprieta el dolor al recordarla.

      “Que beba la hermosa y me dé a beber,

      sin centinela ni polizonte que nos espíe.

      Así es más bonito.

      ¡Cuán deliciosa noche se pasaría

      acariciándonos con besos y abrazos!

      ¿A dónde vas? ¿Por qué estas inquieta?

      ¡No te muevas! ¡Cede tus gracias al amante!

      ¡Quien haya estado en situación tan violenta

      como la mía que considere!

      ¡Si es poco lo que pretendo!,

      y… no lo consigo”.

      Ibn Quzman

      EL CAMPAMENTO

      Dejé atrás, bajo promesa de intentar rehacerme, el pasado sufrido, en nada me ayudaba el llanto y mucho menos la desesperanza, volverían, claro que sí, pero debía combatir esa desesperación porque es lo que hubiese deseado Zoraima, además, estaba vivo, no podía morir en la memoria, así que decidí enfrentarme sin miedos a los designios de los que el maestro Enrique siempre me previno. Me levanté y decidí entonces buscar un sitio para alimentar mi maltrecho apetito, llevaba varios días que no probaba bocado caliente, solo pan, queso y algún que otro trozo de carne fría. Fui directamente hasta las cocinas, el sitio quedaba arriba y en el camino me encontré con soldados alegres que continuaban disfrutando de la hazaña conseguida, plenos de júbilo, orgullosos del éxito logrado.

      Subieron vino desde la villa, afrutado y suave, con cierto gusto a membrillo, igualmente llevaron a matanza treinta cerdos que allegó un joven en nombre de don Enrique Lozaina, este “don” era un terrateniente que se vendió primero al moro y luego al cristiano, junto a los cerdos envió quince corderos y cinco terneros. Todos fueron sacrificados y asados para los hombres que llevaban tres días a racionamiento y espadazo.

      También llegaron mujeres de pago para la ocasión, siempre a escondidas de la reina que no permitía tales lances en la tropa, al menos en su presencia. Don Fernando, más comprensivo con la situación, aceptaba las necesidades de la soldadesca, comprendía que las tropas eran más agradecidas si se les premiaba con un gesto por parte de los mandos tras una victoria.

      Antes de comer quise pasar a ver al Gran Capitán, quería tener noticias sobre su estado de ánimo, sufrió fuertes dolores lumbares durante el asalto y si le llegaron las noticias del malestar de la reina, que corrían como liebre en llano, seguramente podría encontrarse afectado.

      Al llegar a la tienda me lo encontré dando buena cuenta de un codillo de cerdo recién guisado y bebiendo un vaso de vino, ese dulce de Málaga que tanto gustaba de tomar rebajado con un poco de agua, al verme me invitó a pasar.

      —Toma asiento, Pedro, acompañadme en el almuerzo, ¡vamos mujeres! —le dijo al servicio—. Traedle vino a mi amigo y algo de comer.

      —Gracias, amigo, bien me vendrá llenar el estómago pues a eso iba, vengo llegando de la reunión ahora, vaya mal rato el pasado.

      Don Gonzalo rio a carcajadas y casi se atraganta con la carne.

      —Pero mira que estuviste torpe, el carcamal del cardenal se adelantó y vino tras nosotros. Y eso que te guiñó el marqués, pero tu nada, allí embalsamado. Cuéntame cómo te ha ido, hace rato que creí habías terminado.

      —Hace rato que pasé por aquí, pero os vi ocupado.

      —Unos movimientos de manos de estas benditas señoras se agradecen, pero cuenta cómo ha salido todo.

      —No sabría contestar a eso, la reina se ha indispuesto por unos momentos y tras hablar con don Fernando, ha decidido posponer la exposición de hechos para otro momento en caso de ser necesaria.

      —¿Indispuesta? ¿Doña Isabel?

      —Según el rey, parece cosa del embarazo, han llamado al médico y en esas me he


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