Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio
plata procedente seguramente de Sevilla, nunca se pudo confirmar, junto con tres millones de maravedíes entre dírhams de plata y muchas doblas de oro. Cómo llegó ese tesoro a Setenil no lo imagino, pero supongo, por todo lo que oí hablar en el sitio durante mi estancia, que fue trasladado de una a otra fortaleza hasta llegar a Setenil, quedando allí debido al asedio que sufría Ronda, destino del caudal.
A su vez, los cristianos, luchaban por recuperar lo que decían era suyo, sus tierras, sus minas, su ganado, el mar y lo más importante, su orgullo herido desde ocho siglos atrás con la invasión árabe. Una conquista en pos de una tierra y unas aguas, las del Mediterráneo, que son la envidia del mundo. Unas aguas que vieron navegar los tiempos pasados y ven los presentes, que se prestan para el nuevo futuro y que, desde su calmo oleaje, mantenía encendida la llama de la negociación y el comercio entre países que en el Mare Nostrum convivían. Batallas e intercambios, viajes y naufragios, abordajes y rescates, todo dentro de sus sabias aguas, las que vivieron epopeyas y las que se rebelaron contra quienes quisieron hacerlo suyo.
La realidad de toda esta guerra-cruzada solo tenía un fin, conquistar Granada y, por petición de Roma, evitar que la gran potencia del temido turco encontrase un aliado en estas tierras desde donde arremeter contra la cristiandad. La estrategia de los reyes era simple, machacar al infiel, con impuestos primero para terminar expulsándolos o, en caso de querer quedarse, la obligación de convertirse al cristianismo, la verdadera fe del Reino. Era así, buscar la paz a través de la guerra, una nueva diplomacia, combatir comenzando por el desgaste del enemigo.
Para miles de personas que seguían a los ejércitos era su modo de subsistencia, la elección de un medio de vida, seguirlos hasta donde se encontrasen. Algunos recorrían los reinos en busca de batallas, buscando un ejército al que seguir y ofrecer sus servicios, herreros, panaderos, carpinteros, mujeres que alquilan sus encantos por dinero (a veces hasta por un bocado que echarse a la boca), escribientes, bailarinas, cocineras y muchísimos oficios más, un pueblo en movimiento. Gente que convivió con nosotros durante años, necesarios en las batallas y en las guerras.
Éramos peones dentro de un juego de señores, cada uno con su función alrededor de los reyes, grande y misteriosa red de convivencia que siempre me entusiasmó, formar parte de ese pueblo caminante, junto a los señores de la guerra, la aventura de no saber dónde se dará el mañana, dónde acabaremos el día de hoy.
La intención de unificar los reinos peninsulares y crear una monarquía duradera que pueda estabilizar la soberanía y, tal vez, quién sabe, extenderse por Europa. Doña Isabel mantiene una pasión por la familia, el orden y la política, todo en concordancia de importancia que su Dios, al que venera de forma incondicional y que, según todo lo que he llegado a conocer, es exactamente igual que el de nuestros enemigos.
—Por mucho que rece —dice don Fernando—, los moros también rezan, y con más pasión.
“… habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a
misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad”.
1Ti 1:13
Se combatió contra otras poblaciones sin causar tantas bajas ni teñir el combate tan sangriento, luego aquí, en Setenil, pesó la historia. Desde que yo recuerde, se cantó por Castilla sobre la valerosa defensa por parte de sus habitantes y eran mofa en el Reino los señores que la pretendieron, quienes no pudieron con el moro a pesar de los esfuerzos. Cuentan leyendas en las que héroes de roca no cedían en su protección mientras los enemigos trataban de conquistar sus murallas, seis veces se intentó su conquista, todas ellas fallidas, hasta la llegada de doña Isabel y don Fernando.
Ellos lo consiguieron tras quince días de asedio, gracias a la iniciativa de don Gonzalo Fernández de Córdoba y el marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León y Núñez. Su inventiva en combate y la ayuda de las nuevas armas de artillería, trasladadas para el sitio de Ronda y desplazadas hasta Setenil para la ocasión con un tiro de cien mulas de carga, un despliegue logístico de tamañas dimensiones que nunca antes se vio por la zona, unos cuatro mil peones que llevaron a cabo el trabajo de tala, recogida de enseres y carga de suministros. Todo era consecuencia de un largo camino de lucha, de un asedio como nunca vimos, pero sobre todo… de una matanza fuera de lugar, para mí, sin dudarlo, jamás vi odio y terror igual en una batalla, comparable tal vez al sitio de Málaga tres años más tarde.
Un enfrentamiento entre dos culturas, en la frontera de dos reinos, un desafío entre Alá y Dios, bajo su manto de amor, justicia y comprensión quedaron expuestos más de doscientos cadáveres que los humillaban. Esa ha sido la batalla de estos días, esa ha sido la justicia divina, el futuro nos libre de más dioses y sus representantes en la Tierra.
El apoyo de don Rodrigo, con su arribada por las tierras del Tajarejo, fue acto importante y trascendental en el asedio. Al mando de mil quinientos jinetes y mil soldados de infantería, causó el impacto esperado en la población, el miedo. Tras ordenar la vigilancia de caminos y accesos no se permitió la salida ni entrada de personas hasta la villa, inteligente decisión del señor marqués experto en estas lides y valedor del bloqueo a la población.
El Gran Capitán es un hombre inquieto, quedando como amigo para todo el resto de mi existencia, su comportamiento en ese día de asalto fue excepcional en arrojo y fe. Tuve la suerte de seguir sus pasos por Europa y combatir a su lado, muchas veces pensé en arrojar la espada pero, un hombre como él y una vida entre aventuras y palacios, es un cruce muy explosivo para dejar escapar, confió en mí y en él creí. Su valor e ingenio salvaron al Reino en más de una ocasión, encontró en la batalla su máxima y así vivió, un hombre valeroso, contaba con la edad de treinta y un años cuando se coronó en Lucena como el héroe más importante para la Corona de Castilla, el hombre de confianza de la reina, su ángel de la guarda terrenal.
“¿Acaso puede el tiempo detenerse para sanar lo incurable?”.
az-Zaghall
Vestía doña Isabel de forma sencilla, mostrándose tal cual, como la reina del pueblo, sin alardes, sin prepotencia, cercana y con rígido carácter pero confiada en su capacidad como reina de Castilla. De gris el vestido y con un delicado manto de terciopelo negro que disimulaba su barriga de séptimo mes de embarazo, sin ninguna joya excepto la cruz de Santiago que recogía las puntas de la cofia. Paseaba relajada por la estancia que se emplazó en la tienda de campaña del rey, mientras esperaba el momento en que ella decidiese sentarse para comenzar a tratar el tema por el que nos encontrábamos allí. El rey se mantenía sereno junto al sillón de la reina, apoyando su mano izquierda sobre el saliente superior del respaldo, seguía con la mirada los pasos de su esposa, llevando en su interior una cuenta sobre las vueltas que con parsimonia ella daba, sin decir nada, mostrando un semblante serio y expectante. Al fondo, de pie y en un silencio sepulcral, el cardenal Mendoza, el Gran Capitán, el marqués de Cádiz y un servidor.
La reina se detuvo ante una mesa y una de las sirvientas le acercó a la mano un vaso de agua que entregó mientras lo sostenía con un paño de encaje blanco, bebió un sorbo, mojándose los labios solamente, y se lo volvió a dar a la sirvienta con naturalidad. Continuó andando y se detuvo en el centro de la tienda, mirando a su esposo a la vez que nos daba la espalda, puedo asegurar que el momento me producía más miedo que la misma batalla, las piernas me temblaban y era incapaz de controlar la ansiedad que del pecho parecía iba a estallar. Supuse que los demás estarían igual, aunque puede que don Gonzalo no tanto, era amigo personal de la reina y debía conocer esas formas.
—Solo necesito la explicación de uno de vosotros, los demás podéis iros.
No fue la frase, ni siquiera el tono firme y de mandato en que la pronunció, fue su mirada al volverse, fulgurante y llena de poder, atravesando con sus ojos cualquier cosa que se interpusiese ante ella. No nos miró a ninguno en particular y sí a todos en general, sentí un escalofrío repentino recorriendo cada cuarta de mi espalda. Don Gonzalo palmeó al marqués en el hombro y ambos se dirigieron tras una breve reverencia hasta la puerta de salida, yo me encontraba petrificado, y para más sufrimiento, el marqués me miró torciendo el gesto, indicándome con esa mueca que no las tenía todas conmigo, luego esbozó media sonrisa de pícaro