Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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y poblaciones del Reino, y la Santa Inquisición, para velar por la pureza de la fe católica.

      En lo económico, fortalecieron la organización de la Mesta, confeccionando decretos para la libre circulación del ganado entre los reinos de Castilla y Aragón, favoreciendo también a los gremios de artesanos.

      La política exterior de los Reyes Católicos también fue muy destacable, independientemente de las continuas guerras que se desarrollaron con Francia. Desarrollaron vínculos con las principales monarquías europeas mediante casamientos entre sus principales herederos.

      En resumidas cuentas, a la finalización del reinado de Fernando el Católico, ese crisol de pequeños reinos y diferentes pueblos que era la Península Ibérica, empezó a conocerse como España, nombre con el que eran conocidas estas tierras por los romanos.

      La novela trata de narrar uno de los periodos más cruciales de la humanidad, buscando siempre ser fiel a la época y, sobre todo, a nuestra tierra de frontera. Una historia alrededor de las vivencias de personajes involucrados directa e indirectamente dentro y fuera de la villa de Setenil. Un trabajo que a bien seguro hará que disfrute de sus páginas como lo hemos hecho quienes hemos tenido el honor y la suerte de haber colaborado en su construcción, mínimamente eso sí, ya que el autor tenía muy claro desde el principio, su fin y propósito, dónde quería llegar y el camino a recorrer. A fe que lo ha conseguido.

      Un orgullo y un placer participar en el proyecto, quedando agradecido por ello. Lean y disfruten nuestra historia.

      SETENIL

      AÑO 1484 DE NUESTRO SEÑOR,

       AÑO 889 DE LA HÉGIRA

      ACTO TERCERO

      “Tu amor sale de mí

      como la aurora del mar.

      La luz de tus ojos ilumina mi casa

      y en los muros forma dibujos

      de recuerdos hermosos”.

      Shakîr Wa´el. Al alba.

      REAL DE SAN SEBASTIÁN

      Mantuve las manos enterradas en la tierra embarrada, observando desde la distancia cómo se elevaba el humo negro de las casas quemadas en dirección al cielo, en busca de esos dioses que acababan de mandar a sus tropas a combatir bajo pena de muerte por una tierra manchada para siempre. Sangraba mi alma, despacio y sin detenerse, queriendo expulsar a través del dolor todo lo sufrido y padecido esos días. Un Reino devastado por la llegada de una supremacía diferente, un nuevo tiempo al que pronto todos serviríamos como bien quisieran sus reyes. En pos de una idea que a base de sangre se materializaba como real, el cristianismo vencía a cada oponente que no considerara arrodillarse y postrarse ante su fe. Comenzaba una lucha atroz, partiendo desde una fortaleza que había sido imposible de conquistar jamás, una roca que mantiene sobre ella a la más feroz de las murallas y al único ejército que contuvo durante años a los rumís tras la frontera. Unos soldados sujetos a un derroche de valor extremo, confiados en su amor a esta tierra que consideraban suya y al convencimiento de que su profunda fe lograría la salvación de todos ellos. Ningún dios puede detener al más devastador de los animales, ni siquiera puede dominarlo o imponerle cualquier regla, esa bestia incapaz de controlar sus ansias de poder y dominio es el hombre, el peor animal que los dioses enviaron a este mundo.

      Setenil cayó en manos cristianas, en nuestras manos, las mías, que yacían en esa tierra que sangraba mientras cerraba los puños con fuerza estrujando los terrones. Sentía la soledad como parte de mi alma herida, arrodillado, consternado por una situación que pude evitar y que el destino no quiso que así fuese, me sentía culpable, no era ese el final que deseaba para quienes me acogieron como a un hermano. Pensaba en esas casas ardiendo, en las cenizas sobrevolando las calles repletas de cadáveres y en esas piedras de las murallas manchadas de sangre. Recordando a esos amigos caídos, la suave voz dulce y cariñosa de quien fue mi compañera durante ese tiempo que pasé en la villa de Setenil, Zoraima, mi amor eterno, mi amor celestial. Cerré los ojos, comencé a llorar dejando que las lágrimas llegaran hasta la tierra que aún apretaba con fuerza entre mis dedos. Sentí entonces una mano que se apoyaba en mi hombro, mansa, casi sin querer tocarme, volví la mirada rota por el lloro que me apenaba y vi a don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, a mi espalda, tendió su mano para ayudarme a erguir mi cuerpo y luego me abrazó con fuerza.

      —No existe la justicia para los inocentes, somos lo que somos y de nada quedamos exentos.

      Lo dijo porque comprendía el estado en el que me encontraba, no quiso festejar la victoria, vino a buscarme para abrazarme y ser partícipe del dolor que por dentro me corroía.

      Esa noche fue festiva, repleta de vino y comida, los soldados merecían el descanso y ese premio, la victoria fue sufrida, quedando en el camino muchos compañeros y amigos junto a algún familiar. A lo largo del campamento Real se encendieron fogatas que sirvieron para iluminar la oscura noche que se aproximaba con lenta agonía, decidida a envolver a todos los que en Setenil nos encontrábamos, porque la noche no entiende de conflictos ni de creencias. Las cuevas donde nunca entraba el sol y en las que nunca descansaba la sombra, fueron cercadas por ambas salidas y vigiladas por las Guardias Viejas de Castilla, cuerpo a las órdenes de don Gonzalo que custodiaba el lugar para que los prisioneros pasasen la noche en el sitio, allí debían esperar decisión sobre su incierto futuro. Familias incompletas la mayoría de ellas, fueron trasladadas en una procesión entre antorchas hasta las cuevas, allí les esperaban unas calles transformadas en jaulas al aire libre, con portones de madera rejada como cercas de caballos. El miedo en sus rostros reflejaba lo padecido durante el asedio y asalto, los poderosos truenos de las bombardas y sus cañonazos golpeando paredes y tejados, dejó a los vecinos que se encontraban encerrados tras la protección que brindaba la villa, despavoridos y fuera de todo ser que antes eran, apenas si levantaban la mirada del suelo, no se dirigían palabras por temor a un castigo mayor, solo esperaban. Angustiados todos al haber visto morir a los suyos sin el respaldo de su Reino, una Granada que los abandonó, que no quiso venir en su ayuda dejando a merced del enemigo una fortaleza de la que presumían como la más fuerte de la frontera, la única inexpugnable durante cientos de años.

      Como dijo Abû ʿAbd Al·lâh «az-Zughbî» Mohammed ben Abî al-Hasan ʿAlî, conocido como Muhámmad XII, Boabdil para los cristianos, a su madre Aïsha al-Hurra, Aixa la honesta: si cae Setenil, caerá Granada.

      Habían pasado muchas cosas en esos días de la toma de Setenil, muchas situaciones que se fueron dando a mi llegada y durante la batalla. Alcancé, horas después de encontrarme con el Gran Capitán y su abrazo eterno, a rememorar algunas de ellas. Siempre dudé de la valía de las personas, fui desconfiado por los motivos de mi abandono en préstamo humano como garantía, jamás volvieron a recogerme, me sentí desahuciado por los míos y comprendía a esos que durante el enfrentamiento esperaron la llegada de refuerzos que nunca llegaron. La frontera, la línea que lo marca todo, ese lugar donde puedes ser lo que en otro lugar quisiste no ser, tierra de límites y de miradas de soslayo. En ese lugar se encontraba Setenil, apoyado sobre una roca en espera de un devenir que quedaba en manos de dos personas, dos reyes para un nuevo amanecer en tierras de al-Ándalus.

      Fuimos citados ante los reyes de Castilla y Aragón, esperando que su majestad doña Isabel atendiera nuestras explicaciones sobre lo sucedido en el sitio. El asedio dio pie a un pillaje extremo, muriendo muchos inocentes durante el sitio, para la reina no era el proceder en nombre de Castilla y en el de Dios Nuestro Señor. No estaba dispuesta a ser tachada de violenta o asesina en ningún caso, al acuerdo de unificación debía llegarse a través del consenso y el respeto de todos los implicados, vencedores y vencidos.

      Permitió que don Fernando cargase, bajo petición de este, con todo el peso de la guerra, mientras ella se encargaba con sutil habilidad de los temas sociales y premiosos del Reino. Era de su conocimiento que el Reino de Granada iba a caer pronto en su poder, pero no a peso de sangre y dolor, lo que realmente pretendía era un Reino en paz.

      La Iglesia les apretaba pidiendo colaboración en su lucha contra el infiel, por otro lado las deudas contraídas con la nobleza


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