Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio
en lugar de su libertad.
—Tus referencias parecen ir en contra de tus actos, ¿acaso no blandiste tu espada para defender a los tuyos? ¿Y hablas de su hogar? ¿Su tierra? No, es nuestra tierra, por eso llevamos mil años peleando por ella. Ellos, los que parece que alejes de la violencia, al igual que otros, vinieron a conquistarnos bajo la ley de la espada, ese mismo acero que ahora los invita a irse de estas tierras que sus antepasados pintaron con la sangre de los nuestros.
—Mi señora, atiendo su pregunta sobre el asalto al sitio, para nada ofrezco una opinión, yo me debo a la corona de Castilla y Aragón e intento cumplir con mis cometidos.
—Mal lo hicisteis aquí, don Pedro, parece que no repara en que si lo hubiese intentado con más ahínco tal vez, y solo tal vez, no hubiese ocurrido este desastre.
La reina no me acusaba de nada, sin embargo, dejó caer mi posible dejadez en lo encomendado. Entonces intervino don Fernando de nuevo.
—La batalla ha sido inevitable, vos misma lo habéis visto con vuestros ojos, don Pedro ha sufrido la decisión mucho más que ninguno, y sin su ayuda no hubiésemos conseguido entrar, más bien esa acusación podría recibirla del bando enemigo, nunca del nuestro.
Doña Isabel, se levantó y apoyando una mano en la mesilla se llevó la otra a la barriga, palideció un poco y levantó la mano en señal de descansar un momento. Se retiró junto a don Fernando a la parte trasera de la tienda, allí la oí vomitar y a su esposo pedirle que se sentase un momento para recuperar. Quedé solo, con tiempo para pensar en todo y en esa acusación de la reina. Me atormentaba lo ocurrido en el sitio de Setenil, un lugar que no pudo elegir destino, sus vecinos nada querían contra el cristiano, sus gobernantes eligieron la batalla. El alcaide y el cadí chocaron en la decisión esperando noticias de Granada, uno huyó a Sevilla, El-Cordi, quedando bajo la protección de los cristianos, el otro llevó a todos a una batalla perdida, obligándolos a luchar y a morir. Que Alá los ajusticie a ambos.
Divagaba en torno a la predisposición de todos, la reina me hizo dudar de nuestra buena voluntad, ¿acaso pudimos evitar lo sucedido? Por mucho que pensaba en ese momento, nada esclarecía cosa que no supiese, ¿qué podíamos haber hecho? No me surgen dudas sobre mis intenciones ni sobre mi esfuerzo, lo intenté, no siempre se consigue.
El marqués de Cádiz situó un campamento de mil jinetes en la parte situada frente a la bajada al río, vigilando la torre del agua, lugar defensivo principal y de reunión constante de las fuerzas con las que contaban arriba. La elección del sitio fue la apropiada, el cerrillo es un lugar tranquilo que cuenta con una vereda ancha en subida por la cual llegar, es soleado, cuenta con agua, mucha tierra para poder dejar los animales de carga y, sobre todo, con una abundante arboleda que camufla muy bien a los soldados proporcionándoles cobijo y sombra.
Don Francisco Ramírez quedó a cargo del campamento como jefe de artillería, sus hombres, que se elevaban al número de tres mil contando los zapadores, mantenían una constante línea de trabajo, tanto en la tala de árboles como en adecuar el lugar para la instalación de bombardas.
La orden de vigilancia intensiva la propuso el Gran Capitán, era su costumbre dominar al enemigo en lo táctico y en la lucha espiritual. Entablar conversaciones de rendición con las menos bajas posibles era cosa de doña Isabel, pero así se lo ordenó la reina y así lo respetaba él. Setenil era diferente, posiblemente en ningún otro asedio se intentó más veces una rendición por parte del enemigo, tantas veces como las denegó el cadí excusándose en incomprendidas reacciones personales.
Todo quedó abocado a un enfrentamiento, no era posible un acuerdo, ellos confiaban en sus murallas pensando que serían suficiente, pero no, el rey y sus mesnadas son mucho más poderosos. Contábamos diez veces más hombres y, sobre todas las cosas, con la artillería pesada, de eficacia media pero que crea el terror en el enemigo y el desbarajuste en la defensa más vigorosa.
No importaba cómo se conseguían las cosas, todo era cuestión de poder y dinero, las arcas del Reino sufrían, la Iglesia necesitaba recaudar fondos para seguir invirtiendo en cruzadas, templos, intrigas y demás menesteres de la Santa Madre Iglesia, entre ellos, dar de comer a varios miles de curas, sacerdotes, obispos y demás cantidad desmesurada de “chupadores de la sangre de los reinos”, como los definió don Fernando mientras observábamos la oscuridad de la noche desde la muralla que daba pie al sitio donde se encontraban el torreón, el aljibe y las escalinatas que subían hasta la pequeña plaza de Armas.
El cardenal se situó en la bajada que lleva hasta la torre albarrana, él piensa que la batalla librada en el sitio ha sido una más dentro de la política de conquista que se está llevando en las tierras de reunificación y salvación. No le importan las bajas, sí el efecto que causan en el enemigo, los hechos acontecidos durante estos días hablan por sí solos. Según opinión del cardenal, se hizo todo lo posible y lo imposible por acercar un poco de cordura a la situación, pero, como todos repetían, el enemigo no atendió a razones, quería luchar, defenderse de nuestro ataque entre sus murallas y así sucedió. La artillería hizo un trabajo demoledor y después ocurrió el desastre, fue algo incontrolado, los soldados asaltaron el sitio para ajustar cuentas con el enemigo, pasaron a cuchillo y pillaje a toda la alcazaba. La crueldad de los soldados está justificada por la dureza de los soldados moriscos defendiendo las murallas y su extrema barbarie en las primeras horas del asalto. Los compañeros caídos, achicharrados por el aceite y pez hirviendo que vertieron desde las murallas, eso provocó un crecimiento de ira que fue en aumento. Tanto los soldados caídos, como las inocentes personas que murieron en el ataque, acabaron muertos por la cruda necesidad de ser como somos, eso acercó a la tropa hasta las mismas puertas del infierno, un infierno de odio y sangre.
El camino de entrada quedó regado en sangre, sembrado de cuerpos cercenados, brazos y piernas, vísceras en hocicos de perros y hasta algún que otro buitre asentado sobre algún cadáver putrefacto de las primeras horas de lucha. El rey era consciente de lo que había pasado, era hombre de batallas y no se dejaba amedrentar ante inequívoco episodio de odio entre dos pueblos, el moro y el cristiano. Se respiraba odio en aquella frontera, pero era un odio hacia nosotros, no los cristianos, sino los soldados, esos hombres venidos de un Reino que empezaba a tornarse de color escarlata. El odio se reflejaba en las gentes que se encontraban al paso de la comitiva real, la subida hasta la puerta misma de la mezquita estuvo sembrada de incertidumbre, varias personas nos abuchearon y solo se silenciaron ante el poder de los soldados armados.
En los ojos de todo el elenco de personalidades se dibujaba una triste imagen, repetida en todos los asedios, gente sin hogar, sin protección y en la ruina, todo por un Reino, todo por la plata y el oro. Doña Isabel no daba crédito a aquello, era la guerra, una guerra santa, una cruzada de la Santa Madre Iglesia contra el infiel, haber visto a que extremo se puede llegar en nombre de Dios por el hecho de recuperar unas tierras, esas mismas tierras que jamás conocimos como propias. Era la codicia y la riqueza lo que nos enseñó Jesús a no desear, eso era lo que sembraba la Iglesia y sus interesados defensores.
Roma se había convertido en el ejército más poderoso del momento, eran letales, un Reino tras otro caía por la gracia de Dios, la Iglesia cristiana comenzaba a crear su propia arma en Europa, un contingente de tropas preparadas para lo que fuese necesario. Todo en nombre de Dios Nuestro Señor, en Setenil acababa de comenzar la conquista del mundo.
Don Fernando entró de nuevo donde me encontraba, movió la cabeza a un lado y otro en un gesto entre cansado y de resignación, llenó dos copas de vino, una que me ofreció y otra para él, luego se sentó en el sillón.
—Ha pedido que venga don Juan Díaz, su médico. Doña Isabel no se encuentra bien.
—¿Algún contratiempo inesperado, señor?
—Malparir, me temo que ha roto aguas y si las cuentas no fallan va por su séptimo mes de embarazo, tal vez octavo.
—¿Corre peligro la reina?
—No puedo contestarte, Pedro, espero que no. Ya le dije en su momento que no montase a caballo ni hiciese largos caminos en carro, pero quiso venir hasta Setenil al llegarle noticias de la lentitud con la que desarrollamos la toma del lugar.
—¿Lentitud?