Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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entablar conversación.

      —Se ha pasado con el vino, don Pedro.

      —¡Qué me voy a pasar hombre! No he comido nada en tres días y me ha volcado el vino y el sofoco que este sol nos manda.

      —Eso será, no le discuto por su estado.

      Entró el guardia y dejó sobre la mesa el caldo y la carne junto a un trozo de pan. Me acerqué y comencé a comer como si no hubiese mañana.

      —Calme, amigo, que yo comí hace rato y nada le voy a pedir.

      Reímos juntos mientras comía con bocados de hambriento, tomé el caldo a la mitad de un solo sorbo y recuperé la compostura, le conté al marqués lo hablado con los reyes. Don Rodrigo aprobó cada palabra dicha y volvió a reírse cuando le dije que la reina se enfadó con don Fernando por una cuestión en la que, sin intención, lo involucré de lleno como responsable.

      —Tenemos una reina con más carácter que el mejor de los reyes, don Fernando no puede sujetarla cuando se empecina con algo.

      —Puede que se haya equivocado esta vez, no era necesario que hubiese venido, y mucho menos en estado de buena esperanza.

      —Si no se presenta aún estamos buscando el momento de acometer el sitio. Su llegada envalentonó a las huestes del rey y a él mismo. Bien avenida ha sido, ahora veremos el precio de su riesgo.

      Cuando se fue el marqués decidí cambiar mis ropas y asearme, quedando sentado sobre el camastro de paja para posicionar los próximos pasos a dar, comenzando por visitar al cardenal a quien don Fernando me pidió avisase en su nombre. Encontré la tienda tras unos braseros torneados que ardían con altas llamas manteniendo iluminado el acceso, a la derecha se encontraba una cruz que se alzaba sobre un montículo, custodiada por cinco soldados. La llegada de la tarde dibujaba un campamento que pronto se encontraría en oscura luminosidad, ofreciendo el resplandor de las hogueras como punto de referencia para ubicarte sin pérdida.

      El cardenal colocaba atareado un codillo de cerdo en su plato, dando buena cuenta de una jarra de vino junto a un invitado que liquidaba con apetito voraz una pieza de ave. Nunca pasaron hambre los altos cargos de la Iglesia, pensé para mis adentros.

      —Buenas tardes, señores.

      —Buenas tardes, don Pedro, siéntese y nos acompaña.

      —Comí algo hace un momento, señor, solo quiero comunicarle que don Fernando ha requerido su presencia.

      —¿Algún motivo en especial?

      —Él se lo explicará, señor.

      —Bien, en cuanto terminemos de comer nos acercaremos. Antes, y si me lo permite, quisiera presentarle a un buen amigo que me acompaña y seguramente le interese saber el motivo por el que se encuentra aquí estos días. Don Pedro, quiero que conozca al señor don Cristóbal Colón, marino experimentado y con una proposición para los reyes que puede cambiar el destino del mundo.

      Se levantó el marino Colón y, tras una ligera inclinación de cabeza, me ofreció su mano que estreché a modo de amistad, yo no se la hubiese dado de primera pero claro, es una falta de respeto rechazarla.

      —Puede que le interese saber lo que comentábamos, don Pedro —intervino Colón—. Sentaos y acompañadnos, me gustaría que atendieseis ofreciendo vuestra opinión sobre el tema.

      Se giró Colón y acercando una silla a la mesa me ofreció lugar y una copa de vino con amabilidad. Alejé el vino a un lado sin querer ni mirarlo, aún coleaba el sabor del vomito en el canal a pesar del caldo y la carne.

      —Como me comentaba el cardenal, vos mejor que nadie, por vuestra cercanía con el rey, debe saber la cantidad de caudal que la conquista de Setenil ha dejado en las arcas reales. Estoy en disposición de presentar una propuesta de navegación a sus majestades, y al ser de gran coste, es de interés saber cómo se encuentran los caudales reales en estos momentos.

      Colón no se arrugaba, quería saber y preguntaba, bajo el manto del cardenal se protegía para tales pesquisas, sin embargo, no era yo de hablar en nombre de los reyes y mucho menos de las cuentas de palacio.

      —Creo que equivoca el destinatario de esa cuestión, no soy más que un súbdito con distintos encargos reales que llevar a cabo, para nada tengo que ver en la cantidad encontrada de monedas de oro y plata.

      —Según tenemos entendido por los comentarios, han sido casi cinco los millones hallados. Vos deberíais estar al tanto de ello, ¿me equivoco? —volvió a indagar el marino.

      —No os equivocáis —intervino el cardenal—, esa es la cifra en dírhams y doblas, más uno o dos en plata, oro y joyas. Al final, la contienda se salda cercana a los ocho millones de maravedíes. ¿Acierto la cifra, don Pedro?

      Su tono subió, pasó de preguntar a afirmar directamente, duros de roer estos eclesiásticos. Sin saber cómo habían conseguido inventar esa cantidad, traté de averiguar qué tramaba en ese momento Colón, el porqué de esas prisas.

      —Dígame, señor Cristóbal, ¿cuál es el propósito de esa curiosidad?

      —Permítame explicarle el motivo de tanta pregunta. No contamos con mucho tiempo, debe entender que no existe ninguna trama, buscamos el bienestar de Castilla. —Quien hablaba era el cardenal, con mirada profunda y oscura—. Iré al grano, se nos ha presentado tal probabilidad por generosidad del señor Colón, igualmente, si no podemos hacer frente al proyecto, este irá a parar a manos del rey de Portugal.

      —Puede que haya sido al revés, que no lo hayan escuchado en la corte portuguesa y quiera de segundas ofrecerlo a la corona de Castilla.

      —No, no, para nada. Es único ofrecimiento a los reyes, lo que no puedo es desaprovechar la oportunidad y en caso de negación por parte de doña Isabel, buscaré recursos para llevar a buen puerto el propósito —quiso explicar el marino.

      —¿Portugal? ¿Acaso ellos pueden hacer frente al gasto? —pregunté.

      —No están en guerra —afirmó el cardenal.

      —No pueden permitírsela —les dije—. Además, creo, señor cardenal, que confunde una situación que para nada es la que existe. Nosotros sí estamos en guerra, con hambre y con una tierra por conquistar, comprenderá que hasta que esta situación no finalice, nada de lo que sugiere se pueda consumar, es una opinión, otra cosa es que lo acuerden los reyes y procedan de distinta manera —argumenté al respecto.

      —Necesitaremos esa ruta y para eso los reyes deben ponerse de acuerdo. Estamos al tanto en lo referente al rey, le da igual la situación de nuestra Castilla, él piensa en guerra, doña Isabel es más política, mira de manera diferente el futuro, espera encontrar una razón para aprobar el proyecto.

      —Abrir nuevas vías de comercio es mejorar económicamente, usted sabe que no podemos vivir de la guerra, en algún momento debe terminar.

      —Ese será el momento de llevar a cabo su idea.

      —Tal vez, pero debemos comenzar a trabajar cuanto antes. Usted, don Pedro, puede ayudarnos.

      —No veo cómo, pero tampoco evitaré la conversación si se tercia con el rey.

      Dejé la copa de vino en la mesa, me levanté y despedí con un ademán dirigiéndome hacia la salida. El cardenal me pidió que esperara, volví a mirarlos con un pie fuera, se acercó hasta mí y me habló con voz calma.

      —¿Podría informarnos si coincide que converse con su majestad de lo hablado hoy aquí?

      El cardenal miraba a don Cristóbal y este asentía con la mirada cansada.

      —Son decisiones de los reyes, como le he dicho, si se tercia hablaré en su favor con ellos. Creo en el futuro que viene y presto mi vida para mejorarlo, tengan por seguro que si en algún momento surgiese el tema, apoyaré vuestra causa.

      Dándole la espalda salí, una bocanada de aire me recordó que estas frescas noches son agradecidas tras el calor pasado, me abrigué con la capa para resguardarme


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