Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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mando de los arqueros ingleses, defensores de la libertad de los oprimidos por el yugo del infiel —dijo con ferviente ímpetu.

      El castellano que utilizó, junto al rojo de su cara por el sol padecido, lo revelaron como extranjero. Su intención era conseguir la bula papal, seguramente queriendo resarcir algún pecado cometido en su tierra. Fue enviado por Ricardo III como castigo a su familia por confabular contra su persona según se comentó en corrillos tras el incidente. El padre de Edward, Anthony Woodville, fue ejecutado en el castillo de Pontefract por planear el asesinato de su rey.

      —Este hombre actuaba honestamente, ganaba en combate leal y digno ante un número mayor de contrincantes, ese hecho lo ennoblece ante la cobardía de los otros —expuso el inglés.

      —Bien lord, le agradezco su intervención y que no dejase que dañaran al joven luchador, ha sido un acto de buena voluntad y como tal lo tomaran los presentes —dijo de la Cosa, para luego despedirse con una reverencia marcando un arco en el aire con su sombrero.

      —Un placer, señores —acabó el inglés devolviendo la cordialidad.

      Luego, de la Cosa, dio media vuelta y se dirigió hacia donde estaba el soldado con la flecha todavía clavada en la mano, señalando el pecho del herido con su dedo acusador.

      —Vete para la enfermería y que te saquen esa flecha de la mano, luego te presentas a la guardia, allí prestaras servicio, si tanto te gusta pelear y quieres hacerlo estarás en puesto hasta nueva orden. Te voy a descontar tres maravedíes de la paga por inútil, la próxima vez acertarás de pleno en la cabeza cuando le quieras dar con una piedra a alguien. —Hablaba a la cara del soldado, fastidiado por lo ocurrido—. Malditos seáis panda de inservibles, un maldito inglés refinado tiene que venir a darnos lecciones. ¡Y tú! —le gritó al muchacho de la pelea—, si te peleas contra tres, debes saber que hasta que los tres no estén muertos en el suelo, habrá un hijo de puta que quiera matarte.

      Después de arreglar las cosas entre ellos, los soldados siguieron luchando. El tal Romero volvió a vérselas con otros dos pues lo retaron en pugna de lanzamiento de piedra. A la mañana siguiente lo vi partir junto a los hermanos Pinzón y su escolta de cincuenta hombres, un joven en busca de aventuras, así es esta nuestra patria, la que conquistaría el mundo en breve tiempo.

      El pequeño recinto ocupado por los ingleses estaba ubicado lo más al noroeste posible del campamento, desde donde controlaban la peña alta, asiento de los alabarderos suizos, y mantenían visión sobre el campamento y la alcazaba de la villa de Setenil. Antes de llegar hasta ellos había que cruzar por las cuadras de los caballos del Gran Capitán y su gente. Calculo que entre la tienda real y las cuadras podría haber una distancia de ciento veinte estadales en línea recta. Hasta ese lugar llegué buscando dónde descansar un poco, era difícil caminar por una superficie tan abrupta, sobre todo porque al mismo tiempo el sol calentaba en demasía la cabeza y mi barriga seguía abandonada en lo que a placeres culinarios se refiere. Aproveché la fragua de Arístides, un griego afincado en Castilla que formaba parte del ejército, trabajaba con las armas de los soldados devolviéndoles su buen aspecto tras estos días de dura brega.

      —Buenas tardes Arístides —le dije nada más llegar.

      Estaba sobre el yunque martilleando una espada, a su vera prestaban atención sus tres aprendices, chicos de unos quince años de edad. Una pieza de madera de encina mantenía el yunque con firmeza, sobre este sostenía una espada que golpeaba con el martillo macho. Su hijo, Juan de Arístides, estaba reprendiendo a uno de los muchachos por utilizar la pila de agua. Lavarse las manos con jabón en la pileta no es lo adecuado, al parecer el jabón es malo para el temple, endurece el hierro y propicia que después rompa. Otro de los aprendices trabajaba el fuelle a pedal, reía con la cara sucia y pelos alborotados mientras su amigo recibía el rapapolvo de Juan. A mi lado se encontraba el tercer aprendiz, manejando un macho de diez kilos a voleo para meter los “bujes” de un carro, cada brazo del chico era como mi pierna y el cuello como un tronco de olivo.

      —Señor don Pedro, dichosos los ojos, pase por favor, acompáñeme y tome un vino conmigo —me dijo el amable griego—. Cuente, ¿qué le trae por aquí?

      —Pues a ser sincero, el calor, cuando he visto la fragua he pensado en resguardarme un poco aquí, no sé si hice bien, esto parece el mismo infierno —solté una carcajada.

      —Estamos en ebullición don Pedro, se acabó la contienda y ahora me toca a mí trabajar. Creo que pasaré unos diez días en Setenil para luego partir hasta Ronda, la leña de encina nos viene muy bien para nuestro trabajo y es abundante en esta zona.

      —Razón llevas buen amigo, esta leña es excelente para el caso.

      Agarró la tajadera de mano, cortó un hierro que le acercó su hijo y fue hasta el interior por el vino. Nos sentamos fuera, bajo el techado de cañas, sobre un asiento que esperaba para ser reparado. Pregunté por los ingleses, como vecinos que eran, me contó que eran buenos pagadores pero exigentes con el material, sin embargo, no mantenían relación con nadie fuera de su grupo, solo un escudero se presentaba para traer o retirar trabajos. Su jefe, nada especial, gustaba llamar a las morenas de buenas carnes para sus quehaceres y beber vino. Los demás eran borrachos, pasaban el rato con las espadas o con los arcos, pero sobre todo bebiendo.

      Estuve un buen rato con el amigo Arístides, dimos cuenta de una buena jarra y charlamos amistosamente. Ambos nos conocíamos de Castilla, trabajaba para los reyes y era algo así como el herrero principal de la tropa. Luego de despedirnos le indiqué que volveríamos a vernos en Ronda, ya saldaríamos allí otro buen rato de charla, me lo agradeció con un abrazo.

      Entre la sofocante temperatura y los vinos tomados con el rey, el Gran Capitán y ahora Arístides, comencé a recibir avisos urgentes del estómago, salí con la intención de detenerme a comer algo y, por unas cosas u otras, nada entró por mi maltrecho tragadero. Me encontré frente al sitio de los arqueros ingleses, ni que decir tiene que escupí en el suelo al verlos. Borrachos, distraídos disparando sus arcos, intentando acertar a unas ratas vivas que sujetas con cuerdas colgaban de la rama de una encina. Tras lo visto en el asedio, me parecieron gente con falta de hervor, más que soldados eran asesinos sin escrúpulos, el tiempo me brindó la oportunidad de vengarme primorosamente, debo decir que los hubiese matado a todos allí mismo. Bien viene el dicho, “los humanos, como los dedos de la mano, no son todos iguales”.

      Recordé entonces los cinco que maté con la ayuda de don Gonzalo y don Alonso, se lo merecieron, nunca me sentí tan fuera de mí, la guerra siempre soporta momentos de tiranía militar por parte de los vencedores y lascivia sobre los vencidos, pero, cuando atañe al amor… sobran las disculpas y afloran los sentimientos.

      Pasé junto a su lado, cerca de una valla que utilizan para colindar la zona donde montan sus tiendas. Dos soldados cocinaban en una gran olla unas vísceras de vaca, el hedor me produjo arcadas, entre el vino y el olor repugnante se revolvieron mis tripas y vomité junto a una encina. Agarrado a su tronco pude dejar salir el brebaje, culpable de mi torpe embriaguez, expelía las últimas salivas rojizas cuando crucé mirada con un inglés, levantó su mano en señal de saludo, no le respondí aunque fuese de mala educación, para mí suponían carroña, desvió la mirada ante la indiferencia y contrariado continuó con su faena. Enderecé mi cuerpo y respiré una bocanada de aire para aliviar mi sufrido dolor de cabeza, alejé mis pasos de esos ruines y enfilé el camino hasta la parte lindante a las hogueras.

      Antes de tomar la decisión de avisar al cardenal sobre el aviso del rey, me pasé por mi tienda, aproveché la soledad del momento para ordenar los pensamientos que, tras lo bebido y vomitado, se hallaban como ausentes. A esas que entró el marqués don Rodrigo en mi busca.

      —Don Pedro, tenéis mal aspecto, ¿tan mal ha ido la reunión con la reina?

      —Ni bien ni mal, ha ido a medias.

      —Ilústreme, buen amigo.

      —La reina quedó indispuesta y hemos postergado la explicación para otro momento.

      —He escuchado que han llamado a don Juan Díaz, ¿sabe algo al respecto?

      —Ordene que traigan


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