Setenil 1484. Sebastián Bermúdez Zamudio

Setenil 1484 - Sebastián Bermúdez Zamudio


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un hueco tras el descanso, antes de verme a mí. Y antes de salir ellos de la reunión su aspecto era el de una mujer con entereza y genio.

      —Bueno, si está en manos de don Juan, seguro que sale todo bien, esperaré un poco y ahora me paso por la tienda del rey para saber noticias. Además, vendrá de camino la hija de una de las doncellas que es partera como su madre.

      Trajeron comida pero los tres vasos de vino cerraron mi apetito, el Gran Capitán se recostó sobre un mullido catre que utilizaba de camilla donde las dos hermosas mozas esperaban para atender sus dolencias nuevamente. Soltó un buen suspiro y dejó caer sus fuertes brazos mientras le limpiaban heridas y rasguños, tomó postura relajada, varias marcas en su cuerpo indicaban la clase de hombre que era, una cicatriz le cruzaba el pecho y unas heridas sanadas en su espalda daban fe de su valentía. La pierna derecha, a la altura del muslo, lucía una extraña costura, recuerdo de la batalla de Albuera, un enemigo le desgarró la piel con una lanza y casi le alcanza el músculo, pudo costarle la pierna el lance, todo sucedió antes de segarle la cabeza con la espada al susodicho atrevido. Cuentan algunos que tras ese momento, atravesó el pecho de tres portugueses con su espada y terminó derribando y dejando malheridos a unos diez, el mismo don Alonso de Cárdenas, maestre de la Orden de Santiago, tuvo que pararlo antes de que acabara con el enemigo él solo.

      —¿Gusta de un poco de alivio en los músculos, señor don Pedro? —me dijo picarón.

      —No me encuentro tan oxidado como usted don Gonzalo.

      Soltó una carcajada y me invitó a irme con un ademán de mano. Ya se apañaba solo con las mujeres, era de fama ganada en esas suertes. Continué el paseo encontrándome con varios soldados que jaleaban una pelea, el coro animaba con gritos y las apuestas de ganador generaban, entre los animosos espectadores, gran entusiasmo. Me fijé en cómo el señor don Juan de la Cosa se hallaba entre el público, gran marino según había oído, además de un gran cartógrafo y, también, un magnifico espía. Esos días se encontraba en Setenil por orden del rey, bajo propuesta de viajar hasta Lisboa para recabar información sobre una nueva travesía portuguesa.

      Igualmente, los hermanos Martín y Francisco Pinzón se hallaban en el sitio bajo la sombra de un árbol que los cobijaba cercanos al lugar de la disputa. En las manos asían una buena jarra de vino cada uno mientras una joven, al parecer muy divertida, se dejaba hacer en su entrepierna cabalgando sobre los marinos. Se montaba cual yegua en celo, de uno a otro ante la mirada retorcida de un monje que los observaba, gente extraña estos marinos, gente de mar y no de tierra.

      Ver a cuatro personajes como de la Cosa, los hermanos Pinzón y al contino Juan de Peñalosa, que andaba de cuentas con los reyes, todos reunidos en el mismo lugar, era normal esos días, muchos señores de la zona de Cádiz, Sevilla y Huelva acudieron para saludar a los reyes y felicitarlos por su victoria, más aún sabiendo de la presencia de doña Isabel.

      El sonido de espadas chocando contra escudos, alentando a los luchadores, me devolvió a la realidad, por un momento quedé ensimismado en los pensamientos, dejando vagar mi mente por todo lo que iba entrelazando según caminaba. Un campamento, con unos ocho mil soldados, te confería momentos para la diversión y la soledad, pero también de amistad y obligación, aquí tenían cabida todos, desde las buenas personas a las peores, todo un compendio de personajes cada cual de su madre y padre.

      Me encontraba a treinta pasos del coro de soldados, quise comprobar in situ qué ocurría en su centro con toda esa alterada agitación. La mayoría de los presentes que me encontraba acusaban un grave estado de embriaguez, riendo, cantando y animando con sus gritos a todo el mundo. La soleada hora convirtió el sitio en el escenario perfecto, dejando a los hombres prestos para cualquier circunstancia que se diese. Daba igual en la dirección que mirase, la alegría estaba presente, ajenos todos a cualquier desdicha o eventualidad que se presentase, estaba cumplido el cometido y ese hecho, permitía la riada de satisfacción. Los veteranos cubrían el lado sur del campamento, cerca de la zona de rancho, junto a la comida y bebida, los noveles al norte, contando sus hazañas conseguidas o inventadas. Los soldados de grado medio paseaban junto al camino, estos eran mayoría, serios y formales, independientes de cualquier malentendido y comprometidos con la causa.

      Hernando Jaén, el barbero de la tropa, hacía su feria particular con una fila de cincuenta hombres esperando para cortarse el pelo por medio maravedí, afeitarse y pelarse costaba uno. También el escribiente Rafael Expósito ganaba sus cuartos a razón de carta escrita para familiares o amores abandonados, en él se apoyaban para hacer llegar hazañas conseguidas a los conocidos a través de misivas cortas pero intensas, igualmente de mandar a sus amadas cariños escritos y poemas de amor, solían ser siempre los tres mismos que Rafael conocía, en momentos de desazón afloraban los recuerdos de seres queridos.

      Los cocineros preparaban las viandas para la cena de la noche mientras algún jefe se pasaba por las cocinas y pillaba ración antes de lo previsto. Los más pillos llegaban en nombre de algún mando, demandando algo de rancho para saciar sed y hambre, cúmulo de las jornadas de batalla donde apenas entró nada en boca. Luego, tras apañar cada cual lo suyo, formaban grupos para perderse con los compañeros entre la arboleda del sitio, buscando reuniones con los más allegados. Se creaba así buen ambiente de camaradería, donde algunos reunían comida, bebida y si era de cara bien dura y con buena verbosidad, junto al dinero aportado por todos, se presentaba con alguna señorita dispuesta a satisfacer a la fogosa reunión. Eran los más osados, no temían a nadie en esos días en que el perdón estaba garantizado y todo se le pasaba por alto a la tropa.

      Muchos se preparaban para volver a casa, como las dos compañías de doscientas lanzas de Olvera, esos dormirían esta noche bajo techado, otros quedarían bajo el manto de estrellas de esa noche próxima. Los que de lejos acudieron no tenían opción, descanso sobre el terrón si no se pillaba catre o tienda, la partida sería a la mañana siguiente o cuando decidieran sus señores, una vida a expensas de quien gratifica. Por otro lado, los que bajo órdenes reales se encontraban, soldados de Castilla, Aragón, Navarra y demás lugares del Reino, partirían con destino a Ronda en divisiones de mil efectivos cada hora, llevando consigo toda la artillería utilizada durante el sitio. Camino duro que se presentaba pero a tener en cuenta que la gran mayoría de ellos, recorrieron los reinos de mundo a pie, desde Toledo hasta Nápoles, pasando por al-Ándalus o perdidos por tierras del turco tras atravesar los países del Magreb y Asia.

      Una población formada por trabajadores, vendedores y demás que seguían a las huestes, se encontraba ahora mismo en ebullición de labores, eran los últimos en partir, a veces quedaban en el sitio hasta que recibían noticia del nuevo asentamiento de la tropa, eran independientes, nada tenían que ver con el grueso del ejército aunque vivieran de sus obtenciones.

      Prestando atención a lo que me rodeaba, llegué hasta el coro de soldados, en el centro se daba la pelea de apuesta entre bravos luchadores, un lugareño, con la camisa quitada y arremangado el pantalón hasta las rodillas, estaba revolcando en el suelo a tres soldados, imaginé que Juan de la Cosa estaba reclutando gente por la cara de satisfacción que presentaba viendo pelear al joven. El fortachón, me enteré luego, vivía en Setenil, pastor que pasaba los días fuera del lugar con las ovejas, con el tiempo me llegaron noticias de él, al parecer, los hermanos Pinzón lo reclutaron y fue de los primeros en saltar del barco al final de su exótico viaje. Siempre les fue fiel este muchacho de Setenil, en especial a Martin Pinzón, con el que llegó a entablar una amistad duradera debido a su afición a la buena vida de ambos.

      El tal Romero, apellido del valeroso peleador, tenía de espaldas al suelo a dos soldados, un tercero se le acercaba por detrás con una piedra para golpearle la cabeza cuando… un silbido pasó por mi lado, tan cerca de mi cara que pude ver de soslayo la trazada que dibujó en el aire. Una saeta se clavó en la mano del soldado dando al traste con la piedra y las intenciones, malas intenciones, el grito de dolor llamó la atención de los presentes provocando el silencio.

      —¿Qué ha pasado aquí? ¿Quién ha sido? —La voz autoritaria de don Juan se oyó potente.

      —He sido yo, señor, disculpe mi atrevimiento, este hombre de manera traicionera se disponía a golpear a este otro con una piedra y no quise permitirlo, la lucha no permite el uso de armas o cualquier otra


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