Handel en Londres. Jane Glover
siglo XVIII, San Pablo era el punto central. Cerca de ella se encontraban el distrito comercial de Cheapside y el Royal Exchange, el Guildhall, la Customs House, la Mansion House del Lord Mayor (que se reconstruiría en la década de 1730) y las sedes de muchas asociaciones gremiales. Aquí nació la nueva clase media, que haría su fortuna en el negocio de seguros, el comercio y la banca comercial. Pero sus gremios e instituciones caritativas también prestaban atención a lo que había más allá. El East End de Londres (Wapping, Shadwell, Stepney) estaba formado por comunidades que se apiñaban en condiciones de vida espantosas bajo una atmósfera contaminada, que trabajaban en los muelles y embarcaderos del río o en las industrias manufactureras, textiles, destiladoras y cerveceras. Al oeste de San Pablo había grandes bulevares (Fleet Street, Strand, Pall Mall) que conducían a los palacios de St James y Kensington, donde residía la corte, y a los edificios parlamentarios de Westminster. Este moderno West End se desarrollaría de forma espectacular durante la vida de Handel, y él mismo se integraría en él.
Durante las primeras décadas del siglo anterior, el duque de Bedford había contratado a Inigo Jones para que transformase su propiedad, el antiguo Convent Garden, que anteriormente había suministrado verduras a la abadía de Westminster, en una elegante piazza con modernas residencias. La tendencia que generó esta iniciativa fue interrumpida por la Commonwealth, y más tarde por los desastres consecutivos del Gran Incendio de Londres y la Gran Peste, en 1666. Sin embargo, poco a poco se fueron acometiendo planes similares: Red Lion Square, Golden Square, Soho Square, Leicester Square. Y, poco después de la llegada de Handel, dos eventos liberaron fondos que desencadenarían una verdadera ola de elegante desarrollo. En primer lugar, anticipando el rápido crecimiento de la expansión urbana de Londres, el Parlamento aprobó en 1711 la creación de una Comisión para la Construcción de Cincuenta Nuevas Iglesias, que se financiaría a través de los impuestos sobre el carbón. Aunque nunca se llegaría a alcanzar la cifra fijada de cincuenta, las numerosas iglesias que proliferaron en las primeras décadas del siglo XVIII fueron diseñadas por los más grandes arquitectos de la época, entre ellos Nicholas Hawksmoor (Christ Church, Spitalfields, St George’s, Bloomsbury, con su extraño campanario rematado por una estatua de Jorge I), James Gibbs (St. Martin-in-the-Fields), Thomas Archer (St. John’s, Smith Square, conocida como el «Escabel de la Reina Ana» porque, según se dijo, la propia monarca señaló el parecido de la construcción con su propio escabel puesto del revés) y John James (St George’s, Hanover Square, donde el propio Handel acudiría más tarde a rezar). La segunda oleada de dinero, liberado al final de las campañas de Marlborough contra los franceses, en 1713, se destinó a construir las grandes plazas adyacentes a esas iglesias.
Hanover Square, junto a la iglesia de St. George, fue una de las primeras en alzarse, en 1717, seguida por las plazas de St James, Grosvenor, Cavendish y Berkeley. Cada área estaba organizada como una unidad completa: elegantes hileras de casas en la propia plaza, de la que partían calles secundarias con casas menos costosas. (Con su origen en Hanover Square, Brook Street se terminó en 1719; en su momento, Handel compraría allí una de esas casas.) Más allá de esas calles secundarias había más callejuelas donde vivían los sirvientes y los comerciantes; cada área incluía también un mercado y un cementerio adosado a su iglesia. Una vez más fueron convocados los arquitectos más brillantes de Londres, que incorporaron todo tipo de estilos –holandés, italiano, francés, palladiano–. Tan rápida e impresionante fue la transformación de la ciudad, que Daniel Defoe escribió en su libro A Tour Through the Whole Island of Great Britain (1724-6): «Cada día se alzan nuevas plazas y nuevas calles con un prodigio tal de edificaciones, que no hay ni hubo en el mundo nada que lo iguale»1.
Durante las semanas que pasó en Hannover, Handel probablemente oyó hablar mucho acerca de la solitaria mujer de cuarenta y cinco años que había accedido a regañadientes al trono de Inglaterra. Como segunda hija del segundo hijo de Carlos I, la reina Ana difícilmente podría haber imaginado en su infancia que un día recaería sobre ella la enorme responsabilidad del máximo cargo. Pero toda una serie de traumáticos acontecimientos parecían haberla empujado a ello. Cuando su hermana María murió a la edad de treinta y dos años, Ana había otorgado una cauta lealtad al ahora único regente, el viudo de María, Guillermo III, más conocido como Guillermo de Orange, pues ella era necesariamente su heredera. Su feliz matrimonio con el príncipe Jorge de Dinamarca había producido no menos de dieciséis hijos, pero todos habían muerto, la mayoría en su infancia, y su heredero, el príncipe Guillermo, que había sufrido de encefalitis desde su nacimiento, murió desgarradoramente a los once años. La subsiguiente crisis sucesoria había reavivado los rescoldos de su ignominiosa historia de maternidad convirtiéndolos en un asunto parlamentario, y sus primos lejanos en Alemania, con quienes no sentía en absoluto ningún vínculo, se habían puesto en fila para relevarla. La muerte de su padre, Jacobo II, en su exilio francés en 1702, había reavivado en ella el sentimiento de culpa por haberle traicionado, sobre todo porque un año después falleció también su cuñado Guillermo III (de modo inesperado y repentino, como resultado de una caída de su caballo, que tropezó con una topera en Hampton Court), y de pronto se encontró ocupando el trono de su padre. Sus súbditos le tenían poco afecto. Era tímida, gruesa y miope, y se sentía menospreciada y humillada. Incluso su coronación (23 de abril de 1703) –un día que debería haber sido el mejor de su vida– se vio arruinada por un doloroso ataque de gota: tuvo que ser transportada a la abadía de Westminster, donde debió soportar una ceremonia que duró cinco horas y media. El día de la coronación, la reina Ana tenía solo treinta y siete años.
Una de las damas de honor de la madrastra de Ana, María de Módena, era Sarah Jennings. Cinco años mayor que Ana, Sarah se convirtió en la principal dama de compañía de la joven princesa, aconsejándole sobre el vestuario, el comportamiento y las responsabilidades oficiales, y seguiría siendo su favorita durante veintisiete años. La amistad entre ambas era intensamente apasionada y para Ana probablemente fue la relación más importante de su vida, a pesar de su exitoso matrimonio. Sarah se casó con el soldado John Churchill, y, durante la Revolución Gloriosa, fueron los Churchill quienes persuadieron a Ana para que escapara de Whitehall por las escaleras traseras, hacia la relativa seguridad de Nottingham y, más tarde, a Oxford. Tras las notables victorias militares de Churchill (jamás perdió una batalla), los nuevos monarcas, Guillermo y María, lo hicieron primer duque de Marlborough. Pero la amenaza de jacobitas, los seguidores del exiliado Jacobo II y de su hijo (otro Jacobo), persistía, y tres años más tarde Marlborough fue despedido por deslealtad y por sospechas de simpatías jacobitas. Su esposa Sarah también fue expulsada de la casa real, lo que provocó un enfriamiento en la relación entre las dos hermanas reales que nunca llegaría a remitir. Ana, más leal a su amiga de toda la vida que a María («Prefiero vivir contigo en una cabaña que reinar como emperatriz del mundo sin ti»2, escribió a Sarah), optó a su vez por el exilio. Ana y su marido se mudaron a Syon House en Brentford junto con los Churchill, y no fue hasta 1695 que Guillermo III finalmente los volvió a integrar a todos en la corte.
Cuando Ana accedió al trono en 1703, nombró a su marido, el príncipe Jorge, comandante de la armada, a Marlborough capitán general del ejército y –cautiva todavía de su enérgica y manipuladora acompañante– a Sarah para los tres cargos más elevados de su casa: señora del vestuario, ama de llaves y tesorera de la casa real*. El círculo era muy reducido.
La inseguridad de Ana como reina, y el caos de los cincuenta años anteriores desde la Restauración, dieron lugar a una nueva era de gobierno parlamentario y al comienzo de un rudimentario sistema bipartidista. Los whigs y los tories (ambos nombres derivaban de dos términos escoceses que encerraban un sentido peyorativo: whiggamore, que significa «conductor de ganado», y torai, «salteador») habían ido estableciéndose gradualmente como facciones opuestas. Si bien no se trataba de partidos políticos en el sentido moderno del término, eran asociaciones de hombres que compartían los mismos puntos de vista y principios, pero que no necesariamente guardaban lealtad a ningún líder en particular. En términos más amplios, los conservadores representaban los derechos de la monarquía, la constitución, la Iglesia de Inglaterra y la nobleza, según lo establecido por la ley y la costumbre. Los whigs, por su parte, estaban interesados en ampliar los derechos del Parlamento, de las clases mercantiles y de varias facciones inconformistas (religiosas o no). Tanto Guillermo III como la reina Ana trataron de mantener