Las frikis también soñamos. Ayla Hurst
primera hora de la noche, el capitán entró en su camarote dando un portazo:
—Muchacha —la llamó mientras ella trabajaba en el código. Ella levantó el rostro, los rizos plateados le rozaron las mejillas—, ayúdame a desvestirme.
No preguntó el por qué, ni dónde estaban los donceles que solían ayudarlo. Su respuesta fue mucho más inesperada:
—No me llames «muchacha», tengo nombre.
—¿Y cuál es?
La joven dudó un instante antes de contestar:
—Me llamo Ayla.
El capitán asintió con la cabeza.
—Ayla, ayúdame a desvestirme.
Se levantó del suelo y se colocó en frente al capitán, que aguardaba erguido junto a su cama. Dejó el casco sobre una silla, tenía la frente perlada de sudor y los mechones de pelo negro azabache se le pegaban a la sien. Había sido una larga y dura batalla contra el bando de Ayla, aquellos que se negaban a resucitar a las bestias y a utilizarlas como máquinas de guerra. Driver estaba exhausto y sin apenas apetito, solo deseaba darse un buen baño, beberse su infusión y meterse en una cama caliente.
Las manos de Ayla, de dedos largos y huesudos se posaron en su cuello y desataron el broche que sujetaba la capa. El capitán tragó saliva y sintió un cosquilleo allí donde las manos de ella lo tocaban. Sus brazos le recorrieron la cintura con suavidad en el primer «abrazo» que sentía en siglos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal de abajo a arriba, Ayla le desató el cinturón que sujetaba su sable y lo colgó en la butaca, con el resto de la ropa para que se lo llevara el servicio. Driver seguía nervioso ante esas nuevas sensaciones que le causaba el contacto humano: era agradable, cálido y no sabía por qué extraño y biológico motivo también quería tocarla. Su impenetrable armadura de acero casi se rompió en mil pedazos en el momento en el que ella le quitó los guantes: tenía las manos curtidas por el trabajo duro, pero agradables al tacto, deseaba que le acariciasen todo el cuerpo: el pelo, el rostro, los hombros y el pecho, incluso querían que lo acariciasen en partes que no sabía que podían ser acariciadas. Sus manos, en cambio, estaban frías como el hielo y una gran cicatriz recorría parte de su antebrazo y su mano izquierda, la reconstrucción era casi inapreciable, pero el capitán no había recuperado completamente la sensibilidad en aquella zona donde apenas sentía el roce de la muchacha. Ayla envolvió sus manos entre las suyas, con ternura.
—Siéntate —dijo con una voz suave como la seda—. Voy a quitarte las botas.
El capitán obedeció casi como un auto reflejo, empezaba a sentirse incómodo con aquello. Ayla se arrodilló ante él y alargó sus manos hasta los muslos, las deslizó ejerciendo una leve presión hasta la pierna y le quitó las botas, primero la izquierda, después la derecha. Driver se preguntó si aquella presión en el muslo había sido realmente necesaria. Cuando se alzó de nuevo, Ayla estaba mucho más cerca, tanto, que incluso podía respirar de su aliento. Era como si la tocase, sentía el cosquilleo que le producían sus dedos por todo el cuerpo y un fuego que le abrasaba desde la garganta al calor de su boca. Ansiaba esos labios tanto como ansiaba el mando del ejército, el poder supremo del Cuerpo de Élite.
Hasta la fecha, había pensado en la boca como un órgano que solo servía para comer o hablar: pero en ese instante, quería acariciar la boca de ella, pequeña y apetecible, de labios fibrosos, usando la suya propia. Seguro que su cuerpo era tan tibio y agradable como sus manos, que placer podría proporcionarle dormir junto a él, sentir su piel contra la suya. Ayla desató el nudo del costado de su túnica negra y la deslizó por los hombros hasta que cayó al suelo. Su cuerpo era fuerte, atlético y musculado, con pectorales marcados y un abdomen duro como la piedra bajo una capa de piel clara y endurecida. Tenía una marca rosada en un costado, fruto de una herida de batalla, aunque lo que más le fascinó a ella fue la enorme cicatriz de un dedo de grosor, que le nacía en la frente, atravesaba la mejilla izquierda y casi le rozaba el pezón. Las manos de ella la examinaron fascinada.
—¿Cómo sobreviviste a esto? —preguntó apenada, pero él no respondió. Le había ordenado que lo desvistiese, no que preguntase.
Driver tembló de terror al sentir como lo examinaban, apretó los puños con fuerza y contrajo la mandíbula para soportar el esfuerzo que conllevaba no tomar a aquella chica entre sus brazos, romper sus votos, su palabra de capitán y saltarse sus propias reglas, nunca había sentido tal atracción por otro ser humano, ya fuese hombre o mujer. Las manos de Ayla se deslizaron por su abdomen firme y le acariciaron la tela del pantalón. Una terrible presión le creció en la ingle. Tenía calor. Mucho calor. Una perla de sudor le recorrió la sien mientras sus pulmones se hinchaban a toda velocidad. Ella intentó deshacerle el nudo que le sujetaba la prenda a la cintura, pero entonces el capitán Driver tomó consciencia del asunto y recobró su fortaleza: agarró a la muchacha de las muñecas y la apartó de un empujón.
—Puedo solo —argumentó con furia y rubor en las mejillas con su voz ronca y profunda.
La joven pareció desconcertarse un instante, pero recobró su compostura, se sacudió las rodillas y se retiró a su cubículo. El capitán Driver intentó serenarse en el baño caliente, pero cada vez que cerraba los ojos se imaginaba a Ayla a su lado, dentro de la bañera, con la piel desnuda, limpiándole el cuerpo con una esponja suave, mitigando la presión de la ingle con esas manos tan cálidas y suaves. Estaba tan confuso que estuvo a punto de aliviarse a sí mismo, ya lo había intentado alguna vez, cuando era crío, pero no había conseguido el placer que se suponía que debía alcanzar.
El baño fue más largo de lo habitual y cuando decidió salir, la muchacha ya había tomado su cena, compuesta por un par de tostadas integrales con queso de untar y un yogur natural, y se había puesto a trabajar en su mapa. Driver, vestido con pantalón largo y bata se sentó en su silla con su infusión y se dedicó a observarla. La chica se colocó a cuatro patas y alargó el cuerpo para alcanzar la parte más meridional del mapa. Hasta ese momento, Driver no se había dado cuenta del perfecto ángulo que formaba su espalda arqueada y las nalgas torneadas. Estuvo a punto de caer en la tentación de nuevo, cuando alguien llamó a la puerta. Era su joven teniente, bonita y esbelta. Llevaba el uniforme puesto y el pelo castaño recogido en un moño bajo la gorra de su rango. Ella se sonrojó al ver a su capitán en ropas de dormir.
—Capitán, perdone que le moleste a estas horas, pero el piloto desea saber con qué rumbo seguir. Se ha avistado una tormenta y el radar detecta unas formaciones rocosas a estribor.
—Son las Islas Escudo —respondió Ayla sin que le preguntasen. La mirada de la teniente fue mortal, pero el capitán le dio permiso para seguir hablando—. Están habitadas por pequeñas fortalezas que supongo que habrán ocupado vuestros Rebeldes. Atravesarlas sería un suicido, pero si seguimos por el sur, podemos guarecernos en la desembocadura de un río y cuando pase la tormenta seguir por alta mar.
—Volver al sur nos haría perder al menos tres días de viaje —reprochó la teniente.
—Mucho mejor que morir ahogados por una tormenta o asesinados.
La teniente apretó los puños y contrajo la mandíbula, pero con un gesto de su mano, el capitán la hizo callar.
—Teniente Jazz, informe al piloto que regresamos al sur hasta que pase la tormenta, y que después seguiremos por el este en alta mar hasta llegar a otro archipiélago más grande. ¿No es así, muchacha? —Ella asintió.
La teniente se puso recta y saludó a su superior, indignada por la impertinencia de aquella niña.
—Como ordenéis, mi capitán.
—¿Quién es ella? —preguntó Ayla una vez se hubo marchado.
—Es la teniente Jazz —respondió Driver a pesar de que en escasas ocasiones respondía las preguntas de la muchacha—. Gran espadachín y una muy buena consejera.
—Es guapa, y le gustas. Se nota en la forma en la que se sonroja cuando te mira. Baja la mirada y habla en susurros. ¿Debería estar celosa? —preguntó en tono infantil.