Espejo para ciegos. Bruno Nero

Espejo para ciegos - Bruno Nero


Скачать книгу

      ESPEJO PARA CIEGOS

       Autor: Bruno Nero Ilustración de portada: “En el espejo”, Papirosaico ® de Keka Raffo Fotografía autor: Mireia Gil Jordi Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-224153230, 56-224153208. www.editorialforja.cl [email protected] Edición electrónica: Sergio Cruz Primera edición: octubre de 2020. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

      Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

      Registro de Propiedad Intelectual: N° 304.295

      Registro de seudónimo: N°2020-S-216

       ISBN: Nº 9789563384956

       eISBN: Nº 9789563384963

      A todos los amantes de la librería más bella del mundo

      Acto previo Escena improvisada

      La cita, inevitable, era para una función que iniciaba a las seis de la tarde. Las había convidado Dolores, extendiendo la invitación entre muestras de admiración por la rápida sanación que mostraba Pinélides. Esta, visiblemente atareada por las labores de estucar su rostro grande y blanco como un cirio, buscó por el reflejo del espejo de su cómoda a su nieta. Al no verla sentada a los pies de la cama, estalló.

      —¡Apúrate, mocosa! Déjame ver cómo quedaste. Si llegamos tarde, Dolores nos mata.

      Una muchacha de unos nueve años entró hecha una exhalación en el cuarto. Estaba pálida producto del susto que le ocasionó oír gritar a su abuela. Al temor debía sumarle los nervios por saber si su vestimenta estaba en orden y, punto crítico, si gustaba a la exigente abuela. En el reflejo, la muchacha parecía una vela de torta de cumpleaños junto al cirio que se maquillaba. Pasaron algunos segundos con idas y venidas de reojos y gruñidos entre polvos y matices. ¿Debería ella también llegar a vieja?

      Un ceñudo gesto de afirmación le valió un suspiro de tranquilidad. Se marchó enseguida fuera del apartamento para ver desde el rellano el desfile de los Bonpiani, quienes también asistirían a la función. Contaba todavía con unos buenos cinco minutos para aguardar a que su abuela acabase el arduo trabajo de parecer joven otra vez.

      Desde donde se encontraba, la muchacha llegó a tiempo para ver el desfile en el piso inferior que tanto le interesaba sobre las baldosas simétricas del suelo, que repercutían bajo los tacones de cinco pares de zapatos perfectamente descoordinados. A la cabeza iba el padre de la familia, Domenico Bonpiani, de traje en sobrio contraste blanco y negro. Caminaba con porte de noble; cabeza en alto, pasos firmes y largos, expresión fría y determinada y, lo más llamativo, indiferente a la dirección de sus tres hijos, como si su estela valiera para que los alborotadores le siguieran.

      Si él era el rey sobre el tablero de ajedrez que simulaban las baldosas, su mujer, Valeria, era la reina. Su mirada ácida bastaba para que sus críos se comportaran, pero en aquellos momentos se apresuraba para no perder la zaga de su marido y para acomodarse la piel de zorro en torno al cuello y sobre los hombros. Por este motivo, los tres malhechores del edificio estaban desatendidos. Podrían parangonarse con peones sobre el tablero, diminutos y excesivamente preocupados por avanzar siempre hacia adelante.

      Carlo, el mayor con once años, ya contaba con dos piernas fracturadas —una debido a una caída de un árbol y la otra a la coz de un caballo—, un diente menos y un tajo en la panza. Había atribuido este último a una operación de urgencia por una daga que se había tragado haciendo malabares, aunque nadie le creyese. En cada ocasión que se le presentaba mostraba sus heridas con denuedo como un veterano de guerra, orgulloso e impávido.

      Alessandro, el segundo bandido, era el cerebro de las operaciones. Por ello no contaba siquiera con una cicatriz. Inspeccionaba siempre los lugares que visitaban hasta dar con la inspiración para una nueva travesura. Sus ojillos, a veces de un brillo despiadado para una criatura de apenas diez años, subieron una vez deslizados por todo el vestíbulo. Arriba, hallaron a la muchacha de cabellos castaños tomados en una cola de caballo, de faz alargada, grandes ojos azules y un vestidito azul marino bajo una chaqueta blanca de lana. Al parecer, fue la mirada de Alessandro la que hizo retroceder a la niña, tan solo por la impresión que causaba.

      Giacomo, el menor, decía que tenía ocho años, pero en verdad tenía siete, aunque distara un mes para que su cumpleaños le acercase a la edad de sus hermanos —la década de vida ofrecía nuevas responsabilidades y suculentos beneficios, le decían—. Por su condición de menor representaba el conejillo de Indias. Si bien contaba apenas con una fractura sufrida en un brazo, era por lejos quien más heridas había coleccionado a lo ancho y largo del cuerpo. Ya se había convencido de que su cuerpo acabaría trazado como un mapa. Ante esta idea sopesó ocultar él mismo el paradero de su futura fortuna como el tesoro de un pirata, revelando el secreto solo a quien le batiese en duelo y pudiese leer las inscripciones, no sabía si en el torso o en la espalda. Ya hallaría un lugar sin tantos obstáculos. A pesar de su temprana tendencia al sadismo —siempre a modo de juego, naturalmente— era el único enamoradizo de los tres. Incluso antes que lo hicieran los raudos ojillos de Alessandro, los suyos se habían fijado en la muchacha que le fascinaba. Ella le devolvió la mirada hasta que él desapareció por el pórtico.

      Cuando los Bonpiani hubieron desaparecido, fue la muchacha quien ansió el apuro. Entró otra vez y se dirigió a la cámara de su abuela.

      —Dolores se enfadará y no nos mandará galletas por un mes —vaticinó con sufrido pesar.

      —¡Ya está, ya está! Solo un poco de lápiz labial y ya verás cómo me creen tu madre.

      Refunfuñando, la muchacha salió arrastrando los pies. Por un lado, detestaba que su abuela hablase de su madre, porque nunca la conoció y sentía una intensa curiosidad por saber cómo era. Por otra parte, gracias a la demora de su abuela perdería toda chance de caminar junto a los Bonpiani. Acaso ni les vería en el teatro.

      Dos martillazos le anunciaron que su abuela había decidido por fin poner los tacones en el suelo para emprender la marcha. Cuando la tomó de la mano empezó a tararear la melodía de un aria con versos mutilados como hacía siempre que iban a un concierto o al teatro: «Senza gioia… mondo libero…». Manojo de llaves y hallar la llave correcta. «…sei tu… bell’anima…». Bajar las escaleras con extremada precaución y con un respiro a medio descenso. «…buio… ho paura». Lanzar una última mirada al espejo del vestíbulo y comprobar que tanto el maquillaje como el peinado se sostenían impecables. «…biridibibí…». Salir por el pórtico con la mirada vuelta atrás en busca de Jacinto, para recriminarle por lo secas que estaban las hortensias de la entrada. La melodía se interrumpía por una imprecación al no dar con él. Recorrían media cuadra de Azcuénaga hasta dar con Arenales. Antes o después de torcer por la esquina retomaba la melodía en un punto cualquiera o, en caso de no recordarla, saltaba a otra aria cualquiera: «Un fiume sotto il ponte…». Debido a lo escasas que iban de tiempo, no se detuvieron frente a los escaparates más tentadores. La muchacha tiraba del faldón de su abuela.

      —Me vas a rajar la tela, Leticia. ¿A qué viene tan prisa? Hasta hoy al almuerzo te negabas a ir, pero sabes que sola no te quedas. Eso sí que no.

      —Me gustan las galletas de Dolores —mintió, aunque como excusa surtió efecto.

      —Quédate tranquila que Dolores apenas se dará cuenta de nuestra presencia —malició la abuela Pinélides con su marcado acento español—. Le importará que lleguemos, claro, pero una vez dentro se olvidará de nosotras. ¡Como que hoy es sábado, ya verás!

      Leticia frunció el ceño.

      —Entonces, ¿por qué insiste tanto?

      —Por varias razones, niña: la comprometida amistad que nos une, no olvidarse de una señora enferma que debe


Скачать книгу